Gustei, un día de Julio de 1999
3:00 de la madrugada
Eran cuatro,
todos alrededor de una pequeña mesa y con diez cartas en la mano. Un pequeño
grupo de amigos sentados en la estrecha terraza exterior de la Parrillada Samán
sin más pretensión que pasar un rato agradable apostando un café, dos copas de
licor y un refresco. A aquella hora, hacía rato que los clientes menos
habituales habían acabado de cenar y no era raro que Carlos, el dueño, se
prestara a bajar las luces y alargar la noche en el momento del cierre cuando
las únicas personas que quedaban dentro del local eran viejos amigos y fieles
compañeros de subastado. Para los
cuatro de igual manera, esas partidas suponían un momento de especial
tranquilidad al final del día, jugadas sin mirar el reloj y cuando el suave
rocío de la noche se convertía en el bien más preciado en días de calor.
A la escasa luz
de los focos exteriores, el dueño había repartido las cartas, todos expuesto
sus subastas y Pablo, el más joven, fue el encargado de abrir el juego, dado
que nadie había igualado la suya. Pablo vestía ropa de marca, tenía el pelo
rizado y eso, unido a algunas poses estudiadas, le confería un cierto aire de
galán. Una impresión que, por otro lado, se desvanecía en cuanto empezaba a
hablar. Se había sentado de espaldas al aparcamiento y, desde esa posición, colocó
una carta en la mesa con decisión. Sindo, su compañero de la derecha, dejó caer
la suya encima con cierta desgana, inclinándose con lentitud hacia adelante.
Este era un hombre alto, de ojos claros, mirada distante y una leve curvatura
en su espalda. Con cada palabra que salía de su boca parecía querer demostrar
al mundo que algunas personas pueden sentirse por encima del bien y el mal tan
solo con desearlo. Una actitud que también se reflejaba en su manera de jugar,
dado que nunca hacía esperar a sus compañeros.
El tercer turno
fue para Toni, apenas dos años mayor que Pablo y que se había sentado de
espaldas al local. Él era el único que divisaba el aparcamiento, la carretera y
también la gasolinera que estaba situada casi enfrente de la parrillada. Una
amplia vista en donde buscaba la inspiración para su juego. De pelo largo y
poco arreglado, acostumbraba a reclinar el respaldo de la silla hacia atrás durante
la partida, y esa acción se veía favorecida por la cercanía de la pared.
Toni había
estado concentrado en sus cartas mientras sus dos anteriores compañeros jugaban.
Cuando le llegó el turno a él, echó una ojeada a las que estaban en la mesa y perdió
la mirada en la lejanía, como si la oscuridad de la noche le indicara por señas
cuál era la mejor opción a elegir. Por lo general, lo hacía durante un par de
segundos. Aquel día, sin razón aparente, se tomó algunos más.
—¿Juegas? —se
oyó desde su izquierda.
El chico miró a
su lado, eligió una de las cartas que tenía en la mano y la soltó encima de las
otras. Carlos tenía la suya preparada. La puso sobre la última y recogió las
cuatro apilándolas a su lado.
—No sé por qué
piensas tanto —dijo en dirección a Toni—. Estaba claro que este as lo tenía yo.
Carlos estaba
ese día contento. Las casi cincuenta plazas del aparcamiento se habían cubierto
en su totalidad y eso suponía que la caja se había llenado más de lo normal. Hacía
rato que no dejaba de sonreír y, con esa expresión en la cara, puso una nueva
carta boca arriba para abrir la segunda mano.
Pablo la miró de
reojo, de inmediato eligió una de entre las suyas, la lanzó casi sin moverse y
volvió a centrarse en las que le quedaban. Sindo dejó caer otra, ya preparada,
y cedió el turno a Toni que, de nuevo con la mirada perdida, pareció no
enterarse.
Tras unos breves
segundos de pausa y silencio, sus tres compañeros se fijaron en el chico al
unísono. Este estaba concentrado en la penumbra de la gasolinera, pero no
buscando la inspiración habitual, más bien daba la impresión de que pretendía
transportarse hasta ella sin tocar el suelo.
—¡Toni! ¿Estamos
al juego? —bramó de nuevo Sindo.
—Sí.
En un segundo,
el chico echó la vista a las cartas ya jugadas, luego a las que tenía en la
mano, y dejó una con rapidez, aunque sin seguir el ceremonial que acostumbraba.
Carlos no dio
importancia al hecho. Amontonó las cuatro que había en la mesa junto a las
anteriores y eligió otra para iniciar una mano nueva. Fue entonces cuando Toni
interrumpió la partida de manera brusca:
—¿Qué es
aquello? —preguntó señalando hacia el frente.
Sus tres
compañeros miraron hacia la carretera alertados por el tono del chico.
—Allí
—puntualizó él.
En ese momento,
los cuatro se fijaron a la vez en la gasolinera, apenas iluminada por la
pequeña farola del alumbrado público. Ante sus ojos y en la distancia, una
sombra de aspecto humano se desplazaba con torpeza desde la pequeña tienda de
atrás hacia los surtidores del centro.
Carlos se
levantó en su asiento, Sindo se dio la vuelta con cierta desgana y Pablo dejó
caer sus cartas en la mesa boca arriba.
—Parece un
hombre —apuntó este.
—¿Qué hace allí?
—¿Es un borracho
o está herido?
Todos dudaron un
instante.
—¿Vamos?
Los cuatro
dejaron sus sillas y se dirigieron hacia aquel hallazgo cada vez a mayor
velocidad. El aparcamiento lo cruzaron andando; la carretera, corriendo.
Mientras se
acercaban, la figura se apoyó en uno de los surtidores y se escurrió hasta el
suelo. Desde allí, alcanzó gateando el siguiente y, usando este como si de una
pared se tratara, se levantó de nuevo para dirigirse a duras penas hacia la
carretera, como si quisiera ir al encuentro de los hombres.
Carlos
encabezaba el grupo.
—Es una chica
—dijo en cuanto la escasa luz le permitió verla—. ¡Joder, está herida!
—¿Eso es sangre?
—preguntó Pablo, que se había quedado petrificado unos metros más atrás.
—Sí —apuntó
Sindo, cerrando el grupo.
Este adelantó a
Pablo, echó una breve mirada a la chica y enseguida decidió su función:
—Voy a avisar a
una ambulancia, y a la Guardia Civil.
Carlos, con Toni
al lado, había agarrado a la chica por los hombros para evitar que se
desplomara.
—¿Qué te ha
pasado? —le preguntó.
La joven no
pronunció una palabra. Tosió varias veces y se limitó a mirarlo mientras se
agarraba el cuello con evidente dificultad para respirar. Su chándal, que
parecía haber sido blanco en mejores tiempos, estaba teñido de un rojo que
resaltaba incluso en la oscuridad del lugar.
Carlos la estiró
con cuidado, se sentó en el suelo y colocó su muslo como improvisada almohada.
La joven recostó la cabeza y cerró los ojos. Él le dio dos palmadas en la cara,
suaves, sin imprimir más fuerza que la que consideraba del todo imprescindible
para mantenerla consciente:
—No te duermas
—dijo.
La chica abrió
los ojos y volvió a toser.
—Intenta no
dormirte ahora, ¿vale? —repitió él en un tono más paternal.
Después, le
retiró con cuidado el pelo de la cara. Un pelo que se adivinaba rojo en
condiciones normales, pero que en esos momentos, por efecto de la sangre, había
adquirido un tono negruzco.
—Mira, ¿no es la
chica que sale en la tele? —preguntó hacia Toni.
El chico, que
hasta entonces había permanecido como espectador de la situación, se agachó a
su lado.
—Se parece —dijo,
con cierta sorpresa—. Sí, puede ser ella.
A su espalda,
Sindo se esforzaba por hacerse entender al teléfono, también por transmitir una
urgencia que no percibía que hubiera captado su interlocutor:
—No lo sé, está
cubierta de sangre —decía, sin medir el volumen de su voz—. La cabeza, el
pecho, parece que va vestida de rojo, pero creo que el chándal es blanco. Ha
perdido mucha sangre, dense prisa. Sí, claro que he avisado a la Guardia Civil.
Al otro lado del
teléfono, la demanda de más datos parecía no cesar.
—Pues no lo sé,
debe de tener un golpe en la cabeza, o un corte profundo. Ella está más o menos
consciente, pero no habla. No sabemos qué le ha pasado.
Los otros tres
hombres lo escuchaban sin intención de contradecirlo.
En ese momento,
el reflejo de la sirena de un coche patrulla iluminó el oscuro lugar de azul.
—Acaba de llegar
la Guardia Civil —despidió Sindo una conversación a la que ya no sabía qué más
podía aportar—. Me imagino que ellos se harán cargo de la situación.
Toni había ido
al encuentro de los recién llegados.
—Está malherida.
Creemos que puede ser la chica que ha salido estos días en la tele.
Fuera del
vehículo, los dos guardias se miraron entre sí, con evidente extrañeza.
—¿Quién? ¿Eva?
—preguntó uno de ellos.
—Sí, esa.
Los agentes
volvieron a mirarse. El primero dedicó un gesto de incredulidad al chico y se
alejó unos pasos mientras abría línea en su interfono.
—De todos modos,
si está herida, voy a pedir refuerzos —dijo—. Habrá que investigarlo.
A su espalda, el
otro se acercó hacia donde estaba la chica. Nada más llegar a su altura, dijo
para sí:
—No puede ser.
Al instante, se
agachó al lado de Carlos y acercó su cara hacia ella, con la intención de verla
mejor:
—Es imposible
—balbuceó.
En esa posición,
la observó en silencio durante un pequeño instante, pero que a todos pareció
enorme.
—¿Cómo te
llamas? —preguntó al fin.
La joven
contestó mirando de reojo al recién llegado. No podía hacer más, pero las
miradas no pronuncian nombres.
El guardia apoyó
las rodillas en el suelo y pasó su mano por la mejilla de la chica, dos veces,
buscando con ello una mejor identificación, como si la sangre seca se pudiese
limpiar con el simple roce de la piel humana. Después, casi petrificado, volvió
a tomarse un par de segundos para contemplarla.
—Cielo santo
—murmuró para sí—. Es increíble, estás viva.
Su rostro
hablaba de una manera mucho más explícita que su voz y parecía llevar un cartel
que decía: «Estoy viendo a un fantasma».
Volvió a pasar
la mano por la cara de la chica una tercera vez.
—¿Te llamas Eva?
—preguntó.
Ella asintió con
la cabeza con dificultad y volvió a toser hacia el muslo de Carlos.
Entonces, el
guardia reaccionó y se levantó sobre sus rodillas buscando en la penumbra de la
noche la figura de su compañero.
—Sí, es ella
—gritó con fuerza—. ¡Y está viva!
El otro guardia se
estremeció en su posición, antes de imprimir un mayor énfasis a la comunicación
que estaba teniendo. El primero volvió a gritar, casi con desesperación:
—¡Que se den
prisa, y pide refuerzos!
Al acabar, se
sentó sobre sus talones y se concentró en la chica, con una mano apoyada sobre
los hombros de esta, como si tratase de constatar que aquel cuerpo cubierto de
sangre seguía respirando.
—Dios mío,
¿dónde has estado, de dónde has salido? —preguntó casi con el mismo tono con el
que se le pregunta a un enfermo en coma en la soledad de un hospital, sin
esperar una respuesta.
Sindo se acercó
a él.
—Cuando llegaron
ustedes estaba pidiendo una ambulancia. A esta hora de la noche y desde
Ourense, no creo que tarde en llegar.
—Quince minutos
—puntualizó el guardia entre dientes.
La chica seguía
tosiendo a cada instante.
—Te pondrás
bien, aguanta un poco. Solo un poco.
Con el interfono
recién apagado todavía en la mano, el primer guardia se acercó hacia ellos y requirió
a Sindo para hablar con él.
—¿Fue usted
quien nos ha avisado?
—Sí, llamé yo, pero
estábamos los cuatro juntos.
—¿Cómo la han encontrado?
—Estábamos allí,
jugando una partida —repitió señalando hacia la terraza—. Vimos que se movía
algo en esta zona, nos resultó extraño y nos acercamos a mirar. Al llegar, la
encontramos.
—¿Y no vieron
algún coche que se fuese minutos antes, o que hubiese llegado poco antes?
—No, no vimos a
nadie. Ya le digo que estábamos jugando una partida. —Sindo alzó los hombros a
modo de excusa—. En realidad, tampoco nos fijamos demasiado hasta que la vimos.
Pero en este
momento, un rayo de luz pareció iluminarse en su cabeza y se volvió hacia los
demás.
—Toni, ¿tú has
visto algo? Parar a algún coche, o así.
El chico negó
con la cabeza, balanceando su pelo de un lado a otro en la acción.
En el suelo, Eva
alzó las cejas de un impulso, incluso levantó la cabeza unos centímetros sobre
el muslo de Carlos, esforzándose en intentar hablar o tal vez para señalar
algo, pero acabó por no conseguir ninguna de las dos cosas. Una reacción a la
que el guardia que estaba agachado no le dio importancia.
—No te
preocupes, pequeña, cogeremos a quien te haya hecho esto —dijo en un tono
paternal, a la vez que cogía de la mano a la chica.
Sin soltarla,
echó una mirada en círculo e hizo un gesto de contrariedad.
—Pues está claro
que alguien tuvo que dejarla aquí, ella no pudo llegar sola en este estado —razonó,
más para sí que para ser oído.
Después alzó la
voz, en un tono que no dejaba lugar a dudas de que aquello era una orden:
—No toquen nada
y pisen lo menos posible. En cuanto llegue la ambulancia, cerraremos el
perímetro y buscaremos algún rastro, o alguna huella. Algo tiene que haber.
En aquellos
momentos, al reflejo azul que iluminaba la noche de manera intermitente, pronto
se unió otro de color naranja, y poco después varios más de los azules. Una
combinación de colores que anunciaba sin lugar a dudas que allí había sucedido
algo grave.
Apenas media
hora más tarde y cuando un camión de bomberos pasaba en dirección a Cea
estremeciendo a los presentes con su estridente sonido, una ambulancia partía del
lugar a toda velocidad en dirección contraria, rumbo a Ourense. Quizá
contagiado por el sonido del camión, el conductor accionó su sirena, pese a
estar la carretera despejada por completo. La Guardia Civil que la acompañaba
hizo lo mismo. Con dos motorizados delante para abrir paso y un coche patrulla
custodiándola detrás, la comitiva semejaba una gran burbuja de luz y sonido
dispuesta a atravesar la ciudad en el menor tiempo posible, sin permitir que
nada ni nadie se interpusiese en su camino.
Dentro del
vehículo, todo el mundo buscaba con afán una herida por la que pudiese estar
sangrando la chica, otorgando una relevancia secundaria a cualquier otra lesión
que pudiera sufrir.
Afuera, la
investigación había comenzado.
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