«Lo único que sabemos
es lo que nos sorprende:
que todo pasa, como
si
no hubiera pasado»
(SILVINA OCAMPO)
Lunes, 10:30 horas
Una ambulancia paró en el margen
izquierdo de la concurrida Rúa da Saínza, a la altura del número 108. Llegó al
lugar sin prisa, sin haber accionado la sirena ni los farolillos. En cuanto el
motor cesó en su sonido, un técnico descendió por la puerta del acompañante, el
conductor hizo lo propio por la suya, y ambos, uno por cada lado del vehículo,
se dirigieron hacia la parte posterior.
El primero abrió el portón trasero y
esperó a que descendiera la mujer que viajaba atrás. A continuación, subió al compartimento,
liberó las ruedas de la silla que trasladaba al enfermo y la colocó en la
plataforma hidráulica. Mientras tanto, otra mujer les esperaba sobre la acera,
justo en el borde, sin perder detalle de la operación.
Nada más acabar su descenso aquel
mecanismo, el conductor cerró el portón y los cinco entraron en el edificio.
Los sanitarios delante, trasladando al enfermo, mientras las dos mujeres
parecían ejercer de guardaespaldas. Con esa misma distribución, se repartieron
en los dos ascensores.
Cuando todos estaban frente al piso, una
de las mujeres avanzó un paso y abrió la puerta. El técnico entró empujando la
silla, con su compañero al lado, y se dejó guiar por ella. Una vez que habían
pasado todos, la otra mujer cerró la puerta a sus espaldas y los siguió. Al
llegar al salón la improvisada fila india, los dos sanitarios dudaron qué hacer
por un instante, buscando con la mirada una indicación. Fue el propio enfermo
quien se adelantó a cualquier respuesta:
—Déjeme aquí, estoy bien, puedo estar sentado
—dijo desde la silla, volviendo ligeramente la cabeza hacia ellos.
El hombre se levantó con cierta
dificultad y se sentó en el centro del sofá que parecía presidir el amplio
salón. La primera mujer dejó su bolso encima de la mesa, le acercó una manta
que esperaba en un sofá auxiliar y le ayudó a que acabase de acomodarse ante la
atenta mirada de todos. Al terminar, acompañó a los dos sanitarios de vuelta a
la puerta.
Durante su ausencia, la mujer que les
había esperado en la acera se agachó frente al enfermo:
—¿No prefiere acostarse un rato? —dijo.
—No, estoy bien, y no descansaré hasta
que arreste a quien me ha hecho esto.
Ella lo miró con empatía, con la
complicidad que solo puede ofrecer quien está en disposición de conceder un
deseo intensamente esperado por su interlocutor.
—Hoy será —añadió mientras se erguía.
Cuando la primera mujer volvió a la
estancia, también se acercó al hombre. En este caso, para darle un beso en la
cabeza, a la altura del pelo, acompañándolo de una lenta caricia. La segunda,
al lado, observó la carantoña hasta el final, sin interrumpirla. Luego se
dirigió a la mujer:
—Necesito su colaboración por última
vez.
Esta asintió al instante, con decisión,
sin el menor atisbo de duda en su respuesta. En ese momento, los ojos del hombre
se iluminaron.
Lunes, 13:00 horas
Apenas tres horas después y cuando las
manecillas del reloj estaban a punto de alcanzar la primera hora de la tarde,
una anciana mano de dedos estilizados y piel moteada por el paso del tiempo
pulsó la tecla de un vetusto contestador de mesa. «Papá, ven en cuanto puedas.
Tengo malas noticias», se oyó en el aire. Nada más escucharlo, el anciano
esbozó una discreta sonrisa horizontal. Sin abandonarla, posó el pequeño bolso
que colgaba de su hombro en el suelo, se cambió de chaqueta en el dormitorio y
hasta perfiló la marcada raya de su pelo delante del espejo del baño. Apenas
unos minutos después, la puerta de la entrada a su domicilio se cerró y toda la
estancia quedó en silencio, como había estado durante toda la semana anterior.
Tan solo veinte minutos más tarde, sonó
el timbre en casa de Yolanda.
—¿Por qué malas noticias? ¿Qué ha
ocurrido? —preguntó el anciano en cuanto se abrió la puerta de entrada.
Yolanda se mostró hermética.
—Malas noticias —respondió ofreciéndole
la espalda—. Ven.
Los dos avanzaron a lo largo de un
estrecho pasillo en forma de L, al final del cual podía adivinarse la sala de
estar con la puerta abierta. La mujer cruzó el umbral y avanzó un paso,
echándose a un lado. Detrás, el hombre se dispuso a atravesar el mismo umbral,
al tiempo que volvió a preguntar:
—¿Qué pasa?
Pero no hubo respuesta alguna, aunque
enseguida dejó de esperarla. Se quedó delante de aquella puerta mirando
fijamente hacia el sofá situado en el centro mismo del habitáculo. En él, la
figura de Delfín permanecía sentada, serena, con una expresión contenida y las
piernas tapadas por una manta, como un vecino indiscreto que se ha colado en
una fiesta familiar a la que no está invitado.
Como un hecho inevitable, los ojos de
los dos hombres se encontraron por un momento. Tan solo un breve instante,
hasta que el anciano apartó la mirada para dirigirse a su hija:
—¿Qué hace él aquí? —preguntó con
energía.
Fue el propio Delfín quien contestó
desde su posición:
—Yo también me alegro de verle —dijo,
sin poder disimular un cierto tono irónico.
El doctor Frontela aparentó no oír
aquella respuesta, o podría decirse que quiso ignorarla de manera deliberada.
En cambio, se fijó en la pelirroja chica que asistía a la escena justo desde
detrás del mismo sofá.
—¿Quién es usted? —preguntó con aire
altivo.
—Alguien que se encarga del cuidado del
doctor Sánchez.
El hombre parecía desconcertado con la
situación, con los invitados inesperados, con la tensión del ambiente, también
con las respuestas que había obtenido hasta ese instante, pero no hizo más
preguntas. Buscó en toda la sala algún detalle, alguna clave que le permitiese
recuperar el terreno que parecía evidente que los allí presentes le llevaban de
ventaja.
—¿Qué está pasando aquí? —acabó por
preguntar una vez más ante el silencio de todos.
Un silencio que duró hasta que Eva
decidió tomar la iniciativa. Sin prisa, avanzó desde detrás del sofá y colocó
un pequeño artefacto sobre la mesa del salón. Los ojos del anciano se posaron
de inmediato sobre el pequeño objeto.
—¿El hecho de que no esté dentro de su
cuerpo le sirve como explicación a sus preguntas? —preguntó la inspectora.
El doctor Frontela, el antiguo doctor
Frontela le dirigió una mirada interrogativa a Eva:
—Soy la inspectora Santiago. Dígame una
cosa, ¿hay alguna posibilidad de que este marcapasos acabase dentro del cuerpo
de su yerno salvo que usted se lo implantara?
El hombre no contestó.
—Doctor Frontela, ¿nos lo va a poner
fácil o tendremos que hacer las pruebas pertinentes para demostrar que este
marcapasos y solo este ha sido manipulado e instalado por usted en el cuerpo
del doctor Sánchez con el objeto de que el sábado, justo a las siete de la
tarde, hiciese que su corazón latiera a cuatrocientas pulsaciones por minuto?
El hombre siguió en silencio, como
recluido en un caparazón imaginario, a la vez que el brillo de su mirada se iba
apagando al ritmo que Eva desgranaba sus preguntas.
—Doctor Frontela —insistió ella—, el
hombre que contrató en Sevilla le ha reconocido esta mañana por fotos. Hoy,
porque ha estado todo el fin de semana de juerga en Madrid a costa del dinero
que usted le envió. También hemos podido comprobar la transferencia. A esta
hora, ya hemos podido situarle al menos en ocho de las ciudades desde donde
fueron enviados los anónimos a Delfín y pronto tendremos el resto. Doctor
Frontela, su propia hija recordó que alguien con acento andaluz...
—Ella no ha tenido nada que ver —la
cortó él.
Eva hizo un alto debido a la
interrupción. Luego continuó:
—Que un hombre con acento andaluz le
había llamado a la clínica recientemente; también de haberle visto manipular un
marcapasos días antes de operar a su marido; y fue ella misma, doctor Frontela,
la que dio la voz de alarma el sábado por la tarde de manera que, por suerte,
ha podido ser intervenido de urgencia pocos minutos antes de que se cumpliese
la fatídica hora.
—¿Cómo pudiste hacer algo así? —reprochó
Yolanda desde su posición.
La pregunta desconcertó al anciano. Se
llevó la mano a la frente y murmuró una mala explicación, aunque una buena
confesión:
—Era fácil, seguro y constituía mi mejor
herencia, no creo que me queden muchos años de vida —añadió con voz lastimosa.
—¿Tu herencia?
—No quería dejarte una clínica
compartida con él, sería como no dejarle nada.
—¿Y por eso matas a una persona?
—replicó de nuevo Yolanda—. A la mierda el dinero, una vida vale más que todo
el dinero del mundo.
—No es una persona, es él.
La indignación de Yolanda, contenida en
un primer momento, se mostraba ahora desbocada y su intensidad amenazaba con
crecer a cada segundo.
—¿Por qué no dices que nunca te pareció
suficiente para mí? Querías alguien con aspiraciones, con ambición y siempre te
pareció un pobre médico limitado a sus enfermos. ¿Crees que no me daba cuenta
de que nunca te gustó? Mamá ponía la cara, pero en el fondo, los dos estabais
de acuerdo. Ni un gesto amable, ni atisbo de respeto por ser mi marido, ni
siquiera por ser el padre de tu nieto.
—No podía consentir que hubiese otra persona
en la clínica. He visto cómo sufrías hace dos años con cada desaire de su
amiga, con cada desprecio suyo, ¿pretendes que además tengas que compartir la
clínica con cualquier desconocida que quiera meter en su vida? No, ese día me
prometí que o salía de tu vida de manera definitiva, o no iba a permitir que
cumpliese cincuenta años.
Los ojos de Yolanda amenazaban con salir
proyectados hacia el anciano.
—No has entendido nada —dijo moviendo la
cabeza a ambos lados.
El hombre reculó un paso, se apoyó en el
borde de la puerta y perdió su mirada en el mismo sofá que ocupaba Delfín. En
esa posición, retomó su explicación, pero ahora sin esperar respuesta ni
pretender ser entendido.
—El día que murió tu madre se lo prometí
solemnemente y al día siguiente, ya me había puesto a ello. Durante aquellos
meses pensé en mil maneras de hacerlo, sopesé posibilidades, riesgos, eficacia,
incluso contacté con un sicario, pero nunca me decidí a dar el paso, porque en
todas dejaría rastro. Por eso, cuando me dijiste que necesitaba un marcapasos,
supe que esa era mi oportunidad, y no pensaba desaprovecharla. Su corazón se
pararía y certificarían su muerte como un nuevo infarto, nada fuera de lo
normal.
—¿Por qué el día de su cumpleaños?
—interpeló Eva.
Él se encogió de hombros.
—¿Y por qué no? Tenía que elegir una
fecha y esa me pareció buena —se explicó.
—¿Y los anónimos?
—Lo de los anónimos no fue premeditado,
no estaba en el guion. Empezó como un juego y creo que acabó yéndoseme de las
manos. En el fondo, pensé que también sería una buena manera de devolverle
todos los malos ratos que le ha hecho pasar a lo largo de su vida, que no han
sido pocos. Y total, aunque alguien los descubriese en algún momento, ustedes
apuntarían hacia un paciente que nunca encontrarían, por lo que acabarían por
archivar el caso.
El hombre hizo un alto.
—No creí que supusiera un riesgo —resumió.
—¿Y no se le ocurrió pensar que podría
descubrirse en la autopsia?
—No, fíjese en el aparato —dijo
sonriendo, henchido de orgullo por su creación—, solo es un poco más grande de
lo normal. El temporizador va dentro y la gente que hace las autopsias no son
unos expertos. Señorita, es una obra de arte, una obra de ingeniería, demasiado
perfecta para que pueda ser descubierta por alguien que no sea un especialista.
Yolanda escuchaba a su padre con
atención. Cuando este acabó de hablar, toda su indignación se había
transformado en desprecio, absoluto desprecio concentrado en una simple mirada.
—Eres un demente —dijo como resumen a
mil frases que pasaban por su mente.
El hombre bajó la cabeza ante aquella
acusación, quizá también intuyó todo lo que Yolanda no había dicho. Luego miró
un breve instante a Delfín, antes de dirigirse a su hija con aire temeroso, con
ese tono insoportable que solo posee una pregunta cuando es formulada sabiendo
de antemano que es la última.
—¿Vas a quedarte con él?
—Cuando yo elijo a alguien es porque sé
que volvería a elegirlo cada día, y ante todos. Mamá me lo enseñó, no sé por
qué nunca lo asumisteis en mi caso.
Luego tomó aire, como si lo necesitase
para que su última frase tuviese un tono más bajo, pero un significado más
contundente:
—Creo que he hecho mi elección hace
años, y el sábado la reafirmé.
Yolanda se dio la vuelta esquivando la
derrotada mirada de su padre y se situó al lado del sofá que ocupaba Delfín. En
este momento, Eva se acercó al anciano.
—Doctor Frontela, tenemos que irnos.
El hombre no se resistió, tan solo se
volvió hacia la inspectora con timidez. Durante unos segundos, echó un último
vistazo a toda la estancia, despacio, nostálgico. Al acabar, abandonó el salón
del brazo de la inspectora.
—Sí, es hora de que me vaya.
Lunes, 17:00 horas
Antón esperaba sentado frente a Eva,
apoyado en la propia mesa de despacho sobre la cual esta tecleaba el informe
del caso.
—¿Cómo supiste que Yolanda no mentía?
—No lo sabía —respondió ella sin alterar
su escritura.
—Podía querer sacarlo de allí para
matarlo.
—Sí, podía.
—Era una posibilidad… —insistió él a la
espera de una respuesta más concisa.
Esta se produjo en cuanto Eva acabó de
firmar el informe.
—Antón, la cuestión era sencilla, o
apostaba por una opción o apostaba por la otra. Es decir, o le hacía caso a
Yolanda y lo metíamos en el quirófano, o no le hacía caso y lo mantenía en la
casa. Una lo salvaba y otra lo condenaba.
La inspectora se tomó un segundo de
reflexión, a la vez que abría las manos intentando reafirmar su explicación.
—Pues decidí elegir la menos arriesgada.
Además, la versión de Yolanda tenía sentido.
—¿Y si mentía y solo quería matarlo?
—En realidad, si quería matarlo, quizá
no perdiésemos tanto. Porque en ese caso, creo que el propio Delfín sería el
que se querría morir al descubrirlo.
Antón se tomó un tiempo para acabar de
ordenar el puzle en su cabeza. Eva le ayudó:
—Algunos
sentimientos entre dos personas son tan grandes, que por mucho que se
disfracen, jamás logran disimularse.
FIN
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