«A todas partes que me vuelvo, veo
las amenazas de la llama ardiente,
y en cualquiera lugar tengo presente
tormento
esquivo y burlador deseo»
(FRANCISCO DE QUEVEDO)
Viernes, 10:00 horas
El edificio Santa María Nai luce como un
gran rectángulo blanco enclavado en la zona norte del Complejo Hospitalario de
Ourense. Es el edificio más especializado, el que más pacientes aglutina y el
auténtico centro neurálgico de la atención sanitaria de la ciudad. En él, en la
planta baja, se ubica la oficina de Atención al Paciente, lugar a donde van a
parar todas las reclamaciones. A pocos metros, y ya en un primer piso al que se
accede subiendo unas cómodas escaleras o después de conseguir engancharse a
alguno de los escasos ascensores, se encuentran las consultas de las distintas
especialidades. El trasiego de pacientes y personal por los anchos pasillos de
todo el edificio un viernes a las 10 de la mañana es continuo.
A esa hora, Eva, portando varios folios
enrollados en su mano, subió las escaleras hacia la consulta del doctor Sánchez
entre dos personas de considerable edad que, pese a sus limitaciones físicas,
no estaban dispuestas a esperar por uno de aquellos ascensores de
funcionamiento desesperante.
Desde las ocho y media había estado
seleccionando sin descanso nombres de pacientes en la oficina de Atención al
Paciente. Poco antes de esa hora había visitado el despacho del Director
Médico, a fin de conseguir el conveniente franqueo para los ordenadores del
centro. Una visita breve en el tiempo y curiosa en su desarrollo a un hombre de
modales toscos e igual tamaño en ancho y altura.
—¿Y eso lo investiga la policía? ¿No
tienen nada mejor que hacer en la comisaría? —dijo primero, tan pronto la
inspectora le manifestó el motivo de su visita con la placa en la mano y una
autorización judicial sobre la mesa, aunque sin querer revelar la magnitud
exacta de las amenazas.
El hombre apenas prestó atención a
cualquiera de las dos cosas más allá de su primer comentario. Quizá tampoco a
la posterior explicación de la inspectora. Se limitó a dar por terminada la visita
en cuanto pudo:
—Mire lo que quiera, pero no pierda
mucho el tiempo. Seguro que eso es cosa de algún loco que se aburre, tenemos
muchos por aquí —dijo con un marcado aire de suficiencia.
A la salida, desde la puerta, Eva no
pudo dejar de analizar una vez más a aquel hombre y recordar lo que había dicho
la noche anterior Delfín. Unos médicos aspiran a curar enfermos, y otros a
ocupar cargos directivos.
Por suerte en la oficina de Atención al
Paciente todo el mundo había sido más cordial con Eva y, tras algo más de una
hora de búsqueda, había conseguido recopilar once reclamaciones y una demanda
contra Delfín, en los últimos diez años de profesión. También más de doscientas
solicitudes de apremio de cita, algo ajeno a su responsabilidad por otra parte.
Desde luego no era una mala estadística, pensó Eva mientras sumaba escalones
camino de su consulta. O como mínimo, estaba claro que el doctor Sánchez tenía
un funcionamiento mucho más diligente que la propia Administración sanitaria.
De los primeros, dos nombres había subrayado de manera especial en sus notas,
Jaime Nogueira y Fernando Valenzuela. Los mismos que puso en conocimiento de
Antón en cuanto encontró un rincón aislado en la primera planta para hablar por
teléfono.
—Perfecto, espero que en unas horas podamos
tenerlos controlados —respondió este desde el otro lado de la línea.
—El primero vivía en Ourense ciudad y le
puso una demanda —explicó Eva—. El segundo, era de Celanova y solo presentó una
reclamación, no llegó a más. Del resto de pacientes, no hay nada relevante. La
verdad es que Delfín parece un médico eficiente y hasta me atrevería a decir
que una persona bastante apreciada en el centro.
—Yo todavía estoy por su vecindario,
pero tampoco he encontrado a alguien que pueda resultar sospechoso. Alguna
envidia encubierta, alguna habladuría, pero poca cosa. Buscaré un rato más,
aunque creo que salvo que me encuentre con alguna sorpresa de última hora, me
voy a ir pronto.
—¿A Teresa y Yolanda las habéis
localizado?
—A las dos, no. Te cuento. Teresa vive ahora
en Madrid. No sabemos por qué, pero está domiciliada allí y, de momento,
todavía están tratando de encontrarla. Segundo, Yolanda. Está en Bueu, como nos
dijo Delfín, junto con el niño. Ya está un coche de la Policía Local vigilando
sus pasos con discreción.
—Que no se arriesguen a ser descubiertos
porque si nos precipitamos, es posible que después nos cueste recopilar pruebas
contra el culpable.
—No te preocupes, eso ya se lo he
remarcado a todos. Otra cosa, al doctor Frontela hemos tenido que llamarle y no
responde. En principio, debemos fiarnos de Delfín, pero trataré de asegurarme mejor
si está en Nueva York o no.
—¿Has vuelto a hablar con la policía de
Sevilla?
—Sí, y esta es la buena noticia. La
gente de allí se ha movido con rapidez, ya han conseguido visionar las imágenes
y han reconocido al chico de la floristería de inmediato. Resulta que es un chapero muy conocido entre
ellos, un pobre diablo con facilidad para meterse en líos y al que han detenido
en más de una ocasión. Aseguran que, como muy tarde, esta noche lo localizarán
y no tienen ninguna duda de que les dirá quién lo contrató.
—¿Y cómo pueden estar tan seguros?
—Bueno, creo que al chico no es muy
difícil sacarle las palabras.
La inspectora se tomó un tiempo para
distribuir en su cabeza toda la información y, al cabo de unos segundos, dedujo
en voz alta:
—Desde luego, conseguir saber quién lo
ha contratado nos daría un buen impulso en la investigación. ¿Les has dicho que
necesitamos que lo encuentren cuanto antes?
—Sí, están al tanto y en estos momentos
lo buscan sin descanso. Le han concedido prioridad absoluta al caso.
—Perfecto. Pero de todos modos, y hasta
que tengamos un nombre en nuestras manos, vamos a actuar como si esa vía no
existiera.
Antón pareció estar de acuerdo con la
estrategia.
—¿Tú que has sacado de los anónimos?
—preguntó luego.
—Los he estado estudiando a fondo
durante la noche. Las oficinas de remisión no nos dicen nada, es como si las
hubiesen elegido al azar por toda España. Sobre el contenido, quien los envió tiene
claro desde el inicio qué día y a qué hora nació Delfín y apuesto también a que
es una persona con un buen nivel cultural, porque en todos la ortografía es
perfecta y la redacción, más que correcta. Había pensado en la posibilidad de
que hubiese contratado a un asesino a sueldo, pero dudo que alguno pueda
escribir así. También porque, de usar a un sicario, le encargaría todos los
pasos y no buscaría a un miserable para las gestiones en Sevilla. De todos
modos, es una opción que siempre debemos tener presente. Lo que no me acaba de
encajar es que no se aprecia un odio especial en sus palabras, y eso significa
que o bien es una persona muy comedida o bien es otro interés el que le mueve.
Imagínate que, en este sentido, incluso no me sorprendería que acabase siendo
una broma de algún gracioso.
—¿Pero cómo alguien va a hacer algo así?
Lo habría desmentido antes.
Eva sonrió con malicia, una de esas
sonrisas que se perciben incluso a través de un teléfono.
—Hay muchos idiotas sueltos, y nunca
infravalores la capacidad de empeño y dedicación de un idiota —acabó por decir
como cierre a aquella conversación.
Nada más guardar su teléfono, la
inspectora buscó las consultas de Traumatología y se sentó como una paciente
más en la sala de espera colocada como un apéndice del propio pasillo. Se fijó
que las puertas estaban numeradas con código extraño y, en el centro de la
sala, había un indicador que señalaba desde qué consulta se requería al
siguiente paciente de la lista de ese día. Al lado de la puerta de cada médico,
había otra perteneciente a Enfermería.
Al cabo de unos minutos, la puerta de la
consulta del doctor Sánchez se abrió y salió una paciente, a la vez que su
código se iluminó en el marcador. Una señora apoyada en una muleta se levantó
enfrente de Eva, ayudada por la que semejaba ser su hija, y se encaminó hacia
la entrada. La inspectora siguió con atención su recorrido. Cuando la puerta de
la consulta se había cerrado de nuevo, Eva dejó su asiento y se acercó a la de
Enfermería. Con discreción, la golpeó con los nudillos, dos veces.
No tardó en asomar una enfermera de
canas abundantes y peso casi tan escaso como su estatura.
—Soy la inspectora Santiago —se
presentó.
La mujer la miró de la cabeza a los pies
y no dudó en franquearle la entrada.
—Pase y espere aquí —dijo señalando la
que con toda probabilidad fuese su propia mesa de trabajo.
Sin más explicación, esperó a que Eva
estuviese sentada para dirigirse hacia la consulta de al lado.
—Espere aquí, voy a avisar al doctor
Sánchez —repitió con un tono cortés.
—Dígale al doctor que en cuanto acabe
con la paciente, me gustaría que me dedicase unos minutos. Pero no hay prisa.
Mientras tanto, me gustaría hablar con usted un momento.
La enfermera abrió la puerta interior
entre consultas. Con ella abierta, se oyó un leve cuchicheo entre ellos. Eso
fue todo. Apenas unos segundos más tarde ya estaba de vuelta frente a la
inspectora.
—El doctor todavía va a tardar unos
minutos, ¿puedo ayudarla en algo?
—Siéntese un momento, por favor —le indicó Eva—. ¿Cuántos años lleva
usted trabajando con el doctor Sánchez?
La mujer pensó un momento.
—Dieciséis —dijo dubitativa—, casi
diecisiete.
—Entonces estará al corriente sobre si
ha tenido o tiene algún enemigo aquí…
—No, nunca ha tenido enemigos. Al menos
que fuese de dominio público.
—¿Y sin que fuera de domino público? A
veces, la envidia es mala consejera y la ambición mucho peor, ¿nadie envidia su
puesto o lo considera un rival a la hora de optar a un puesto superior?
—insistió Eva.
—Pues le repito lo mismo que antes, que
yo sepa, no. Él nunca ha ambicionado un cargo directivo, ni siquiera dentro de
la unidad, cuanto más a nivel del centro. A decir verdad, es un hombre
tranquilo que disfruta con el trato a los enfermos y no suele tener frentes
abiertos con nadie.
Eva se dio por satisfecha con la
respuesta.
—Y siendo un hombre tan tranquilo, ¿sabe
cuál fue el motivo de su separación?
—No, no lo sé. O al menos, no como para
que usted pueda hacerse una idea… —La mujer pareció dudar durante un momento de
las palabras que debía emplear— una idea exacta, o que usted pueda fiarse de lo
que yo diga al cien por cien, ¿me entiende?
—No se preocupe, no consideraré su
respuesta como un dogma de fe.
—En realidad, solo sé que tenían
problemas con las familias —dijo bajando el tono de voz de forma considerable—.
Pero no con la de uno u otro, sino con las dos. Ya sabe, nueras, yernos,
suegras, no suelen llevarse bien. Pero no me pregunte de quién era la culpa,
porque eso no sabría decírselo.
Eva se quedó pensando un momento.
—¿El padre de la doctora Frontela era un
elemento de discordia en el matrimonio de su hija?
—No, creo que la cosa iba más entre las
dos madres.
La inspectora seguía enlazando cabos
dentro de su cabeza.
—¿No han muerto ya?
—Sí, las de los dos. Hará tres o cuatro años,
poco después de la separación del doctor, y en el plazo de unos pocos meses.
—¿Y no sabe si ha habido algún
acercamiento entre ellos, algún intento de reconciliación? Porque deduzco que
si el problema eran las madres, y por lo que sé ninguno ha logrado rehacer su
vida, no creo que sea una idea descabellada.
—Pues se ve que no han querido volver
—razonó la mujer—, o quizá haya cosas que no se perdonan, no lo sé. Señorita,
entiéndame, yo no le pregunto al doctor por su vida privada. Todo lo que le
estoy diciendo es por lo que veo o intuyo.
—No se preocupe, me vale con lo que me
ha dicho.
La mujer hizo un gesto de alivio al oír
esta frase. Eva decidió cambiar de tema:
—¿Desde cuándo sabe usted que está
amenazado?
—Pues a decir verdad, desde hoy. Me lo
confesó al llegar, cuando me avisó de que vendría usted.
—¿Nunca le había dicho nada?
—No —dijo con un aplomo enorme—. Sí me
había fijado que a veces estaba más preocupado de lo normal o más irascible,
pero no sabía por qué. Pensé que la soledad era mala compañera en la vida, o
incluso que deseaba volver con la doctora y esta no le daba ocasión, ya ve qué
cosas piensa una, pero nunca me imaginé que pudiera ser por algo así.
—¿Por qué dice lo de la soledad?
—Porque desde que se separó no he vuelto
a ver un brillo especial en sus ojos. Ya sabe, las mujeres quizá nos enamoremos
con más facilidad pero a un hombre se le nota mucho más —dijo con una sonrisa—.
Ellos lo ocultan peor.
Luego su tono se volvió serio, incluso
melancólico:
—Y la única vez que creo que intentó
rehacer su vida, sospecho que no le quedaron muchas ganas de repetir…
—¿Lo dice por Teresa?
—Sí.
—¿La conoce?
—Tuvo una relación con el doctor durante
algún tiempo, hará dos años o así, y solía venir por aquí algunos días.
Eva guardó silencio esperando que la
mujer continuara con el tema.
—Mire, no me gusta hablar mal de nadie y
mucho menos señalar a una persona en una situación como esta, pero Teresa era
cuanto menos especial. Ella era una de tantos visitadores médicos que vienen
por aquí a menudo. Mientras sus visitas fueron solo profesionales, todo iba
bien, pero cuando su relación se hizo también personal, entonces pareció como
si se hubiera transformado. Creo que se celaba de todo y todas, incluso de mí,
que ya ve, después de tantos años trabajando juntos, a buenas horas… El último
día que vino por aquí discutían de manera acalorada y el doctor la echó sin
miramientos. ¿Sabe lo que ha hecho usted de llamar a la puerta y decirme que le
avisara de que estaba aquí?
La inspectora asintió con la cabeza.
—Pues Teresa acostumbraba a esperar a
que saliese un paciente y luego entraba a la consulta sin más, muchas veces
dando voces, y al doctor eso le ponía de los nervios.
—¿El doctor Sánchez tiene mal carácter?
—No —contestó con tono sorprendido,
alargando sin reparos la última letra de su respuesta—. Es exigente con el
trabajo, como es normal, pero no tiene mal carácter en absoluto —recalcó—. Ni
con los enfermos ni conmigo. Con Teresa… bueno, con ella era diferente, no
podía consentir que convirtiese su consulta en un mercadillo.
—Y la doctora Frontela, ¿se parece más
al doctor o a Teresa?
—A Teresa hay poca gente que se parezca
—dijo sonriendo por segunda vez—. La doctora, pues no he tenido mucho trato con
ella. De todos modos, puedo decirle que no tiene fama de ser mala persona.
—¿No acostumbra a venir por aquí?
—No, no suele venir mucho. Mientras
estaban casados, me parece que separaban bastante su vida privada de la
profesional. Y ahora, pues quizá sí venga algo más que antes, pero será porque
tienen un hijo en común.
—¿Discuten cuando se ven?
—No, nunca les he oído discutir.
—De acuerdo. Eso es todo.
La enfermera se levantó y se encaminó a
la sala de consulta. Antes de abandonar la sala, Eva la requirió a su espalda:
—Una cosa más. ¿Sabe si la doctora Frontela
tiene o ha tenido alguna relación sentimental dentro de este centro?
—No se le conoce ninguna —dijo, ya con
la mano sobre la cerradura de la puerta.
—¿Y que no sea oficial? Ya me entiende,
habladurías, rumores, o algo así.
—No, nunca he oído nada.
—Gracias por sus respuestas, y cuando
esté libre el doctor, dígale que me gustaría hablar con él.
Ahora sí, la mujer abrió la puerta con
cuidado y luego la cerró desde el otro lado. En su silla, Eva se recostó
ligeramente, cogió los folios que tenía enrollados y comenzó a anotar algunas
de las respuestas de Sara en el reverso. Pocos minutos después, la misma puerta
entre consultas se abrió y apareció Delfín. Antes de cerrarla, se volvió hacia
la otra sala un momento:
—Sara, puede irse a tomar un café
—dijo—. Diez minutos o un cuarto de hora.
Luego se sentó frente a Eva.
—Jaime Nogueira y Fernando Valenzuela
—lo recibió esta colocando sus reclamaciones sobre la mesa.
—Dos pacientes…, digamos, descontentos.
Y exactamente los dos en los que he pensado yo como posibles candidatos.
—Pues cuénteme algo de ellos que no
sepa.
Delfín arqueó las cejas, como intentando
ordenar en su cabeza toda la información que tenía sobre ellos.
—El primero, Jaime —dijo—. Ingresó por
un accidente de trabajo. Era albañil y se había caído de no sé qué piso en una
obra en la que trabajaba. El caso es que llegó con los tobillos deshechos.
Bueno, las piernas en conjunto, y también sufría un traumatismo
craneoencefálico grave, pero sobre todo los tobillos estaban muy mal, incluso
con riesgo de amputación. Le operé varias veces y conseguí que volviese a
andar, pero no pude lograr que recuperase la movilidad de los pies, porque
tenía materia necrosada. Era imposible del todo, pero él no lo acabó de asumir.
Con el paso del tiempo y a medida que se iba recuperando, fue albergando
ilusiones de que quedaría bien de todo y ya le digo que eso era imposible.
Evidentemente, no pudo volver a trabajar y el seguro que tenía en la obra no le
cubría todo lo que sería deseable en un caso así. Supongo que influyó en que me
culpase de su desgracia y acabó por demandarme a mí, y al centro, claro. No
sacó nada y, en la misma sala del juzgado, prometió que se vengaría de mí,
aunque recuerdo que entonces me lo tomé como un arrebato momentáneo.
—¿Ha vuelto a saber de él?
—No, nunca más volvió. No sé dónde está
ni qué fue de su vida. He intentado averiguarlo, pero no lo sé.
—Ya lo estamos buscando nosotros
—contestó ella con suficiencia—. ¿Fernando Valenzuela?
—Fernando era un chico joven,
veintipocos años. Jugaba en un equipo de fútbol aficionado. Una noche un
malnacido lo atropelló y se dio a la fuga. Ingresó de madrugada muy grave, y la
verdad, nadie apostaba porque consiguiese salvar su vida. Lo había arrollado un
todoterreno y tenía lesiones por todo el cuerpo, innumerables, pero por
fortuna, como el anterior, se fue recuperando. En estos casos, la juventud y el
hecho de que fuese un deportista, fue determinante. Primero salió del coma,
después logramos que salvase la visión de un ojo, que parecía imposible, hubo
que operarlo de una fractura en una vértebra, y qué sé yo cuantas cosas. Ya le
digo, parecía un cromo. Debido a la gravedad de las otras lesiones y a que al
principio estaba inconsciente, no reparamos en que también tenía los ligamentos
de la rodilla derecha destrozados. El caso es que cuando llegó a mi consulta,
se habían unido de mala manera y, aunque lo operé tres veces, nunca más pudo volver
a jugar al fútbol. Sí puede hacer vida normal, pero no deporte de competición.
—¿No lo entendió?
—Pues la verdad, jugar era su ilusión y
el no poder hacerlo, lo llevó muy mal. Pero yo creo que él sí lo entendió. La
realidad es que, aunque hubiesen reparado en esa lesión, poco más se podría
hacer porque para quedar bien deberíamos haberle operado en los primeros días.
Y en esos primeros días, precisaba intervenciones mucho más urgentes. Al
principio, para salvar su vida, y después, para salvar órganos vitales. Por eso
se desestimó su reclamación, que no fue solo contra mí sino contra todos los
que lo atendimos.
—¿No se supone que lo había entendido?
—El chico sí, pero no su madre. Estuvo a
su lado en todo momento, como es normal, pero se empeñó en que no nos habíamos
preocupado como debíamos por su hijo... ¡pero si le salvamos la vida! Al final,
cuando se le dio el alta, había acumulado broncas con casi todo el personal del
centro, y un día llegó un abogado y puso una reclamación en su nombre. Después
debió pensárselo mejor y una vez que el hospital desestimó la reclamación, no
siguió en los tribunales.
—Dígame una cosa, ¿qué nivel cultural
tenían?
Delfín hizo un gesto de extrañeza ante
la pregunta.
—Los chicos y la madre —insistió ella.
—Medio. Bueno, no, quizá bajo. Jaime era
un obrero. Fernando, aparte de jugar al fútbol, creo que trabajaba de camarero.
Y su madre era ama de casa. Ninguno tenía grandes estudios pero tampoco es que
fueran unos patanes. Medio bajo —concluyó convencido.
—¿Existe alguna posibilidad de que se
enterasen en qué día y a qué hora nació usted?
Él se encogió de hombros levemente, como
con desgana.
—También he pensado yo en eso
—puntualizó antes de responder—. Supongo que no pero, en todo caso, es algo que
se puede investigar. En mi partida de nacimiento figura, por ejemplo, y cuando
usted mete abogados por el medio, pueden averiguar cualquier cosa. Incluso es
posible que alguno hubiese contratado un detective para el juicio o para
interponer la reclamación, no lo sé.
—¿Ha pensado en algún candidato más?
—No, como le he dicho, son las dos personas
que había barajado yo.
Eva guardó silencio durante un momento. Después
cambió de tema y también de tono.
—Explíqueme una cosa, ¿por qué nadie en
el centro está al corriente de sus amenazas? ¿Ha pensado que quizá el
responsable esté dentro de este recinto?
—Pues porque nunca quise alarmar a nadie
—dijo, como quien se está excusando por un error—. Inspectora, le parecerá
extraño pero soy una persona discreta. Además, la gente aquí ya tiene bastante
con sus problemas. Los enfermos con sus dolencias y el personal con el trabajo,
y con su vida en general. Y tampoco quiero que nadie me compadezca o se aleje
de mí por pensar que está en peligro, o que me trate como a un bicho raro.
—¿Y por qué no ha venido antes a
denunciarlo?
—He ido cuando llegaron las coronas.
Dígame una cosa, ¿antes de ese detalle lo hubieran investigado? Sí, ya sé, lo
habrían tenido en cuenta, abrirían un expediente y demás. Pero no me refiero a
eso, me refiero a intentar averiguar quién está detrás de todo esto, a colocar
a un inspector a tiempo completo como ahora. Dígame, ¿lo habrían hecho?
—Lo investigaríamos según los
protocolos.
—O sea, no.
Después Delfín bajó su cabeza hasta
amenazar con tocar su regazo con ella. La inspectora decidió que era el momento
de dejar de pedir explicaciones.
—No hay mucha gente que quiera matar a
otra persona si no la conoce, y está claro que su acosador le conoce, porque de
lo contrario no podría saber a qué hora nació usted. Tampoco hay mucha gente
con un nivel cultural apreciable, con posibilidad de viajar o contactos en
otras ciudades, o que tenga un cierto poder adquisitivo. Y con las cuatro
condiciones a la vez, muchas menos.
Buenos argumentos que, sin embargo, no
hallaron respuesta.
—Doctor Sánchez —insistió ella—, ¿me
está usted escuchando?
Delfín levantó la cabeza durante un
instante, con los ojos llorosos, intentando no perder su dignidad en ello:
—Tengo miedo —balbuceó.
Eva cambió su tono de voz por completo.
—Confíe en nosotros.
—Nos lleva mucha ventaja.
—Pero la cuestión es si nos lleva la
suficiente. E intentaremos que eso no suceda.
Aquello no pareció consolar al hombre.
—Hace un rato vino a verme el dueño de
la Funeraria Vilamarín —dijo con la mirada perdida entre los pies—. Dice que
alguien con acento andaluz ha encargado por teléfono mi funeral para este
lunes, supuestamente en nombre de mi exmujer. Ya se imagina, tanatorio, iglesia
y demás. El hombre estaba en el sótano por una defunción, comentó mi muerte con
un celador y, como este le aseguró que me había visto a primera hora, vino a
comprobarlo. Nos conocemos porque su padre es paciente mío —explicó al final.
—Lo investigaremos —dijo ella con una
sobriedad enorme, sin querer concederle una importancia mayor que la necesaria.
—Supongo que no cambia demasiado la
situación. Pero al menos para mí, por si aún cabía alguna duda, es la
confirmación definitiva de que las amenazas van en serio.
Cuando acabó la frase, sonó un pequeño
bip en la sala y Delfín respondió con una pequeña mueca. Echó la mano al
bolsillo de su bata y puso un busca delante de sus ojos, entre ellos y el
suelo. Después de guardarlo, hizo un segundo intento de levantar su cabeza, que
esta vez tenía que ser definitivo. Quizá debido al esfuerzo, se irguió su
cuerpo antes de acabar de enderezar su cuello. De pie, acabó por decir:
—Si he de morir, quiero que sea con las
botas puestas. Vocación extrema podría llamarse… o afán por equilibrar la
demografía del planeta salvando una vida en previsión de mi propia muerte.
Luego se excusó, en general:
—Lo siento, me llaman para una urgencia.
—No se preocupe. Ya había acabado.
—Puede quedarse en el ordenador de mi
despacho, revisando los datos de mis pacientes. Al lado de sus historias
clínicas están mis impresiones personales tras cada consulta, porque siempre
apunto alguna. Lo que escribí sobre estos dos es lo que le he contado, pero
puede verlas si quiere.
—No será necesario, ya me voy a la
comisaría.
El hombre escribió una nota para Sara y
la colocó encima de la mesa. Al terminar, acompañó a la inspectora, cerró la
puerta desde afuera y se deslizó por el pasillo a buen paso sin esperar a Eva,
que se quedó unos metros rezagada escribiendo un mensaje a su compañero: «Que
controlen también a la madre de Fernando, fue ella la que puso la reclamación»,
decía.
Mientras guardaba su móvil, buscó a lo
lejos con la mirada a Delfín y vio cómo su silueta desaparecía al final del
pasillo, entre la gente, en medio de aquella amalgama de médicos, pacientes y
acompañantes. Pensó, que de fallar en sus cálculos, poco más de un día le
quedaría de vida a aquel hombre.
Viernes,
23:30 horas
Aquella
noche y cuando poco más se podía hacer que esperar noticias, Eva se retiró a
descansar durante un rato. A la mañana siguiente revisarían la casa de Delfín,
y luego ella misma permanecería a su lado durante toda la tarde, alerta, a la
espera de cualquier movimiento. Por eso pensó que le vendría bien dormir un par
de horas en su casa, así estaría más despejada y, además, podría volver a
repasar los anónimos en la intimidad de su dormitorio, lugar personal de
inspiración ambientado por el leve respirar de los primeros sueños de Ramón
emergiendo en la soledad que reinaba en todo el piso de madrugada.
Cuando el
reloj marcaba la una, Eva se recostó en su sillón con los papeles en la mano.
Miró cada uno con detalle, a la luz del escaso flexo de su escritorio,
releyéndolos sin prisa. Había algo en ellos que la desconcertaba pero, por más
que se esforzaba, las conclusiones seguían siendo las mismas: buen conocimiento
de la víctima, disponibilidad para viajar y sin atisbos de amor o de odio,
mensajes bien redactados y fruto de una mente fría y calculadora, o de una
máquina que los escupiera al azar. Como el trabajo que firmaría un sicario,
pero sin sicario. Entre otras cosas, porque la existencia del chico de Sevilla
parecía descartarlo.
Dos veces
repitió la operación y otras tantas llegó al mismo final. Antes de comenzar por
tercera vez, sus ojos se cerraron sin poder evitarlo. Dentro de su cabeza,
aparecieron tres hombres sin rostro. Al poco, sonaron disparos infinitos, balas
que silbaban a su lado sin rozarla en medio de una sensación de impotencia
insoportable que la mantuvo casi conectada a la realidad en todo momento. Una
secuencia de aroma mafioso a la que asistía como espectadora privilegiada, y en
la que no conseguía encontrar su pistola dentro de la cartuchera y Delfín acababa
por convertirse en una víctima cubierta de sangre de manera irremediable.
Cuando
retomó de nuevo su plena lucidez lanzó un suspiro a la habitación y se encaminó
a la cocina, con el teléfono móvil en la mano. Antón había quedado de guardia a
la espera de noticias.
—Acabo de
hablar con Sevilla —dijo nada más descolgar—, aún no han encontrado al chico.
De todos modos, me llamarán en cuanto lo tengan. Esperemos que vaya esta noche
a trabajar.
—¿Hay
alguna novedad sobre los dos pacientes?
—No, más o
menos lo que ya sabíamos. Jaime se trasladó a Huesca hace un año. No está en
casa. Los vecinos insisten en que suele viajar a Barcelona a menudo, a visitar
a familiares, pero no saben la dirección y es como buscar una aguja en un
pajar. Fernando y su madre siguen en Celanova, en la casa familiar, tranquilos.
Los están vigilando.
—¿Las
chicas?
—Teresa
sigue en paradero desconocido. En teoría, de vacaciones. Unas personas nos
dicen que en un sitio y otras que en otro, seguiremos indagando. Yolanda, sin
novedades, con su hijo. Y su padre, en Nueva York. Hemos conseguido localizar
la agencia de viajes que le ha gestionado el billete, ida y vuelta de lunes a
lunes, y también hemos comprobado que se ha subido al avión y está alojado en
el hotel que tenía reservado. Esperemos que no quiera regresar antes de tiempo.
—Si
encuentran al chico, llámame, ¿vale? Sea la hora que sea, en cuanto lo tengan.
Eva volvió
a la habitación, programó el despertador para las seis de la mañana y se metió
en cama. Allí, se abrazó a la espalda de su marido, le dio un largo beso en el
cuello y comenzó a acariciarle el pelo con mimo. En esa posición, intentó hacer
recuento en su cabeza. Dos pacientes, uno en Barcelona y otro a escasos
kilómetros, con una madre que además parecía querer unirse a la fiesta. El
primero, sin localizar. Los segundos, aparentemente bajo control. Por otro
lado, una exnovia sin control alguno y una exmujer localizada, con un padre
perdido entre rascacielos.
Pensó que
tenerlos vigilados no implicaba su inocencia. Pero en este caso, los más
difíciles de controlar también parecían los más sospechosos. Por un momento, se
imaginó tirando una moneda al aire. En ella, Teresa sería la cara, Jaime, la
cruz; y la peor opción era el canto, inverosímil, pero que abarcaba a cualquier
persona que no hubiesen contemplado en sus previsiones, incluido el hipotético
sicario. Unas posibilidades que tampoco podían descartar. De ser así,
necesitarían suerte, esas grandes dosis de suerte que cuando se unen se conocen
con el nombre de milagro.
—Cariño —le
susurró a Ramón al oído—, escucha, dime una cosa, ¿qué crees que hace que una
persona envíe anónimos durante un año, fechando el día y hora de la muerte de
otra a la que tiene intención de matar, el odio o el desamor?
Él balbuceó
entre sueños:
—El dinero.
A
continuación respiró como si le fuera la vida en ello, como queriendo tomar un
sorbo de consciencia a través del aire que entraba en sus pulmones.
—Siempre el
dinero —repitió—. El odio mata por venganza, no lo anuncia, aunque puede
dilatar el sufrimiento. En el desamor existe la esperanza de que cambie la
situación y solo mata en un arrebato, cuando esa esperanza ya se ha hecho muy
pequeña. Solo el dinero es capaz de hacer urdir planes minuciosos con un final
mortal. Y de no ser el dinero, el odio.
Luego
suspiró con fuerza y acabó por añadir como final:
—O ambos.
Eva se
apretó más fuerte contra su espalda, siguió acariciando su pelo, más fuerte
ahora si cabe, y pensó en lo que acababa de decir. Ramón podía estar semidormido,
es posible que desconociera los detalles del caso, pero nadie mejor que él
entendía cómo funcionaba la naturaleza humana. Dinero, odio, desamor, por ese
orden. De tener razón, la cruz de su moneda empezaría a imponerse a la cara,
ambas iluminadas a la perfección, solo a la espera de decidir el resultado al
día siguiente. El canto, por su parte, continuaba oscurecido, en una penumbra
enorme, a expensas de la claridad que pudiera arrojarle un chapero.
Tras un
último beso, Eva dejó de acariciar el pelo de su marido ya dormido y colocó el
suyo sobre la almohada. Un beso final marcó el momento de cerrar los ojos.
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