martes, 24 de enero de 2017

Sorteo de SIETE LIBROS PARA EVA

Hola a todos.
¿Queréis conseguir un ejemplar en papel y firmado de SIETE LIBROS PARA EVA?



Como muchos recordaréis, hace un mes Pedro, de EL BÚHO ENTRE LIBROS, planteó una votación en su blog para que los lectores eligieran la mejor novela negra publicada en español a lo largo del año 2016. SIETE LIBROS PARA EVA quedó quinta, la primera de las autopublicadas con mucha diferencia, y aprovechando que coincidía con los días en que yo la ponía a la venta en papel, pensé que era una buena idea ofrecerle un ejemplar firmado para que lo sortease en el blog como agradecimiento por los votos recibidos.
Pues bien, ese sorteo está activo, restan poco más de 36 horas para que concluya y hago esta entrada con la única intención de recordaros que todavía estáis a tiempo de participar.
Os dejo el link al sorteo: 
¡OJO! No podéis apuntaros aquí, es necesario que pinchéis en el link y os apuntéis en su blog.
Mucha suerte a todos.
Roberto.

martes, 3 de enero de 2017

SIETE LIBROS PARA EVA: Capítulo 5



De vuelta a casa, todos los caminos parecen más cortos. Es posible que no lo sean, pero acelerados por la satisfacción o decepción de las expectativas iniciales, siempre nos lo parecen. Lina y Manuel, con la inseparable compañía de Sergio, partieron sin demora del cuartel y emprendieron el viaje de regreso, mientras Vicky se hacía más pequeña en el horizonte desde la parte de atrás del coche. Y en efecto, el trayecto, realizado a la misma velocidad y por el mismo camino que el de ida, se apreció como más breve en el interior del vehículo. Una brevedad en la que Lina arrimó la cabeza contra el cristal de su ventanilla, Manuel se concentró en la carretera y Sergio decidió dormitar un rato estirado en el asiento trasero. El chico tenía algunas horas de sueño pendientes y, después de haber librado el día anterior gracias a su examen, debía reincorporarse a las diez de la noche a su trabajo. Un puesto de celador en la Residencia Sanitaria de Ourense que, en su horario nocturno, requería diez horas de permanente concentración y una moderada actividad física. Por suerte para el chico, el cambio de semana traería consigo el paso a un mucho más descansado turno de tarde.
Por su parte, Manuel, con la mirada fija en el asfalto, acompasaba la preocupación por la desaparición de Eva con la exigencia de una semana próxima que prometía ser crucial para él, tanto en su carrera política como en la del partido.
En la cabeza de Lina, en cambio, Eva acaparaba todos sus pensamientos. Apoyada contra su puerta, hizo repaso a los acontecimientos que habían sucedido en un día que amenazaba con cambiar toda su existencia de una manera cruel y despiadada. Revivió la visita a su casa de la Guardia Civil y la tensa espera por el regreso de Manuel, la esperanza delante del comandante Sarmiento y el posterior terror ante las palabras que el inspector Montero había desgranado sin freno. El sentido abrazo de Vicky, que transmitía preocupación y solidaridad a partes iguales, y también la mirada de su marido de vuelta a la comisaría, una mirada que se clavaba en su cerebro cada vez que la lanzaba contra ella y a la que no había conseguido acostumbrarse con el paso de los años.
También recordó los silencios, los atroces silencios. El que había vivido en el restaurante, el de la corta espera en el aeropuerto y, por último, el del viaje a Santiago, tan similar al que ahora estaba sucediendo en la vuelta. En aquel momento, se preguntó si alguien más en el mundo sería consciente de la soledad que se siente dentro de ellos. «¿Qué clase de familia se queda en silencio ante algo así?», gritó para sí, sin emitir sonido alguno.
Lina miró a Manuel, se enfadó mirando a Manuel, y pensó que quizá lo que ella había creído como una familia, no era más que su familia. Así, en particular. La familia de un tirano de mil caras, moldeada a su gusto y antojo. Un tirano al cual ella había elegido, o aceptado, que igual daba. Un tirano que no dudaba en pisotear todo cuanto tuviese a su lado para emerger sobre los escombros. Lina tenía claro que si Manuel no le había permitido quedarse en Santiago, había sido tan solo para evitar que alguien en el pueblo pudiera pensar que, por encima de la suerte que hubiera corrido Eva, le importaban unos compromisos políticos que cada día le absorbían más tiempo y dedicación.
Presa de la impotencia y la rabia, en ese instante decidió hacer una última cosa, tan molesta para su marido como importante para ella: llamar a sus padres. Una simple llamada telefónica para explicarles de primera mano la desaparición de su nieta pequeña, antes de que se enterasen por terceras personas. O mejor dicho, llamar a su padre, porque la relación con su madre se rompió el día en que, con solo diecisiete años, había llegado a casa diciendo que estaba embarazada. Su madre nunca lo superó, pese a que Manuel había asumido la situación de inmediato, manifestando su firme intención de casarse con ella. Entre otras cosas, porque era justo lo que deseaba. Desde entonces, todo el contacto de Lina con su familia se redujo a no más de dos o tres llamadas telefónicas al año, y aunque en alguna ocasión habían intentado recuperar la relación, siempre resultó imposible. Manuel trataba a sus suegros como vulgares aldeanos, y Marisa, la madre, era incapaz de soportar a su yerno. Tampoco este le caía bien a Julio, el padre, pero él sí estaría dispuesto a incluirlo en su vida con tal de tener un mayor contacto con su hija.
Julio y Marisa, cercanos a los setenta años, conformaban el típico matrimonio rural gallego: humildes, hogareños, sacrificados en el cuidado de sus hijos y con un sexto sentido para conocer el trasfondo de las personas. Toda su vida había estado dedicada al cuidado de su granja de aves en Vilamarín, a solo quince kilómetros de Oseira. Una distancia pequeña en el espacio, pero que las diferencias entre ellos habían convertido en una montaña insalvable. Desde que nació, Lina, hija única, había sido el centro de todos los sueños de la anciana pareja, y quizá por ello, en cierta medida sentían que Manuel se la había arrebatado a traición y de la peor manera posible.
Dentro del coche, Lina recordó sus años de niña, aquellos en los que su cara nunca estaba triste y la flor más insignificante podía convertirse en el regalo más bonito del mundo. Recordó el olor a tabaco de su padre cuando la llevaba a misa cogida de la mano y el orgullo se le caía de los bolsillos al pasar delante de sus vecinos. Años aquellos en los que la herida más pequeña recibía los cuidados más grandes y que cualquier inocente dificultad activaba montañas de ayuda a su alrededor sin necesidad de pedirla. Lina esbozó una sonrisa hacia el exterior y pensó que, en este mundo, todos tenemos un hueco reservado en nuestro corazón para la familia, que tal vez en algún momento podamos reducir su tamaño, pero que nunca conseguiremos llenarlo con el cariño de otras personas. Y sintió que quizá su rincón llevaba demasiado tiempo vacío.
Al llegar a Oseira, se dirigió a la casa, sin dar explicación alguna, con intención de coger el teléfono, mientras los dos hombres se quedaban en la entrada. Tras unas breves palabras de despedida, se dieron un fuerte abrazo y Sergio se dirigió carretera arriba en busca de su coche. Para él, el día empezaba de nuevo en forma de jornada laboral.
Cuando Manuel entró en casa, Lina ya estaba hablando con su padre. El hombre cerró la puerta, atravesó el salón sin decir nada y fue directo a la cocina. Allí se preparó dos sándwiches con especial calma, mientras oía la conversación de fondo. Al acabar, cogió una pieza de fruta y, con todo en una mano, subió a su habitación apoyándose con la otra en el pasamano.
Lina no le dio importancia a la presencia de su marido y su conversación familiar duró casi una hora. Nada más iniciar la llamada, había descubierto que el hombre no estaba al tanto de lo ocurrido y esto, que para Lina era un alivio, para Julio supuso un shock tremendo. Al otro lado del teléfono, no supo qué decir, ni qué hacer, ni cómo podía consolar a su hija. En ocasiones, cuando se está experimentando el mismo dolor que se desea mitigar, las palabras de ánimo suelen resistirse. La conversación entre los dos terminó de manera precipitada en el momento en que Lina oyó la voz de su madre hablando a la espalda de su padre. Julio le daría la noticia durante la cena.
Sentada al lado del teléfono, Lina se apoyó en la mesa que lo sostenía y se imaginó la escena en su casa paterna, reviviendo la voz de su madre cada vez que entraba por la puerta interesándose por todo y todos. Pero en esta ocasión, su padre le contestaría de manera esquiva, sentado a la pequeña mesa que utilizaban en la cocina a modo de comedor. A continuación, sin respirar, se levantaría e iría al baño fingiendo que nada pasaba. Al salir, con los ojos enrojecidos y la cabeza gacha, colocaría los enseres necesarios para cenar mientras su madre, entretenida en los fogones, terminaba de preparar la comida.
Es posible que pudiera ocultar que algo le carcomía por dentro durante esos primeros minutos. De ser así, se sentaría primero y esperaría a Marisa, que lo haría a continuación. Justo después de servir la comida, ella se levantaría a encender la televisión, reprochándole que no lo hubiera hecho con anterioridad.
A los tres minutos, le preguntaría por primera vez qué le pasaba. «Nada», contestaría su padre, mientras buscaba las palabras adecuadas para contarle que algo sí ocurría. Poco después se repetiría el proceso una segunda vez. Antes de que se cumpliesen diez minutos de cena, llegaría el tercer intento, acompañado de un «tú no estás bien», al que seguiría un «no has mirado la tele» unido a un no menos inquisitivo «no has dicho nada». Aquí su padre se quedaría callado un momento, agitaría la cabeza al siguiente y acabaría por confesar: «Me ha llamado la niña». Entonces, su madre callaría, expectante, hasta que él añadiese un fatídico «han perdido a Eva».
Perdido, dura palabra. En esta vida, se pierde lo propio, se pierde lo que no se cuida, y lo que se ha perdido, muy rara vez se recupera, sin atender a arrepentimientos ni pesares. Lina lanzó un nuevo suspiro, profundo, cavernoso, surgido desde el mismísimo estómago, que la devolvió a la realidad y la impulsó a levantarse. Dejó su bolso sobre la pequeña mesa de delante del sofá, se encaminó a la cocina para coger un par de yogures y regresó al salón con ellos en una mano y el azúcar y una cucharilla en la otra. Delante de la escalera, podía escucharse con claridad a Manuel hablando por teléfono con Miro. «Explicaciones y más explicaciones», se lamentó Lina.
Una vez sentada en el sofá, la mujer se descalzó y colocó sus zapatos al lado de la mesa. En calcetines, fue hasta el teléfono y repasó nueve llamadas perdidas. Tres de cortesía y las otras seis de Sonia, la asistenta. Descolgó al instante y la llamó. Sonia, tan joven y llena de vida como leal y discreta, para Lina era como su tercera hija. La chica había oído la noticia de boca de Álex y estaba preocupada. Tras una breve conversación, se despidió diciendo que al día siguiente pasaría a verla sin falta. Lina aceptó la visita y le sugirió que fuese a tomar un café por la tarde, cuando era probable que supieran algo más.
Tras colgar, regresó al sofá buscando un poco de tranquilidad. Pero al cabo de un pequeño rato, se encendió una luz en su cabeza. Sonia y Álex salían juntos, y pensó que el chico bien podía acompañar a Sonia al día siguiente. Quizá él aportase algo de luz a todas las sombras que habitaban en su cabeza. Y aunque recordó lo que Sergio había dicho, que el lunes tenía examen y no había salido, descolgó otra vez el teléfono y marcó de nuevo el número de Sonia:
—¿Está contigo Álex?
—¿Álex? No, pero quedé con él ahora para tomar algo —contestó la chica con cierta sorpresa.
—Si no te importa, ¿podrías decirle que te acompañe mañana cuando pases por aquí?
—Pues... sí, supongo que sí.
—Me gustaría preguntarle algunas cosas de Santiago —aclaró Lina.
—Sí, se lo diré, y no creo que tenga ningún problema.
Al acabar la llamada, Lina se estiró a lo largo del sofá, colocando la cabeza en uno de los apoyabrazos. Desde esa posición, la conversación de Manuel en el piso de arriba sonaba menos que un imperceptible susurro. Lina miró a los yogures, su estómago no admitía comida en aquel momento. A continuación, a la puerta, imaginando la entrada de Sonia y, sobre todo, la de Álex al día siguiente. Sin duda, aquella había sido la primera buena noticia del día, pensó para sí. La primera de un día que ya había llegado a su fin. Se acomodó en su sitio y cerró los ojos. Era momento de pensar, de poner en orden todo lo que estaba sucediendo. Habían sido muchos sucesos y demasiado deprisa en las últimas horas. La noche se presentaba larga para ella.
Más tarde, subiría a dormir. O mejor, más tarde, se lo pensaría.

SIETE LIBROS PARA EVA: Capítulo 4



El viaje de Oseira a Santiago de Compostela fue rápido, mucho más rápido de lo que suele ser habitual. Pese a los casi noventa kilómetros de distancia y a transcurrir a través de una carretera convencional con tráfico intenso, Manuel lo completó en menos de una hora. De haber sido en otro tiempo, Lina le hubiera reprendido por la excesiva velocidad a la que circulaban, pero hacía años que había aprendido a callarse en esas situaciones. Sergio, por su parte, pensativo y sentado en el asiento trasero, parecía ajeno a todo lo que ocurría a su alrededor.
Nada más llegar a Santiago, Lina se bajó apenas se detuvo el vehículo; Manuel, en cuanto apagó el motor; y Sergio, en último lugar. Los tres se dirigieron a presentarse ante el guardia que custodiaba la entrada del cuartel, como quien inicia una carrera que no sabe cuándo ni dónde acabará, pero intuye que no será corta. El hombre los recibió con seriedad, comprobó sus identidades y, después de hacer una breve consulta por el teléfono interno, mandó permanecer a Sergio en el vestíbulo de entrada, a la vez que conducía a Manuel y a Lina hasta el despacho del comandante Sarmiento.
Este recibió al matrimonio en una sala de decoración austera, aunque bastante amplia, y sentado en un enorme sillón negro, flanqueado a cada lado por las banderas gallega y española, y con una gran foto de Su Majestad el Rey Don Juan Carlos I de cabecera.
En cuanto ellos tomaron asiento, el hombre comenzó a hablar con el tono serio de quien se dispone a pronunciar un discurso. Pero muy al contrario, su explicación fue tan breve como carente de contenido. Al menos, del que los recién llegados esperaban.
—No quiero hacerles perder el tiempo —dijo—, y siento mucho que hayan tenido que venir hasta aquí. 
La expresión de Manuel y Lina adquirió en este momento un aire de sorpresa, o más bien, de cierta esperanza. Pero él continuó:
—Sé que han ido los compañeros de Cea a hablar con ustedes y que les han dicho que se presentasen en el cuartel para hablar conmigo, pero he de informarles que, tras interrogar a las compañeras de su hija y a algunos de sus amigos, por una simple cuestión de competencias, este caso lo hemos traspasado a la Policía Nacional.
La cara de Lina se apagó nada más escuchar la explicación del hombre. La de Manuel, se oscureció.
—¿Qué es lo que ha ocurrido? —preguntó este.
—No se preocupe, la Policía les pondrá al día con las averiguaciones que hayan hecho.
Al oír aquella confirmación, el corazón de Lina se aceleró en su pecho de tal manera que hasta le costaba permanecer sentada.
—A partir de ahora —siguió el comandante—, nosotros nos limitaremos a servir de apoyo en la zona en donde se encontró el coche de su hija. Me he informado de que le han asignado el caso al inspector Montero. Es un investigador experto y ya hemos colaborado en otros casos. Las relaciones son buenas. Acabo de hablar con él y los está esperando en este momento.
Manuel se levantó tras una breve palabra de agradecimiento, escueta y mal pronunciada, y se dirigió a la puerta. Lina continuó muda y salió detrás, a escasa distancia de su marido y sin acertar siquiera a despedirse.
Nada más verlos aparecer por el pasillo, Sergio se unió a ellos.
—¿Qué os han dicho? 
—Tenemos que ir a la Policía —dijo Manuel delante, sin detener el paso.
Sergio y Lina lo siguieron. Desde el otro lado, el guardia de la entrada se acercó hasta ellos con intención de orientarlos.
—La comisaría no está lejos —dijo—, y si han venido en coche, es mejor que no lo muevan. Allí es posible que no tengan dónde aparcar. 
Mientras hablaba, los acompañó con cortesía hasta el exterior. Una vez en la calle, continuó su explicación, acompañándose de las manos.
—Sigan esta calle trescientos metros y luego tuerzan a la izquierda. Al entrar en ella, verán el edificio de la Policía a la derecha.
Lina y Manuel, con Sergio a su lado, continuaron con su carrera de incierto final siguiendo las sencillas indicaciones del guardia. En efecto, apenas unos minutos más tarde, estaban frente a la comisaría. El policía de recepción parecía estar esperándolos y abrió la acristalada puerta tan pronto como la imagen de los tres se hizo visible desde el interior. Como antes había hecho el guardia, comprobó sus identidades con celeridad, invitó a Sergio a pasar a una pequeña sala de espera y acompañó al matrimonio hasta un despacho situado en el centro del largo pasillo que partía desde el vestíbulo. 
Su llamada en la puerta apenas fue un leve roce. Tras ella, abrió de un impulso y, sin soltar el pomo, alargó la cabeza hacia su superior:
—Los padres —anunció.
A la entrada del matrimonio, el dueño de aquel despacho se levantó sobre su sillón y ofreció su mano primero a Lina y después a Manuel, a la vez que los invitaba de manera cortés a tomar asiento en cada una de las dos sillas colocadas frente a su mesa.
En cuanto acabaron de sentarse, el hombre empezó a hablar sin demora, mirándolos con decisión a los ojos:
—Me llamo Ismael Montero, soy inspector de policía y, desde hace un par de horas, estoy al mando de la investigación por la desaparición de su hija Eva.
El inspector Montero era un hombre de unos sesenta años, de carnes escasas y tez morena, que en sus más de treinta años de servicio se había labrado una merecida fama de investigador eficiente y perspicaz. Cada arruga de su fatigado rostro parecía esconder alguna batalla ganada en tiempos anteriores, y lucían en un número tan alto, que costaba trabajo imaginar que en aquella cara hubiese espacio en donde colocar alguna más.
Manuel y Lina asintieron con la cabeza ante su breve presentación. Él continuó, aunque ahora dirigiéndose de manera evidente a Manuel:
—Usted, si no me equivoco, es alcalde del Ayuntamiento de Cea.
—Sí, señor, de San Cristovo de Cea, es el nombre correcto del Ayuntamiento. En realidad, Cea es la villa, no el Ayuntamiento —lo corrigió Manuel, como si aquel fuese un dato transcendente en la investigación.
El policía no le prestó excesiva atención y siguió hablando, ya para los dos:
—Sé que están impacientes por saber qué le ha pasado a su hija y cómo están las cosas en este momento, por eso voy a ser muy claro con ustedes —dijo al tiempo que posaba las palmas de sus manos sobre la mesa—. He de decirles que si cuando apareció el coche abandonado, a la Guardia Civil ya les pareció que podía ser feo el asunto, con el paso de las horas, y siento tener que comunicárselo, nada nos está haciendo cambiar esa impresión.
—¿Pero qué se sabe? —preguntó Manuel con decisión, cortando la oratoria del hombre.
—Ahora mismo, esta es la situación —le respondió el inspector retomándola—. Como me imagino que ya estarán informados, hoy sobre las ocho de la mañana se recibió una llamada de un vecino de Vedra informando de que había encontrado un coche abandonado cerca del pueblo en circunstancias extrañas. Cuando llegó la Guardia Civil, pudo comprobar que, efectivamente, el coche estaba con las puertas abiertas, ligeramente volcado sobre la cuneta y, en el maletero, se encontraba una bolsa de viaje que resultó ser de su hija. Al principio, pensaron que pudiera ser un coche robado y que lo hubiesen dejado allí tirado. Pero entre algún detalle que les hizo desconfiar a ellos y la información que ustedes le facilitaron a los guardias de Cea, llegaron a la conclusión de que podía haber algo más.
—¿A qué se refiere cuando dice que hay algo más? —interrumpió Manuel de nuevo con gran seriedad.
El inspector tomó aire con fuerza, como intentando prepararse para lo que iba a decir.
—Verá, esto siempre resulta difícil —dijo—. El caso es que, con la intención de dar con el paradero de su hija, han ido a interrogar a sus compañeras de piso y su declaración los ha llevado hasta un piso de chicos, también en Santiago. 
El hombre acercó hacia sí un folio con datos garabateados y se colocó unas gafas a fin de poder leer lo que en él había escrito. El pequeño tamaño de estas facilitaba que, de vez en cuando, alzase la vista por encima de ellas para comprobar que el matrimonio seguía sus explicaciones.
—Por lo que hemos podido indagar hasta ahora —comenzó a leer—, Ana y Rebeca, las compañeras de su hija, salieron ayer por la noche con tres de los integrantes de este piso, Raúl, Gerardo y Sony. Eva no salió y se quedó a dormir en esa casa con un cuarto integrante, Mario. No sé si lo conocen.
Manuel miró hacia Lina con aire interrogatorio.
—No —contestó esta con timidez. 
El inspector, tras la breve pausa, continuó:
—Al llegar al piso de estos chicos, en la calle Santiago de Chile, han descubierto ropa de su hija en la habitación de Mario, previsiblemente la que ella vestía el día anterior, así como restos de sangre tanto en la cama como en el suelo, y en alguna ropa del chico que se encontró escondida en el armario. Estos restos de sangre también se hallaron en el asiento trasero del coche su hija. 
El hombre se expresaba sin estridencias, con un tono de voz suave e intentando aplicar el mayor tacto posible a las palabras que estaba pronunciando. A pesar de ello, la entereza del matrimonio a la hora de encajarlas empezaba a tambalearse. En cualquier caso, el inspector continuó:
—Además, debajo del asiento del conductor, encontramos el teléfono móvil de Mario, por lo que la conexión es evidente. Barajamos la posibilidad de que se le pudiese caer en algún momento. Es un Nokia 3110 como el de Eva, que por cierto, no ha aparecido. Después de estas primeras actuaciones, la Guardia Civil se puso en contacto con nosotros para que nos ocupáramos del caso y, al instante, nos personamos en el lugar. Como primera medida, hemos creído conveniente traer hasta aquí tanto a las compañeras de Eva como a todos los chicos del piso de Mario para tomarles de nuevo declaración. En ello estamos y calculo que todavía tardaremos algún tiempo en acabar. Es probable que todo el día, o quizá más.
—Pero, espere —lo cortó Lina, que quizá pretendía agarrarse a alguna posibilidad que indicara que el hombre estaba equivocado—. Ana me dijo por teléfono que Eva se había quedado en casa. Incluso yo oí cómo iba hasta la habitación de mi hija para mirar si estaba en ella.
El hombre hizo un gesto de complacencia.
—Bueno, quizá no quisiera confesarle la verdad. Entienda que hay cosas que a los jóvenes les cuesta contar a los padres. Es posible que le dijera eso e hiciera un paripé delante de usted, para que se quedase convencida. Pero le aseguro que sabía la verdad y a nosotros nos la ha dicho sin mucho esfuerzo.
Lina bajó la cabeza, empujada por un extraño sentimiento a medio camino entre la vergüenza y la impotencia, y ante la mirada reprobatoria de Manuel, que parecía querer decirle que aquella pregunta era una pérdida de tiempo. El hombre prosiguió su explicación delante de ellos:
—En el piso de los chicos viven seis personas en total. Los dos que no he nombrado antes trabajan como guardias de seguridad, y esta mañana ya se habían marchado del piso cuando nosotros llegamos. Los hemos localizado y estamos a la espera de que vengan para tomarles declaración. Nos han dicho que se presentarían aquí sin falta a lo largo del día de hoy. De todos modos, no tenemos muchas esperanzas en que puedan aportar algún dato sobre lo que ocurrió. Por lo que hemos podido saber, ayer por la noche estuvieron trabajando y sus compañeros piensan que ni siquiera pasaron por el piso al rematar su jornada laboral.
El matrimonio guardaba silencio delante de él. Manuel no daba crédito a lo que estaba oyendo y Lina no se sentía con fuerzas para decir una palabra. Su mirada se había ido perdiendo en la nada desde el mismo momento en que empezó a escuchar los detalles del caso.   
Enfrente de ellos, el inspector ojeó una última vez sus notas y vio en ellas un punto pendiente. Después del hallazgo del coche y de conocer las primeras investigaciones, nadie en la comisaría albergaba excesivas esperanzas de encontrar a Eva sana y salva. Incluso, la Guardia Civil había montado un dispositivo especial de búsqueda por los montes cercanos que, desde hacía más de una hora, se afanaba en encontrar el cuerpo de Eva, bien sin vida o malherido. Sin embargo, el hombre miró al matrimonio, otra vez al papel, de nuevo al matrimonio y decidió no ampliar los detalles del caso. Pensó que ya habría tiempo para dramatismos sin retorno en el supuesto de que se confirmaran las peores sospechas.
En consecuencia, apartó el folio, colocó sobre él sus gafas y decidió suavizar el significado de las palabras que hasta entonces había pronunciado.
—De todos modos, lo que les acabo de decir tómenselo como absolutamente provisional. Es posible que todo se quede en una falsa alarma, ya sabe que los chicos hacen muchas tonterías. Y en noches como la de ayer, mucho más. Cabe la posibilidad de que su hija aparezca en cualquier momento, yo que sé, que se separaran, que discutieran o que uno de ellos se marchara sin decir nada. Cualquier hipótesis está abierta en estos momentos.
El matrimonio, cada uno a su manera, no parecía muy convencido de esas posibilidades. El hombre prosiguió en su intento:
—Tampoco se encontró una gran cantidad de sangre en ninguno de los dos sitios. En el fondo, puede ser por un corte, o por cualquier otra circunstancia, todavía no lo sabemos. Y tengan en cuenta que el coche estaba abierto, también cabe la opción de que una tercera persona se haya metido en él por la noche. Todos esos detalles no los hemos podido investigar de momento.
—¿Y el tal Mario ese qué dice? —preguntó Manuel con cierto desprecio.
—Solo reconoce que pasaron la noche juntos. Dice que se fueron a dormir y que ya no recuerda más. Ni si salieron con el coche, ni de quién es la sangre, nada. No lo recuerda o no quiere decirlo. Eso ya lo veremos en las próximas horas —acabó convencido, con un tono casi desafiante.
—¿Nos tendrán informados de lo que averigüen? 
—Sí, no lo duden. Deben dejarnos una manera de contacto y, ante cualquier novedad que se produzca, les avisaremos de inmediato. Y una última cosa, es importante que alguno de ustedes esté en su casa, por si Eva aparece por allí. Sobre todo en las próximas horas, deben estar atentos a esto. Por mis años de experiencia, les aseguro que es una posibilidad muy real.
—Tenemos que recoger a la hermana de Eva ahora —explicó Manuel—. Vive en Bilbao y ha tomado un avión. En cuanto llegue, me encargaré de que haya siempre una persona en casa y otra aquí. 
—Me parece perfecto —manifestó el inspector. 
Tras esto, se puso en pie, dispuesto a dar por finalizada la conversación.
—Siento mucho que tengan que pasar por esto —dijo como colofón—, y estén seguros de que les mantendré informados de todas las novedades.
El matrimonio también se levantó, en su caso con evidente esfuerzo, como si aquel hombre les hubiese enfundado una pesada mochila a sus espaldas.
—¿Y si aparece en algún momento? —preguntó Manuel cuando ya salían del despacho.
—Desde luego, esa sería la mejor de las opciones —dijo el inspector con una tímida sonrisa—. Y le repito que no es en absoluto descabellado pensarlo. Es posible que nos hayamos precipitado valorando el caso. Ya le digo que, llegado el momento, celebraríamos que así fuese.
La puerta del despacho se cerró con aquellas palabras de esperanza y el matrimonio se encontró en el pasillo solo y camino de la cercana salida del edificio. Manuel, incapaz de contenerse, agitó su cabeza de un lado a otro y se lamentó en voz alta, presa de un enfado evidente:
—Madre mía, la de veces que te he dicho que algún día iba a pasar algo así. No sé por qué no controlas más con quién va tu hija.
Lina, a su lado y con la cabeza baja, evitó responderle.
Sergio, sentado en sala de espera, se acercó con rapidez hacia ellos al oír la voz de Manuel.
—¿Qué os han dicho? ¿Saben algo? —preguntó.
—Sí, que pasó la noche con un tío. Ahora lo están interrogando —contestó Manuel sin querer dar muchas explicaciones. 
Muy al contrario, era él quien esperaba respuestas del muchacho.
—Y tú, ¿sabes quién es un tal Mario? —le preguntó de manera incisiva.
Al instante, Sergio se detuvo y bajó la cabeza. Manuel se paró a su lado; Lina, detrás de este.
—Es amigo de Álex —dijo—. Mario y los demás compañeros de piso. También de Eva, y de Ana y Rebeca. Pero yo solo he estado en su piso un par de veces. La primera, en Semana Santa. Álex decidió celebrar su cumpleaños haciendo una fiesta con ellos, porque no le dejaban en la residencia, y me invitó. Y después de eso, fui un día a una cena que organizaron hace poco, pero no he vuelto. ¿Por qué me preguntas por él?
Álex, en efecto, era primo de Sergio. Vivía en el «Monte da Condesa», residencia universitaria de reciente creación. Alquilar un piso suponía mayores gastos y el dinero no sobraba en sus bolsillos, menos aún en el de sus padres. No era un chico desconocido para Manuel y Lina, dado que mantenía una relación desde hacía casi seis meses con Sonia, la asistenta.
—Porque según la policía, Eva pasó la noche con él y creen que le haya podido hacer algo —sentenció Manuel sin miramientos.
En ese momento, la cara de Sergio palideció.
—¿Tú sabías que estaban saliendo juntos? —insistió él en el mismo tono.
La cara del chico palideció mucho más.
—No.
—¿Y Álex?
Sergio se tomó un tiempo y volvió a bajar la cabeza, pero esta vez dejando ver una dosis extra de desánimo.
—A mí nunca me dijo nada —susurró de manera lastimosa.
—¿No estuviste ayer en Santiago? —preguntó Manuel.
Sergio alzó la cabeza hacia él.
—Sí, fui a un examen. Pero no vi a nadie.
El hombre lo miraba con fijación.
—Estuve en el examen y luego salí un rato solo —explicó a continuación—. Siempre salgo yo solo cuando no quedo con Álex, porque es al único que conozco. Tiene examen el lunes y no quiso salir. Así que tomé un par de copas y después me volví a Cea. Pero no vi a nadie conocido.
A cada frase, el chico alzaba los hombros, como si esa acción le otorgara una credibilidad que con sus palabras quizá no estuviese seguro de tener. Después de pronunciar la última, repitió la operación una vez más, de un modo más acentuado, y ese fue el final del improvisado interrogatorio.
Manuel se dio la vuelta en busca de la puerta. Lina lo siguió y el chico a esta, en tercer lugar y a cierta distancia.
Fuera del edificio y mientras se dirigían calle arriba hacia el coche, el ambiente entre ellos se asemejaba al de un velatorio. Nadie pronunció una palabra hasta llevar un buen puñado de metros recorridos. El espeso silencio, tenso y cortante, lo rompió Lina tratando de acercar la situación a una normalidad en la que ella creía menos que nadie.
—Vicky dijo que llega a las cinco.
—Entonces habrá que comer algo —sentenció Manuel.
Después se volvió hacia Sergio y le preguntó con un gesto si estaba de acuerdo. Un paso más atrás, el chico ladeó la cabeza en señal de indiferencia. Al cabo de unos segundos, la comitiva tomó una calle lateral, dando por certificado el acuerdo.
No tardaron en alcanzar la emblemática Rúa da Raíña, lugar frecuentado por turistas ávidos de degustar la excelente gastronomía gallega. No hubo discrepancias a la hora de elegir el restaurante. Manuel posó el pie en el primero que apareció ante sus ojos y Lina y Sergio se limitaron a seguirlo.
Sentados en una mesa al lado del ventanal, la elección del menú fue rápida, rutinaria, como si de un almuerzo de trabajo se tratara, aunque carente de puntos en la agenda que discutir. Sergio estaba esquivo, sin ganas de dar más explicaciones; Manuel, pensativo y nervioso; y para Lina, por su parte, tan solo existía Eva. Con la carta del restaurante en las manos, el hambre pareció abandonarlos. A pesar de ello, los tres pidieron un segundo plato y un café. Pero ese día, en aquella mesa no hubo primeros platos, ni postres, ni mucho menos sobremesa.
Al acabar, recogieron el coche aparcado junto al cuartel y tomaron rumbo al aeropuerto para continuar la espera. Una espera silenciosa y que acabó a las cinco de la tarde al tomar tierra el avión de Iberia procedente de Bilbao.
A los pocos minutos, la figura de Vicky apareció por la puerta de llegadas portando una pequeña maleta de mano. Con tacones altos, vestida de manera elegante y con su larga melena morena, su estilizada figura no pasaba desaperciba entre los demás pasajeros. La chica llevaba la palabra dinero escrita en toda su imagen, pero dinero aprovechado hasta la última moneda, sin despilfarros. Un envoltorio de seda para un interior mucho más pragmático. Nada más verlos, Vicky se dio cuenta de que no había buenas noticias. En aquel momento, su cara cambió y se acompasó a la de sus padres. Durante el viaje había albergado la esperanza de que todo hubiera sido un malentendido y Eva estuviera sana y salva esperándola en el aeropuerto con ellos. Es más, aunque sería incapaz de reconocerlo en público, incluso se había imaginado cómo sería estar todos juntos celebrándolo y riéndose de la situación. Durante el corto vuelo y con los ojos cerrados, hubiera ofrecido con agrado algunos años de su vida para que así sucediera. Pero fue tocar tierra y descubrir que el diablo no se había prestado al trato.
Al llegar hasta donde ellos estaban, el abrazo con su madre fue largo y emotivo, de una intensidad reveladora. Vicky fue la que primero se separó y, con más brevedad, repartió un nuevo abrazo a su padre y un beso para Sergio.
Luego volvió a centrarse en su madre, agarrándose a su brazo.
—¿Se sabe algo nuevo? —le preguntó casi al oído.
—Poco más y nada bueno —contestó Lina sin poder esconder su emoción.
—¿Pero ya habéis hablado con la Guardia Civil de aquí? ¿Tienen esperanzas de encontrarla?
Esta vez, Lina ya no contestó y se limitó a apretar más fuerte el brazo de su hija. Necesitaba algo de tiempo, el que les llevó alcanzar el coche, para poner en orden todo lo que el inspector les había dicho; y quizá también una buena dosis de fuerza, la que le inyectaba la cercanía de su hija, para que las lágrimas no le impidiesen hablar. Con todo, narrar la situación dentro del vehículo no resultó una empresa fácil y lo hizo volteada hacia atrás, en donde viajaban Vicky y Sergio. Es posible que necesitara la complicidad extra que solo pueden adquirir las personas cuando se miran a los ojos al hablarse. Una confidencialidad entre madre e hija que se rompió de manera abrupta cuando Manuel intervino por sorpresa desde su posición:
—La cuestión es que tu hermana se acostó ayer con un tío y a saber cómo acabó la cosa. Por eso estamos así ahora.
Tras la sentencia del hombre, las dos se quedaron en silencio y fue este quien volvió a tomar la palabra:
—Vicky, he pensado que va a ser mejor que tú te quedes aquí en Santiago —dijo mientras giraba hacia el aparcamiento—. Así puedes estar en permanente contacto con la policía y, al mismo tiempo, nosotros no tendremos que desplazarnos tan a menudo para conocer cómo va la investigación.
La chica balbuceó desde su posición, todavía con el relato de lo sucedido dominando su cabeza:
—Bueno, a mí no me importa. Eso como a vosotros os vaya mejor.
Lina se recolocó en su asiento.
—Yo quería quedarme aquí —dijo hacia Manuel.
—¿Para qué?
—Necesito saber qué pasa —insistió.
—Ya te lo irá diciendo Vicky por teléfono.
La mujer miró a su regazo como una niña a la que sus padres le niegan un caramelo.
—No sé si soportaré estar en Cea sin saber lo que sucede en cada momento —se quejó pasado un instante.
Manuel, que había contestado a las dos primeras frases con sequedad, tras la última, con el coche parado y sin apagar todavía el motor, buscó los ojos de Lina para que su respuesta fuese una mirada fija, directa, y que amenazase con no tener medida ni final. No emitió palabra alguna, quizá porque sabía que en esos momentos la expresión de sus ojos era mucho más contundente de lo que podría llegar a ser cualquier sonido.
La mujer volvió a buscar refugio en su regazo, tratando de encontrar la manera de realizar un nuevo intento. Manuel se inclinó a la derecha para apostillar su decisión en voz baja:
—¿Qué quieres, ser un estorbo para Vicky? Estás mejor en Cea, que allí no molestas a nadie.
Después, dio la vuelta a la llave y apagó el motor, como si el último chasquido del engranaje ejerciera de punto final perfecto a aquella discusión. 
Aún con un semblante serio, pero ya más relajado, preguntó hacia atrás:
—Vicky, a ti no te importa quedarte aquí, ¿verdad?
Ajena a lo sucedido y con Sergio como convidado de piedra a su lado, la chica negó con la cabeza. Al segundo, también lo ratificó con palabras:
—No. Por mí no hay problema.
—Necesitarás una habitación —apuntó él.
—Sí, pero podemos entrar, me presentáis y después ya me encargo yo de buscar una por aquí cerca. A mí seguro que me va a sobrar el tiempo.
—¿Seguro que no quieres que te ayudemos?
—No, ya me apaño yo.
Lina, a estas alturas, había desistido en el empeño de acompañar a Vicky. Pensó que no era el momento de entablar una discusión y, sin pelear a gritos su pretensión, no conseguiría quedarse en Santiago. Y haciéndolo, era probable que tampoco. Aunque necesitaba conocer de primera mano y cuanto antes cada avance en la investigación, pensó que tal vez su presencia sí limitaría los movimientos de Vicky. Ella, mejor que nadie, sabía de la capacidad de trabajo de su hija y de su gran fortaleza y determinación. Siempre había echado de menos una mayor cercanía en su carácter, cierto, pero a la vez, admiraba la rectitud con la que se manejaba en situaciones difíciles. Sin duda, era la persona ideal para evitar que la investigación decayera si la situación se dilataba en el tiempo. Por eso, con el paso de los minutos, incluso acabó por encontrarle un lado positivo a la decisión de Manuel.
Dentro de la comisaría, la visita apenas duró unos minutos. El inspector Montero los recibió de nuevo, esta vez en el pasillo, y les informó de las escasas novedades con las que contaban. Por un lado, el interrogatorio a los chicos se alargaría hasta la mañana siguiente y, por otro, los dos guardias de seguridad con los que convivía Mario ya se habían presentado a declarar, tal y como habían prometido. Del resto, nada más.
Sin duda, lo mejor de esta nueva visita fue la promesa del hombre de que, al día siguiente, les darían nuevos datos de manera oficial. Unos datos que ya se encargaría de recibir Vicky. «Ella será la que esté en permanente contacto con ustedes a partir de ahora», había dicho al inicio de la conversación Manuel. Una decisión a la cual el inspector no puso objeciones.
Una vez rematadas las gestiones, los cuatro visitantes se encaminaron por el pasillo hacia la salida. Frente a la puerta, el emotivo abrazo de despedida entre ellos se cortó en el momento en que divisaron la presencia de un periodista en el exterior. Para su sorpresa, el hombre discutía por el interfono con el policía que custodiaba la entrada, intentando conseguir información. Y aunque este no parecía dispuesto a facilitársela, daba la sensación de que la pugna podía demorarse durante un buen rato.
Tras un breve momento de desconcierto entre ellos, Vicky abrió la puerta acristalada y avanzó unos pasos hacia afuera para coger al hombre del brazo y retirarlo hacia un costado, dejando la salida fuera del alcance de su visión. Una conversación agradable, una sonrisa embaucadora y algunos datos de interés para él, pronunciados a escasos centímetros de su cara, facilitaron la maniobra y consiguieron captar por completo la atención del incómodo visitante.
A su espalda, Manuel salió primero; Lina, a continuación; y Sergio, al final.
Los tres avanzaron hasta el coche por separado y sin mirar atrás. Lo último que hubiesen querido era que aquel periodista pudiera identificarlos y verse obligados a enfrentarse a unas preguntas para las que, con toda probabilidad, todavía no estuvieran preparados. No importaba, Vicky las respondería por ellos. Estas y las que surgieran en días posteriores, porque en ese momento y sin que nadie lo hubiese planeado, la chica acababa de convertirse en la portavoz oficial de la familia.

SIETE LIBROS PARA EVA: Capítulo 3



A media mañana, el sol calentaba con insistencia en Oseira y todo transcurría con total normalidad en el pequeño pueblo. Daba la sensación de que aquel año el verano se había adelantado en una zona de montaña donde lo habitual era que solo hiciese calor de verdad durante los meses de julio y agosto. Por ello, los habitantes más madrugadores aprovechaban la jornada para trabajar en sus fincas desde muy temprano, cuando la temperatura aún era baja, mientras que los demás, los que dedicaban el fin de semana solo a descansar, comenzaban a salir a la calle a esta hora. Algo más tarde, y de manera escalonada, irían llegando los visitantes que se acercaban al pueblo con el único propósito de conocer su monasterio. La presencia de turistas nunca había alterado la tranquila armonía de Oseira, y un coche patrulla, aparcado delante de la casa del alcalde, tampoco suponía un motivo de alarma en ese momento. Sobre todo, si no estaba acompañado de unas noticias que todavía nadie había difundido.
Tan solo unos metros carretera arriba, en el centro del pueblo y con la casa fuera de su radio de visión, Manuel y Sergio saboreaban la última ronda en la puerta del bar «Escudo». Lo que en un principio pretendía ser un breve café mientras Lina se arreglaba, acabó por convertirse en dos vermuts en Cea y otros tantos en Oseira, estos por iniciativa de un vecino de hábitos poco sobrios y amistad fácil con el que los dos hombres habían conectado con inusual facilidad ese sábado. Unos hábitos, los del hombre, que hacían que su compañía fuese intermitente, y que por cada tres tragos que daba a su vaso, solo uno lo tomase en compañía de ellos.
—Hoy vas a comer en una gran fiesta —resonó en la empedrada calle, proveniente de la entrada del bar.
Manuel, en la puerta, avanzó un paso hacia el improvisado pregonero, colocó una sonrisa forzada en su cara y lo abrazó por los hombros.
—No hace falta que se entere todo el pueblo —le susurró al oído en tono conciliador.
Sorprendido por la indicación, el hombre detuvo su abrupta oratoria y miró a Manuel. Tras un instante de duda, se zafó del abrazo con cierta dificultad y golpeó con fuerza la espalda del alcalde como signo de complicidad, o como simple vía de escape a una situación que le resultaba incómoda. Sin descuidar el vaso que tenía en la mano, dio media vuelta y entró de nuevo en el local en busca de una compañía más receptiva, mientras Manuel volvió al lugar donde se encontraba Sergio.
La verdad era que, a pesar de lo que pudiera parecer, Manuel siempre se encontraba a gusto entre sus vecinos y, desde que había sido elegido alcalde, mucho más. Él era un hombre excesivo en todos los sentidos. En el aspecto físico, por su altura y gran corpulencia, cercana a los ciento cincuenta kilos de peso; y en el mental, porque nadie que lo conociese podía tener alguna duda de que era capaz de hacer cualquier cosa con tal de conseguir lo que se proponía. Aunque nunca había sido una persona de gran cultura, con su determinación había logrado levantar una de las mayores empresas constructoras de la provincia de Ourense. Una empresa que había labrado su crecimiento no solo con la construcción de viviendas nuevas, sino también adquiriendo locales a precio de saldo que, tras rehabilitar, vendía a uno mucho mayor. Nadie sabía con exactitud de cuántos inmuebles era propietario Manuel en Cea y Ourense, pero cualquier vecino de la localidad podría enumerar una amplia lista si se lo propusiese. 
Sergio, por su parte, quizá buscaba en el alcohol la porción de seguridad que se había dejado la tarde anterior en Santiago. Lo que en un principio prometía ser una jornada especial, acabó por convertirse en una tarde noche mediocre. O incluso peor. Dos objetivos llevaba en la maleta cuando llegó a la ciudad: uno, aprobar una de las dos asignaturas que le faltaban para acabar la carrera de Psicología y otro, forzar un encuentro casual con Eva antes de tomar el camino de regreso a casa. En cuanto al primero, a esas horas su licenciatura seguía a la espera de los mismos dos aprobados que el día anterior y, respecto al segundo, el intento acabó por convertirse en una empresa imposible. Si por la tarde, en la Facultad, no había conseguido verla, por la noche tampoco corrió mejor suerte. En busca de una remota posibilidad, a las tres de la mañana había bebido diez copas, visitado unos treinta locales y paseado por otras tantas calles. También había montado guardia en más del doble de esquinas a la espera de que, siendo un día grande de la noche compostelana, las compañeras de piso hubiesen convencido a Eva para salir, pese a que casi nunca lo hacía. Fue a esa hora cuando vio a Ana y Rebeca en compañía de algunos amigos y supo que su búsqueda y sus esperanzas habían acabado. Si Eva no formaba parte de aquel grupo, por fuerza tenía que haberse quedado en casa. 
De lo que sucedió después, prefería no acordarse. No se sentía orgulloso, casi ningún hombre se sentiría orgulloso de ello, y él no dejaba de pertenecer a ese sexo. Cada vez que la idea asomaba a su cabeza, el chico se esforzaba por encerrarla a la fuerza en ese secreto rincón que todos tenemos reservado en nuestra cabeza para los recuerdos incómodos. Un escondite mental que, en su caso, comenzaba a ocupar demasiado espacio.
Hacía cinco años que Eva había roto la relación que habían mantenido hasta entonces y Sergio se negaba a aceptar aquella realidad. Le costaba asumir que una cosa había sido conquistarla cuando todavía era una adolescente y cualquier chico le resultaba interesante, y otra muy diferente conservar la pasión cuando los ojos de su amada se abrieron por completo a la realidad. Una realidad, además, que en ningún caso lo dejaba en buen lugar bajo el criterio de Eva. Pese a todo, Sergio todavía buscaba un punto, un momento, quizá una confluencia perfecta de circunstancias que volviera a unirlos. Y, a poder ser, de una manera definitiva. Pero el fuego de una relación nunca se apaga al mismo ritmo cuando dos personas ya caminan solas, y la idea de Sergio resultaba tan factible en Cea y en sus pensamientos, como imposible en Santiago y en los de Eva. 
Los dos hombres acabaron esa última ronda con tranquilidad y decidieron recorrer a pie los trescientos metros escasos que les separaban de la finca. A la boda irían en el de Manuel, más grande y cómodo, y dejaron el de Sergio aparcado frente al bar. Durante el trayecto de vuelta, nada les resultó extraño. Manuel estaba radiante porque aquella boda le permitiría ejercer el papel de alcalde recién elegido, uno de los siete con los que contaba su partido en la provincia. Sergio, por su parte, estaba incluso más callado de lo que en él era habitual y se limitaba a seguir la intranscendente conversación que dirigía su frustrado suegro. Sin embargo, cuando faltaban pocos metros para llegar a la finca y Manuel buscaba en el bolsillo la llave para abrir el portalón de entrada, Sergio se quedó atrás de manera intencionada. Recorrió con uno de sus dedos el arcaico muro del monasterio, miró un momento de reojo a su acompañante y preguntó por sorpresa, tratando de no imprimir una importancia especial a sus palabras: 
—¿Qué quería Miro el viernes? 
—¿En el Ayuntamiento? —contestó Manuel con aire rutinario—. Quería confirmar que íbamos a la boda. También me preguntó por ti.
—Os escuché hablar algo sobre una reunión y me dio la sensación de que estabais preocupados. Por eso te lo pregunto.
Sergio esperó la respuesta con disimulada expectación, pero desde su posición, solo apreció una pequeña mueca en la cara de Manuel mientras giraba la llave en la cerradura y empujaba el portalón.
—Siempre hay reuniones —murmuró tras entrar—. Eso no es cosa tuya. 
Cuando los dos hombres llegaron a la casa había pasado casi una hora desde la visita de los guardias. Lina se había cambiado el vestido de gala y esperaba en el salón, sentada junto a la puerta, al lado del teléfono y mirando su reloj sin parar. Antes de que ellos pudieran tomar conciencia de la situación, los recibió con un escueto sollozo:
—Eva ha desaparecido… —solo acertó a decir.
La frase, que pretendía ser una explicación detallada, acabó convirtiéndose en un corto anuncio. Eso sí, en un anuncio muy elocuente. 
Los dos hombres se quedaron paralizados en la puerta al oírlo. Sergio, en silencio, mientras Manuel, tras un breve instante de incredulidad, frunció el ceño como si el significado de aquellas palabras hubiese ejercido de espoleta a un incipiente cabreo.
—¿Cómo desaparecido? —dijo casi a gritos, mientras avanzaba hacia dentro—. ¿No le has dicho que tenía que estar aquí a las doce? 
Lina se pasó una mano por los ojos ante aquel arrebato y continuó su explicación inicial:
—No, no ha llegado. Acaba de venir la Guardia Civil, han encontrado su coche abandonado cerca de Santiago y nadie sabe nada de ella desde ayer por la tarde. Tiene el móvil apagado y no han querido decirme por qué, pero creo que se temen que le haya podido pasar algo grave. Tenemos que ir a Santiago a hablar con la Guardia Civil, porque lo están investigando.
—Pero, que le haya podido pasar ¿qué? ¿Has llamado a Ana y a Rebeca?
—Sí —contestó, elevando el tono de voz hasta el que había usado su marido, con intención de reafirmarse—. No está en casa y desde ayer por la tarde no la han vuelto a ver —dijo de un tirón.
Después, cogió aire y añadió casi con desesperación:
—¡Tenemos que irnos!
Manuel se quedó parado un segundo, como aturdido por el inusual tono de voz de Lina.
—¡Joder, esta chica siempre metiéndose en líos! —sentenció después.
Y añadió:
—¿Estás segura de que te dijeron que teníamos que ir allí?
—Sí, y cuanto antes.
En el centro del salón, Manuel oscureció su semblante de manera definitiva y se dirigió hacia la posición de Lina para descolgar el teléfono que tenía al lado. Esta se apartó ante su avance. El hombre marcó un número con decisión y esperó apenas un tono. Cuando desde el otro lado alguien saludó anunciando que había entablado comunicación con el cuartel de la Guardia Civil, Manuel dijo con voz seca y firme, como si estuviera iniciando un discurso:
—Soy Manuel Rodríguez, el alcalde. Creo que han estado en mi casa hace un momento.
La respuesta del guardia fue una corta y precisa explicación que se resumía en la necesidad de personarse en el cuartel de Santiago sin falta y a la mayor brevedad. Tan concisa que cualquier posible réplica estaría predestinada al fracaso. Así lo entendió Manuel, que tras colgar el teléfono con un forzado «de acuerdo», tomó camino de las escaleras. 
—Voy un momento arriba a avisar a Miro —dijo pensativo—. Después vamos para allá —añadió antes de salir del salón.
—Yo voy a llamar a Vicky, que aún no he hablado con ella.
—Sí, dile que venga.
Vicky era la hija mayor del matrimonio. Muy educada y comedida, desde pequeña siempre había sido la preferida de Manuel. A sus veintiséis años y recién casada con Roberto, residía en Bilbao desde entonces. La chica no tardó en contestar la llamada de su madre y, nada más escuchar la noticia, fue ella misma la que resolvió que debía trasladarse de inmediato hasta Oseira. Sin abandonar el teléfono, ojeó un periódico y, tras unos segundos, anunció que a las cinco de aquella misma tarde llegaría al aeropuerto de Santiago de Compostela para quedarse el tiempo que fuese necesario. Allí la recogerían sus padres.
Aún no había acabado la conversación Lina cuando Manuel salió de su dormitorio pensativo, con su teléfono móvil en la mano y concentrado en la breve charla que acababa de mantener. Miro era un hombre de gran diplomacia en las distancias cortas y su respuesta había sido tan breve como cordial. No había preguntado grandes detalles, ni pedido muchas explicaciones, tan solo se limitó a responder que no se preocupase y que esperaba que la localizaran pronto. También había añadido que trataría de excusar su ausencia ante los demás invitados con toda la discreción que estuviese a su alcance. Esto último fue lo que en realidad desconcertó a Manuel. Por más vueltas que le daba en su cabeza, no lograba interpretar el tono con el que el presidente de su partido había pronunciado aquellas palabras finales.
Sin dejar de pensar en ello, bajó al salón y esperó al lado de la puerta a que Lina acabase de despedirse. Una espera que, en algún momento, trató de hacer más breve apremiándola a poner un punto final precipitado a la conversación. Cuando esta colgó el teléfono, los dos salieron sin demora. Afuera esperaba Sergio, sentado en el porche de la casa. El chico se levantó en cuanto los vio aparecer. Ni Manuel ni Lina habían reparado en su ausencia dentro de la casa, ni en qué momento había abandonado el salón, como tampoco oyeron que había dicho que quería acompañarlos a Santiago. Daba igual, los dos lo conocían y, en el fondo, no les extrañó su comportamiento, ni tampoco su interés. 

SIETE LIBROS PARA EVA: Capítulo 2


Sábado, 27 de junio de 1999 
Catorce días antes


Nada hay más minucioso en este mundo que una mujer madura acicalándose a solas para una cita especial. Y aquel día, Lina se encontraba sola, estaba dentro del baño de su habitación y en unas horas ejercería como invitada en un importante compromiso social. Tras dedicar largo tiempo a contemplar el traje comprado para la ocasión, al terminar de ponérselo no pudo evitar mirarse en el espejo durante un buen rato, casi como una adolescente. Primero, de frente; luego, de perfil; y, por último, se dio la vuelta sin llegar a apartar los ojos de su imagen. Incluso repasó con la palma de la mano derecha la curvatura de su trasero. Por primera vez en mucho tiempo se sentía atractiva y decidió que esa era una sensación que debía saborearse sin prisa. Era evidente que su cuerpo ya no causaba la misma envidia que en sus años de juventud, y que había ido ganando algunos kilos con el paso del tiempo, pero bien mirado, esto último motivaba que sus curvas fuesen mucho más evidentes y, sabiendo escoger el sujetador y el vestido adecuados, muy sugerentes a los ojos de cualquier hombre. Contemplándolas, se hizo un guiño hacia el espejo y pensó, satisfecha, que tres tardes recorriendo las tiendas más caras del centro de Ourense habían dado justo el fruto que deseaba.
Una vez acabado el examen corporal, se recogió el pelo y, abriendo el pequeño maletín situado encima de su tocador, tomó uno de los pinceles y un viejo bote de maquillaje para realzar un rostro en el que ya habían comenzado a aparecer las primeras arrugas. No es que resultaran muy evidentes, ni que empañasen la luz que siempre había desprendido su cara, pero ese día más que nunca deseaba disimular la inevitable huella que había dejado el discurrir de sus cuarenta y cuatro años de vida. Sobre todo, porque la mayor parte de ellos habían estado repletos de sinsabores, de falta de cariño y comprensión, incluso de sexo rutinario y poco deseado. Y aunque en los últimos meses se sentía mejor, a veces tenía la sensación de que ella misma se había ido acomodando a su monótona existencia. Monótona y, sobre todo, apagada, porque ni siquiera la reciente celebración de sus bodas de plata había conseguido ilusionarla. Y eso que pudo convencer a su marido para irse de viaje a Roma. Pero fue llegar allí y comprobar que la magia que se presuponía entre los dos había perdido el billete de avión, y que de esa segunda luna de miel, solo iba a sacar en positivo eso: el poder conocer Roma.
Sin apartar la vista del espejo, dejó escapar un suspiro, profundo y lastimoso, y al instante volvió a concentrarse en su tarea. Ese día era especial porque se casaba Alberto, el único sobrino de Miro, todopoderoso presidente desde hacía años de la Unión Democrática Ourensana, la UDO, el partido político por el cual su marido acababa de alcanzar la alcaldía de Cea hacía poco más de un mes. De San Cristovo de Cea, como se empeñaba en decir él siempre, como si eso le concediese más importancia a su cargo. Sin duda, aquella celebración estaría a la altura de lo que se esperaba, la ocasión perfecta para aparecer radiante en público.
En la intimidad de su dormitorio, por un momento, sintió que era algo que le apetecía. E incluso más, no solo le apetecía sentirse guapa, sino que necesitaba volver a sentirse deseada, porque echando la vista atrás, ni siquiera lograba recordar la última vez que había notado como un hombre la miraba con deseo. Eso que en sus años jóvenes le asqueaba, que le parecía un comportamiento reservado a borrachos, y que en la actualidad le aportaría un increíble soplo de aire fresco a su triste existencia. Demasiada soledad y demasiado tiempo encerrada en aquella casa, situada en una finca enorme, y casi sin ver nada ni a nadie más que a algún vecino del pueblo y el imponente monasterio que se erigía majestuoso al otro lado de la carretera. Cierto que de lunes a viernes Sonia, la asistenta, le hacía compañía por las mañanas, pero a pesar de ello, desde que sus dos hijas se habían ido de casa, cada día se sentía más sola y encerrada. Por mucho que allí fuese donde había nacido su marido, nunca debió aceptar el irse a vivir a aquella finca situada a la entrada de Oseira, un pequeño pueblo surgido cuando, en el siglo XII, unos monjes cistercienses decidieron construir su monasterio en medio de la montaña. Lina echó una mirada hacia el monumento a través de la pequeña ventana del cuarto de baño y pensó que para aquellos monjes podría ser una zona ideal, pero para ella, a menudo aquel lugar era lo más parecido a una cárcel.
Estaba dando el último retoque a sus pómulos cuando escuchó cómo se detenía un coche delante de la puerta de entrada a su finca. Pocos segundos después, el sonido del timbre resonó en la planta baja de la casa, rompiendo el íntimo silencio que reinaba en aquel momento. Sin prisa, posó la brocha de maquillaje sobre el tocador, descendió las empinadas escaleras y descolgó el telefonillo situado al lado de la puerta:
—¿Quién es?
—Guardia Civil. Abra, por favor —contestó una voz grave al otro lado.
—Espere, voy.
Ella colgó de nuevo, se quedó un instante con la mano apoyada en el aparato, pensativa, y dejó escapar un leve gesto de extrañeza. Una expresión de sorpresa que no cambió durante los casi cincuenta metros que la separaban de la entrada a la finca. Al otro lado del grueso portalón, un hombre de gran estatura, joven, y otro un poco más bajo y más mayor, ambos uniformados de manera impecable, esperaban con impaciencia:
—¿Manuel Rodríguez Vázquez? —preguntó el mayor, dando un paso al frente en cuanto se abrió la puerta.
—Sí, es mi marido. En este momento no está en casa, aunque no creo que tarde en volver.
—¿Es suyo un Peugeot 206 con esta matrícula? —insistió él, mientras le mostraba la primera hoja de un raído bloc de notas.
Ella leyó los números anotados.
—Bueno, sí —no dudó en contestar—. Pero…
El guardia la interrumpió con tono serio:
—¿Podemos pasar?
—Sí, claro.
Los dos hombres entraron al instante y se dirigieron hacia la casa sin dar más explicaciones. La mujer los siguió. Tan solo el otro guardia, el más alto y joven, rompió por un momento el espeso silencio que se estaba produciendo durante el trayecto:
—¿Usted se llama…?
—Adelina Dacal Iglesias —dijo—, aunque todo el mundo me llama Lina.
Dentro de la casa, fue el primer guardia el que volvió a tomar el mando de la conversación:
—Antes nos ha dicho que su marido no tardaría en llegar. Díganos, ¿ha salido hoy con ese coche?
—No, no, era lo que pretendía explicarle en la entrada. Mi marido ha salido a tomar un café con Sergio, el chico que es teniente de alcalde. Supongo que habrán ido a algún pueblo de aquí cerca, porque ni siquiera ha llevado el móvil —explicó ella, tratando de dar el mayor número de detalles—. Pero la que usa ese coche es mi hija Eva, está estudiando en Santiago. ¿Por qué lo pregunta, le han puesto alguna multa?
Los guardias se miraron entre sí.
—No.
Tras la seca respuesta, el hombre dio un paso lateral y se colocó justo enfrente de Lina.
—Dígame, ¿ha hablado hoy con su hija? 
—No.
—¿Cuándo habló con ella por última vez? —insistió.
En ese momento, el rostro de Lina palideció, desafiando incluso al reciente maquillaje que se había colocado con tanto esmero. Durante unos segundos, cruzaron su cabeza mil ideas, ninguna buena, y empezó a intuir que algo malo podía haber pasado para que le hiciesen aquellas preguntas. 
Al final, tras unos segundos, solo fue capaz de responder de manera temerosa:
—El miércoles. No, el jueves. Pero ha quedado en venir ahora.
El guardia volteó la primera hoja de su bloc y le enseñó la siguiente, con un número de teléfono anotado:
—¿Este teléfono le resulta familiar?
Lina volvió a mirar aquel cuaderno, esta vez con mucho más detenimiento, y a continuación negó con la cabeza.
—Fíjese bien, por favor. ¿Está segura de que no sabe de quién es?
—No, no lo sé, no creo que sea de alguien que conozca.
—¿Puede darnos el de su hija?
Ella desgranó de cabeza los números uno a uno, mientras el guardia apuntaba en la tercera hoja.
—Por favor, ¿le ha pasado algo malo a mi hija? —por fin se atrevió a preguntar ella con voz temblorosa.
—Eso aún no lo sabemos —apuntó el guardia más joven, pero sin intención de entrar en más detalles.
Delante de Lina, el mayor se puso más serio aún de lo que había estado hasta ese momento. Acabó de escribir, arrancó aquella hoja y se la pasó a su compañero. Este se marchó con el pequeño papel en una mano y el interfono en la otra en dirección al patio. Lina lo siguió con la mirada. A su lado, el primer guardia requirió su atención:
—Señora, hemos venido porque nos han llamado los compañeros de Santiago de Compostela para informarnos de que esta mañana se había encontrado este coche en un camino cerca de Vedra. Al parecer, estaba en una cuneta y abierto —dudó un momento—, como si alguien lo hubiese abandonado por la noche. Quizá no sea nada, pero queremos asegurarnos —explicó—. ¿Sabe usted cómo pudo ir a parar allí?
—No.
—¿Tiene usted alguna idea de dónde puede estar su hija?
—No.
Durante unos instantes, el desconcierto de Lina hizo un forzado y silencioso paréntesis en la conversación. La mujer se encaminó hacia el centro del salón, en silencio, con el guardia siguiendo sus pasos. Pensó que había estado tan concentrada en arreglarse que no reparó en el hecho de que su hija ya debería haber llegado hacía tiempo.
El guardia seguía hablando a su espalda:
—Señora, ¿puede localizar a su hija de algún modo? Llamar a alguien que sepa algo de ella, por ejemplo.
Lina se volvió hacia él, como si hubiera retomado el hilo de la realidad de golpe.
—Sí, espere —dijo—. Voy a buscar los números de teléfono.
Subió a su habitación a buen paso y, al poco rato, bajó con una agenda en la mano. Eva compartía piso en Santiago con dos compañeras, por lógica, ellas deberían saber algo. Se sentó en la silla más cercana al teléfono, tomó aire intentando tranquilizarse y abrió el cuaderno más o menos por la mitad:
—A ver —murmuró—, Ana o Rebeca. Rebeca, aquí está.
Sin perder tiempo, marcó los nueve dígitos y esperó, pero nadie respondió al otro lado. Volvió a ojear la agenda:
—Ana. Es su otra compañera de piso —aclaró en alto.
Marcó con toda la rapidez que pudo, más que la primera vez, y alzó la vista hacia el guardia. Este esperaba de pie a su lado, semejando una estatua, mientras en el silencio de la habitación se oía el sonido de tres largos tonos. Antes de iniciar el cuarto, alguien descolgó.
—¿Ana? Soy Lina. ¿Sabes algo de Eva? ¿Está ahí contigo?
—¿Eh? No, no sé. Espera. —La chica parecía intentar desperezarse mientras hablaba—. Voy a mirar en su habitación.
De fondo, se escucharon unos pasos alejándose y cómo se abría una puerta. Al poco, se oyeron otra vez los mismos pasos. Esta vez de regreso:
—¿Oye? No, no está en su habitación —respondió la chica por el teléfono—. ¿La has llamado a su móvil?
La noche anterior habían pasado muchas cosas y no todas eran confesables a una madre que, en teoría, solo llama enfadada porque deben asistir a un compromiso familiar y su hija se está retrasando. Pero la esquiva respuesta de Ana fue cortada por Lina, cuyo tono de voz subía a cada palabra:
—¡Ana! Está aquí la Guardia Civil y dicen que han encontrado su coche abandonado en una cuneta. ¿Sabes dónde está ella?
—No.
—¡Ana! Tenemos que encontrarla. ¿La has visto hoy?
—¡Ostras! —exclamó la chica—. Ahora recuerdo que nos había dicho que iba a irse pronto para casa, pero si no ha llegado ahí… —razonó al final.
Al otro lado del teléfono, Lina ya gritaba sin disimulo:
—¡No, no ha llegado! También he llamado a Rebeca, pero no me ha respondido. ¿Qué está pasando ahí?
—No sé —se excusó—. Rebeca está aquí, pero está durmiendo y siempre duerme con el móvil apagado. Ayer por la noche era un día grande, uno de los últimos del curso, y salimos las dos. Eva no, nunca sale, y nos dijo que pensaba quedarse en casa. Yo ahora también estaba durmiendo, no sé nada —explicó temerosa—. Voy a llamar a alguna gente a ver si me dicen algo, ¿vale? 
—¿Pero estás segura de que Eva no salió?
—No lo sé, ella dijo que no salía, pero no lo sé. Por favor, dame un minuto y te llamo.
Lina sabía que la chica volvería a llamar. En el fondo, Ana siempre le había parecido muy formal, la más cabal de las tres. Desde luego, mucho más sensata que Rebeca e, incluso, más que su propia hija. Además, era una chica que caía bien. Eso le hizo albergar la esperanza de que, con alguna de aquellas pesquisas, pudiese localizar a Eva.
Nada más colgar, el guardia quiso saber la dirección de Ana, que apuntó justo después del primer teléfono. Cuando apenas diez minutos más tarde volvió a sonar el aparato, fue él mismo quien respondió:
—¿Ana? ¿Es usted Ana?
—Sí.
—Soy Eduardo Salgado, sargento de la Guardia Civil de Cea. Dígame, ¿qué ha averiguado usted?
—Pues, nada —dijo la chica tras un inicial segundo de sorpresa—. A ver, he hablado con mi compañera Rebeca y ella tampoco la ha visto. También he llamado a toda la gente que podría decirme algo sobre Eva, pero nadie sabe nada de ella desde ayer por la tarde.
En este momento, la chica se paró un segundo, como si quisiera pensar las palabras que iba a pronunciar. Pese a ello, el hombre esperó en silencio a que la chica continuara.
—Cuando Rebeca y yo nos fuimos, ella se quedó en casa. Eran sobre las ocho de la tarde y nos dijo otra vez que no salía. Después, cuando volvimos, tenía la puerta de la habitación cerrada y pensamos que estaría durmiendo. 
—Bien, escúcheme con atención —respondió el sargento con autoridad—. No se mueva usted de ahí y dígale a su compañera que tampoco lo haga. En unos minutos irán los agentes encargados del caso para hablar con ustedes. Van a necesitar hacerles algunas preguntas.
—¿Los encargados del caso? —preguntó Ana, entre sorprendida y asustada.
—Sí, ya les explicarán ellos —remató.
El hombre colgó el teléfono sin dar opción a que la chica pudiese seguir preguntando, aunque quizá, ya no estaba en condiciones de hacerlo.
En ese momento, su compañero volvió a entrar en la casa y se acercó a él.
—El móvil da señal de apagado —dijo—. Ya lo he comunicado a Santiago, pero no saben nada más.
—Sí, también sabemos dónde vive. No te preocupes, aquí hemos acabado.
Luego, el guardia se volvió hacia Lina, que continuaba sentada al lado del teléfono sin saber muy bien qué hacer.
—Señora, ¿tiene alguna manera de ponerse en contacto con su marido? —dijo elevando la voz para llamar la atención de la mujer.
—No. Se lo he dicho antes, ha dejado su móvil en la habitación y no sé cómo avisarlo. 
—¿No tiene otra manera? —insistió el hombre.
Las preguntas habían despertado a la mujer de su desconcierto, pero su nerviosismo iba en aumento.
—No lo sé —repitió—. Salió con Sergio en el coche de este, para no sacar el suyo de la finca. Sé que fueron a tomar un café, pero no sé a dónde. Puede que a Cea, o a algún bar que haya por el camino, yo qué sé. 
—¿Sabe el teléfono del chico?
—No —dijo, moviendo la cabeza al mismo tiempo—. Yo nunca lo llamo.
—¿Puede estar en la agenda del móvil de su marido?
—Sí, seguro, pero tiene contraseña.
El hombre se tomó un segundo para pensar.
—Señora, ¿sabe la matrícula del coche en el que se fueron? —preguntó después.
—No —balbuceó a duras penas—. Es un Audi blanco, pero no sé la matrícula. Solo sé que es muy nuevo, porque lo compró en navidades.
Aquel dato pareció bastar al guardia para iniciar una búsqueda.
—Bien —dijo—, no se preocupe, nosotros vamos a ir en dirección a Cea y buscaremos ese coche por el camino. Si él llega antes, dígale que tienen que desplazarse a Santiago sin perder tiempo.
Aquello tranquilizó en cierta medida a Lina. Quizá por eso, cuando los dos hombres se encaminaban hacia la puerta, los interrumpió a su espalda:
—Por favor, ¿saben algo más que no me hayan dicho? —preguntó temerosa.
Esto detuvo a los guardias. El primero bajó la mirada un segundo, guardó silencio otro, y luego, por un momento, suavizó el tono serio que había mantenido desde su llegada.
—Señora, quizá no debería decirle esto a usted, pero hay algo en este caso que no me gusta —confesó, escogiendo las palabras de forma evidente antes de hablar—. Y le aseguro que llevo muchos años en el cuerpo.
La mujer no se atrevió a preguntar más. 
Cuando los hombres abandonaban la estancia, en el reloj del monasterio sonaban las once, campanada a campanada. Tal vez como un aviso, o como una premonición. Tras el golpetazo de la puerta de salida, Lina apoyó su cabeza contra la pared y se dispuso a esperar. Manuel y Sergio no podían tardar.