De vuelta a casa, todos los caminos parecen más cortos. Es posible que no lo sean, pero acelerados por la satisfacción o decepción de las expectativas iniciales, siempre nos lo parecen. Lina y Manuel, con la inseparable compañía de Sergio, partieron sin demora del cuartel y emprendieron el viaje de regreso, mientras Vicky se hacía más pequeña en el horizonte desde la parte de atrás del coche. Y en efecto, el trayecto, realizado a la misma velocidad y por el mismo camino que el de ida, se apreció como más breve en el interior del vehículo. Una brevedad en la que Lina arrimó la cabeza contra el cristal de su ventanilla, Manuel se concentró en la carretera y Sergio decidió dormitar un rato estirado en el asiento trasero. El chico tenía algunas horas de sueño pendientes y, después de haber librado el día anterior gracias a su examen, debía reincorporarse a las diez de la noche a su trabajo. Un puesto de celador en la Residencia Sanitaria de Ourense que, en su horario nocturno, requería diez horas de permanente concentración y una moderada actividad física. Por suerte para el chico, el cambio de semana traería consigo el paso a un mucho más descansado turno de tarde.
Por su parte, Manuel, con la mirada fija en el asfalto, acompasaba la preocupación por la desaparición de Eva con la exigencia de una semana próxima que prometía ser crucial para él, tanto en su carrera política como en la del partido.
En la cabeza de Lina, en cambio, Eva acaparaba todos sus pensamientos. Apoyada contra su puerta, hizo repaso a los acontecimientos que habían sucedido en un día que amenazaba con cambiar toda su existencia de una manera cruel y despiadada. Revivió la visita a su casa de la Guardia Civil y la tensa espera por el regreso de Manuel, la esperanza delante del comandante Sarmiento y el posterior terror ante las palabras que el inspector Montero había desgranado sin freno. El sentido abrazo de Vicky, que transmitía preocupación y solidaridad a partes iguales, y también la mirada de su marido de vuelta a la comisaría, una mirada que se clavaba en su cerebro cada vez que la lanzaba contra ella y a la que no había conseguido acostumbrarse con el paso de los años.
También recordó los silencios, los atroces silencios. El que había vivido en el restaurante, el de la corta espera en el aeropuerto y, por último, el del viaje a Santiago, tan similar al que ahora estaba sucediendo en la vuelta. En aquel momento, se preguntó si alguien más en el mundo sería consciente de la soledad que se siente dentro de ellos. «¿Qué clase de familia se queda en silencio ante algo así?», gritó para sí, sin emitir sonido alguno.
Lina miró a Manuel, se enfadó mirando a Manuel, y pensó que quizá lo que ella había creído como una familia, no era más que su familia. Así, en particular. La familia de un tirano de mil caras, moldeada a su gusto y antojo. Un tirano al cual ella había elegido, o aceptado, que igual daba. Un tirano que no dudaba en pisotear todo cuanto tuviese a su lado para emerger sobre los escombros. Lina tenía claro que si Manuel no le había permitido quedarse en Santiago, había sido tan solo para evitar que alguien en el pueblo pudiera pensar que, por encima de la suerte que hubiera corrido Eva, le importaban unos compromisos políticos que cada día le absorbían más tiempo y dedicación.
Presa de la impotencia y la rabia, en ese instante decidió hacer una última cosa, tan molesta para su marido como importante para ella: llamar a sus padres. Una simple llamada telefónica para explicarles de primera mano la desaparición de su nieta pequeña, antes de que se enterasen por terceras personas. O mejor dicho, llamar a su padre, porque la relación con su madre se rompió el día en que, con solo diecisiete años, había llegado a casa diciendo que estaba embarazada. Su madre nunca lo superó, pese a que Manuel había asumido la situación de inmediato, manifestando su firme intención de casarse con ella. Entre otras cosas, porque era justo lo que deseaba. Desde entonces, todo el contacto de Lina con su familia se redujo a no más de dos o tres llamadas telefónicas al año, y aunque en alguna ocasión habían intentado recuperar la relación, siempre resultó imposible. Manuel trataba a sus suegros como vulgares aldeanos, y Marisa, la madre, era incapaz de soportar a su yerno. Tampoco este le caía bien a Julio, el padre, pero él sí estaría dispuesto a incluirlo en su vida con tal de tener un mayor contacto con su hija.
Julio y Marisa, cercanos a los setenta años, conformaban el típico matrimonio rural gallego: humildes, hogareños, sacrificados en el cuidado de sus hijos y con un sexto sentido para conocer el trasfondo de las personas. Toda su vida había estado dedicada al cuidado de su granja de aves en Vilamarín, a solo quince kilómetros de Oseira. Una distancia pequeña en el espacio, pero que las diferencias entre ellos habían convertido en una montaña insalvable. Desde que nació, Lina, hija única, había sido el centro de todos los sueños de la anciana pareja, y quizá por ello, en cierta medida sentían que Manuel se la había arrebatado a traición y de la peor manera posible.
Dentro del coche, Lina recordó sus años de niña, aquellos en los que su cara nunca estaba triste y la flor más insignificante podía convertirse en el regalo más bonito del mundo. Recordó el olor a tabaco de su padre cuando la llevaba a misa cogida de la mano y el orgullo se le caía de los bolsillos al pasar delante de sus vecinos. Años aquellos en los que la herida más pequeña recibía los cuidados más grandes y que cualquier inocente dificultad activaba montañas de ayuda a su alrededor sin necesidad de pedirla. Lina esbozó una sonrisa hacia el exterior y pensó que, en este mundo, todos tenemos un hueco reservado en nuestro corazón para la familia, que tal vez en algún momento podamos reducir su tamaño, pero que nunca conseguiremos llenarlo con el cariño de otras personas. Y sintió que quizá su rincón llevaba demasiado tiempo vacío.
Al llegar a Oseira, se dirigió a la casa, sin dar explicación alguna, con intención de coger el teléfono, mientras los dos hombres se quedaban en la entrada. Tras unas breves palabras de despedida, se dieron un fuerte abrazo y Sergio se dirigió carretera arriba en busca de su coche. Para él, el día empezaba de nuevo en forma de jornada laboral.
Cuando Manuel entró en casa, Lina ya estaba hablando con su padre. El hombre cerró la puerta, atravesó el salón sin decir nada y fue directo a la cocina. Allí se preparó dos sándwiches con especial calma, mientras oía la conversación de fondo. Al acabar, cogió una pieza de fruta y, con todo en una mano, subió a su habitación apoyándose con la otra en el pasamano.
Lina no le dio importancia a la presencia de su marido y su conversación familiar duró casi una hora. Nada más iniciar la llamada, había descubierto que el hombre no estaba al tanto de lo ocurrido y esto, que para Lina era un alivio, para Julio supuso un shock tremendo. Al otro lado del teléfono, no supo qué decir, ni qué hacer, ni cómo podía consolar a su hija. En ocasiones, cuando se está experimentando el mismo dolor que se desea mitigar, las palabras de ánimo suelen resistirse. La conversación entre los dos terminó de manera precipitada en el momento en que Lina oyó la voz de su madre hablando a la espalda de su padre. Julio le daría la noticia durante la cena.
Sentada al lado del teléfono, Lina se apoyó en la mesa que lo sostenía y se imaginó la escena en su casa paterna, reviviendo la voz de su madre cada vez que entraba por la puerta interesándose por todo y todos. Pero en esta ocasión, su padre le contestaría de manera esquiva, sentado a la pequeña mesa que utilizaban en la cocina a modo de comedor. A continuación, sin respirar, se levantaría e iría al baño fingiendo que nada pasaba. Al salir, con los ojos enrojecidos y la cabeza gacha, colocaría los enseres necesarios para cenar mientras su madre, entretenida en los fogones, terminaba de preparar la comida.
Es posible que pudiera ocultar que algo le carcomía por dentro durante esos primeros minutos. De ser así, se sentaría primero y esperaría a Marisa, que lo haría a continuación. Justo después de servir la comida, ella se levantaría a encender la televisión, reprochándole que no lo hubiera hecho con anterioridad.
A los tres minutos, le preguntaría por primera vez qué le pasaba. «Nada», contestaría su padre, mientras buscaba las palabras adecuadas para contarle que algo sí ocurría. Poco después se repetiría el proceso una segunda vez. Antes de que se cumpliesen diez minutos de cena, llegaría el tercer intento, acompañado de un «tú no estás bien», al que seguiría un «no has mirado la tele» unido a un no menos inquisitivo «no has dicho nada». Aquí su padre se quedaría callado un momento, agitaría la cabeza al siguiente y acabaría por confesar: «Me ha llamado la niña». Entonces, su madre callaría, expectante, hasta que él añadiese un fatídico «han perdido a Eva».
Perdido, dura palabra. En esta vida, se pierde lo propio, se pierde lo que no se cuida, y lo que se ha perdido, muy rara vez se recupera, sin atender a arrepentimientos ni pesares. Lina lanzó un nuevo suspiro, profundo, cavernoso, surgido desde el mismísimo estómago, que la devolvió a la realidad y la impulsó a levantarse. Dejó su bolso sobre la pequeña mesa de delante del sofá, se encaminó a la cocina para coger un par de yogures y regresó al salón con ellos en una mano y el azúcar y una cucharilla en la otra. Delante de la escalera, podía escucharse con claridad a Manuel hablando por teléfono con Miro. «Explicaciones y más explicaciones», se lamentó Lina.
Una vez sentada en el sofá, la mujer se descalzó y colocó sus zapatos al lado de la mesa. En calcetines, fue hasta el teléfono y repasó nueve llamadas perdidas. Tres de cortesía y las otras seis de Sonia, la asistenta. Descolgó al instante y la llamó. Sonia, tan joven y llena de vida como leal y discreta, para Lina era como su tercera hija. La chica había oído la noticia de boca de Álex y estaba preocupada. Tras una breve conversación, se despidió diciendo que al día siguiente pasaría a verla sin falta. Lina aceptó la visita y le sugirió que fuese a tomar un café por la tarde, cuando era probable que supieran algo más.
Tras colgar, regresó al sofá buscando un poco de tranquilidad. Pero al cabo de un pequeño rato, se encendió una luz en su cabeza. Sonia y Álex salían juntos, y pensó que el chico bien podía acompañar a Sonia al día siguiente. Quizá él aportase algo de luz a todas las sombras que habitaban en su cabeza. Y aunque recordó lo que Sergio había dicho, que el lunes tenía examen y no había salido, descolgó otra vez el teléfono y marcó de nuevo el número de Sonia:
—¿Está contigo Álex?
—¿Álex? No, pero quedé con él ahora para tomar algo —contestó la chica con cierta sorpresa.
—Si no te importa, ¿podrías decirle que te acompañe mañana cuando pases por aquí?
—Pues... sí, supongo que sí.
—Me gustaría preguntarle algunas cosas de Santiago —aclaró Lina.
—Sí, se lo diré, y no creo que tenga ningún problema.
Al acabar la llamada, Lina se estiró a lo largo del sofá, colocando la cabeza en uno de los apoyabrazos. Desde esa posición, la conversación de Manuel en el piso de arriba sonaba menos que un imperceptible susurro. Lina miró a los yogures, su estómago no admitía comida en aquel momento. A continuación, a la puerta, imaginando la entrada de Sonia y, sobre todo, la de Álex al día siguiente. Sin duda, aquella había sido la primera buena noticia del día, pensó para sí. La primera de un día que ya había llegado a su fin. Se acomodó en su sitio y cerró los ojos. Era momento de pensar, de poner en orden todo lo que estaba sucediendo. Habían sido muchos sucesos y demasiado deprisa en las últimas horas. La noche se presentaba larga para ella.
Más tarde, subiría a dormir. O mejor, más tarde, se lo pensaría.
1 comentario:
Interesante articulo, llama a la lectura del libro, atrapa la atención.
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