«Descansa bajo un arco el moribundo sol
Y, tal enorme sudario rezagado, hacia Oriente,
Oye,
querida, oye cómo avanza la Noche.
Antes de que el crepúsculo en noche se convierta,
y se duerma la calle y se entorne la puerta
a solas con mi pobre madurez inexperta,
quiero
que mi demanda se encuentre con tu oferta.»
(MARIO BENEDETTI)
Sábado,
8:00 horas
La
irreverente luz del sol de julio, disparando sus rayos desde el albor, marcó el
inicio del día tantas veces anunciado en aquellos anónimos. Eva, después de
pasar por la comisaría, se citó con Delfín a las ocho para desayunar en la
cafetería Titanic. Mientras, tres policías, disfrazados de improvisados electricistas,
inspeccionarían a fondo su vivienda.
En la
terraza de la cafetería, Eva colocó su cara intentando recibir en ella los
primeros rayos de sol del día. Delfín, en cambio, se sentó de espaldas, quizá
porque a él aquella mañana le parecía un atardecer. Un ocaso prolongado,
macabro y que estaba poniendo a prueba su resistencia. Pese a no haber podido
conciliar el sueño en toda la noche, se presentó a la cita con la inspectora
perfectamente afeitado e impecablemente vestido. El café, solo y cargado, lo
despejó aún más:
—Como se
imagina no he podido dormir —dijo nada más sentarse—. Pero no me importa,
prefiero estar despierto. Pueden ser mis últimas horas en este mundo y quiero
vivirlas conscientemente.
Su discurso
sonaba tranquilo, sosegado, impregnado de un aplomo sorprendente.
—No se
imagina la de cosas que es capaz de pensar una persona en su última noche, la
de momentos que es capaz de revivir, la de personas que te das cuenta que te
han sobrado en la vida, y la de ellas que te faltan…
Eva
escuchaba con empatía, quizá por ello supo mantenerse en silencio cuando el
hombre necesitó hacer un alto para buscar nuevas palabras.
—Sabe, en
esta vida los sentimientos más fuertes siempre se nombran con palabras cortas y
se firman con actos grandes. Esta noche, pensando, me he dado cuenta de que los
mayores errores de mi vida siempre han sido motivados por hablar mucho y actuar
poco. Y ahora que me gustaría cambiarlo, creo que ya es tarde.
—No, quizá
no lo sea.
—Inspectora,
la vida es como un sueño. Nadie te pregunta si quieres tenerlo, ni si es ese el
que quieres tener, pero después deseas que nunca suene el despertador. El
problema es que en mi caso, creo que alguien me ha retrasado el reloj con toda
la mala leche del mundo y todavía nadie ha encontrado la manera de
desconectarlo.
—Debemos
ser optimistas —apuntó la inspectora.
—No soy
optimista ni pesimista, solo realista. Y aunque puede intentar convencerme de
lo contrario, no me negará que la cosa está difícil. Si hubiesen detenido a mi
asesino, me habrían llamado de noche. He estado esperando esa llamada, pegado
al teléfono toda la noche.
Delfín
revolvía el café con desgana mientras hablaba. Cuando acabó la última frase, le
dio un pequeño sorbo a la taza y sacó un cigarrillo.
—¿Sigue
fumando?
—¿Por qué
no? —se defendió él a medio camino entre la suficiencia y la ironía—. ¿Acaso
teme que me dé otro infarto en las próximas once horas?
Eva pensó
que había llegado el momento de exponer con claridad la situación, sin falsas
expectativas ni tampoco dramatismos absurdos. Quizá eso le ayudase a ver la
realidad desde un punto de vista un poco más objetivo.
—Teresa y
Jaime siguen perdidos, y no quiero engañarle, creo que va a ser difícil que
consigamos situarlos a lo largo del día de hoy. De todos modos, si llegan hasta
aquí, los estaremos esperando. A Yolanda, a Fernando y a su madre, los tenemos
bajo control. En cuanto al doctor Frontela, hemos comprobado que a esta hora está a miles de kilómetros
de distancia. Pero como con el resto de sospechosos, hemos montado guardia en
su casa por si regresa antes de lo previsto. Cualquier otra posibilidad que
pudiese existir, al igual que la opción de que hayan contratado a un sicario,
no hemos podido cubrirlas previamente, por lo que deberemos estar alerta. De
todos modos, de producirse alguna de ellas, sería una sorpresa para todos.
—¿Teresa o
Jaime? No sabría elegir. Se me hace difícil imaginar a cualquiera de los dos
como mi asesino.
—Hay otra
cosa, un rayo de esperanza —anunció ella como colofón—. Hace un día que
identificamos al chico de Sevilla, el que encargó las flores en la floristería
y que todo nos indica que también ha sido quien contactó por teléfono con el
dueño de la funeraria. Es una persona muy conocida entre la policía de allí,
pero todavía no han conseguido localizarlo. Deberían haberlo hecho ya, pero
parece que se lo haya tragado la tierra.
—Sevilla es
grande.
—No se
crea, para él quizá no lo sea tanto.
Sábado,
14:00 horas
La casa de
Delfín es una coqueta construcción de planta baja situada en Cudeiro, localidad
anexa a la ciudad regada por cientos de viviendas unifamiliares edificadas en
la falda del monte del mismo nombre y que están unidas por una estrecha
carretera a lo largo de varios kilómetros de curvas imposibles. A su lado, un
pequeño alpendre colocado a la derecha de la vivienda hace las funciones de
garaje. Delante, diez metros de improvisado aparcamiento de tierra la separan
de la carretera.
Antón tomó
posición a las doce en una zona elevada de la montaña, por encima de todas las
viviendas. Desde su ubicación no solo se divisaba la casa de Delfín sino
también los alrededores y varios kilómetros de aquella carretera. Una carretera
poco utilizada durante la semana pero que ahora el carácter ocioso de cualquier
sábado había hecho incrementar su tránsito de manera considerable. Sin duda,
ello dificultaba el control de acceso a la casa.
Eva, por su
parte, llegó a la vivienda un par de horas más tarde. Llamó al timbre, esperó
con aire impaciente y, cuando el hombre abrió la puerta, lo saludó de manera
amistosa. Apenas unos minutos antes, se habían retirado los electricistas.
—¿Le gusta
la comida china? —preguntó luciendo una enorme sonrisa en su cara.
Delfín hizo
un gesto ambiguo. Ante él, la inspectora avanzó hasta el interior de la
vivienda a la vez que la puerta de entrada se cerraba a su espalda. Luego
esperó en el salón y acabó por sentarse en el sofá principal cuando el hombre
llegó a su altura.
—Quiero que
cierre de manera hermética todas las ventanas de las habitaciones —dijo—, hasta
el fondo. En las de la cocina y en las de esta sala, deje las ranuras abiertas
para que entre alguna luz. Asegúrese de que podemos ver aquí pero sin que desde
afuera se nos vea a nosotros.
Delfín
obedeció. Mientras escuchaba cómo el hombre recorría una a una todas las
estancias, Eva marcó el número de Antón.
—Ya estoy
dentro. Todo en orden —dijo por el micrófono.
—Espera un
minuto.
A través
del teléfono, se oyó otra conversación, casi imperceptible. Al poco rato, Antón
regresó con la inspectora.
—Eva, te
cuento, dos novedades. Una buena y una mala.
—Primero la
buena, por favor. Vamos a empezar con una alegría.
—La buena,
han localizado a Jaime. Y creo que podemos descartarlo. En efecto, está en
Barcelona de vacaciones con unos primos. Consiguieron averiguar la dirección y,
al ir a buscarlo, acabaron por encontrárselo en la calle. Cuando llegaron al
sitio, vieron salir a un hombre que cojeaba, le pidieron que se identificara y…
¡bingo! Se han quedado de guardia, a controlarlo, pero dudo que pueda estar
aquí a las siete de la tarde.
—¿La mala?
—Hemos
perdido a Yolanda. Al menos, de momento.
—¿Cómo?
—Salió con
el niño y no ha regresado. Al parecer, el chico estaba apuntado para un
campamento y fue a dejarlo, pero eso lo supieron después. Es una zona de bosque
y no quisieron seguirla dentro del recinto para no descubrirse. Resultó que
había dos salidas y se fue por la otra. Se han montado controles en la
carretera, y siguen haciendo guardia en su casa, pero por el momento está
perdida.
—Fantástico…
Delfín
había acabado el encargo y se había sentado en el sofá situado frente la
inspectora.
—Todo
cerrado como me indicó —dijo cuando vio que esta había terminado la llamada.
Eva asintió
con la cabeza, sin palabras. Luego se recogió el pelo en una especie de moño
mal perfilado, se tomó un instante para pensar y comenzó a hablar en un tono
que más parecía que estuviese dirigiéndose a alguno de sus subordinados que a
una víctima inocente.
—La
situación a esta hora es la siguiente —dijo—. Jaime, Fernando y su madre, están
localizados. Sí, Jaime, también, y casi descartado. Por el contrario, a Teresa
y a Yolanda, las tenemos perdidas. Siguen buscando al chico de Sevilla, y el
doctor Frontela, no nos consta que haya regresado de Nueva York.
El hombre
hizo un gesto de extrañeza.
—¿Yolanda
no está en Bueu de vacaciones, no la estaban vigilando?
—Sí, pero
esta mañana se ha zafado de los agentes.
—No me
puedo creer que sea ella quien quiere matarme —dijo después de manera
lastimosa.
—Doctor
Sánchez, ya se ha acabado el tiempo de hacer suposiciones, de pensar quién
puede ser o no. En su momento hemos seleccionado unos nombres y son con los que
tenemos que trabajar, todos por igual. Y ahora mismo, la realidad es que a su
exmujer le han perdido la pista en circunstancias bastante extrañas. Por lo
tanto, debemos considerarla como una candidata porque, si nuestros cálculos no
fallan, es muy posible que una de las dos se presente a lo largo de la tarde en
esta casa con las peores intenciones.
Delfín bajó
la cabeza y se tomó un tiempo para asimilar aquella información. Cuando pareció
haberlo hecho, razonó:
—Una de las
dos… muerto probablemente a manos de una mujer. ¿Es cierto que una mujer es
mucho más cerebral que un hombre a la hora de matar? —Ella hizo un gesto de
tímida aprobación—. Bueno, supongo que eso complica el asunto —acabó por
mascullar para sí.
Después de
escucharlo, Eva se recolocó en su asiento y, al acabar, su cara había adquirido
una seriedad todavía mayor que hasta entonces.
—Doctor
Sánchez, atiéndame —dijo golpeando el cristal de la mesa con la punta de uno de
sus dedos a fin de reclamar toda la atención posible a su interlocutor—.
Durante toda la mañana mis compañeros han comprobado de manera minuciosa su
vivienda y los alrededores. Puedo asegurarle, sin temor a equivocarme, que no
hay bombas, ni micrófonos, ni cámaras. Han tomado muestras de agua, de comida y
hasta de aire. También han comprobado las flores y las bases de las coronas en
busca de productos químicos o incluso de algún artefacto, y no han encontrado
nada. A pesar de todo, las han puesto en el alpendre anexo a esta casa —dijo
señalando la puerta que daba al garaje—. Eso supone que todo peligro, por
fuerza, debe de venir desde afuera. Antón, mi compañero al cual ya conoce, está
en la cima de la montaña, desde una posición en la que se divisa la carretera,
esta casa y todos los alrededores. Otros dos compañeros, vestidos de paisano,
se han situado uno a un kilómetro siguiendo la carretera hacia arriba y otro,
un kilómetro en dirección a Ourense. ¿De verdad cree que el asunto, como usted
le llama, está complicado? ¿Complicado para quién, para nosotros o para la
asesina? Piense que cualquier persona que quiera acercarse a usted, incluido un
asesino profesional, debe pasar necesariamente ante nuestros ojos, aunque ella
no se dé cuenta. Como mucho podrá camuflarse dentro del tráfico hasta la
puerta, pero cuando pretenda entrar en la casa, ya la estaremos esperando.
También hemos tenido cuidado de que quien le ha enviado esos anónimos, no
sospeche que estamos aquí. De lo contrario, podría abandonar la idea de matarle
hoy a las siete de la tarde e intentarlo cualquier otro día, a cualquier otra
hora, y entonces nosotros no podríamos protegerle. En estos momentos, creo que
esa sería su mejor baza y no estamos dispuestos a concedérsela.
Delfín la
escuchaba impasible.
—Hoy es el
día, el que ha elegido su enemigo y en el que nosotros queremos que se desarme
—sentenció ella al final.
—¿Y por
aire?
Eva le dirigió
una mirada sorprendida, y a continuación cambió el rictus de seriedad que había
mantenido los últimos minutos.
—No hay
misiles en Ourense, doctor Sánchez, por lo que la posibilidad de un ataque
aéreo se me antoja más propia de una película de ficción que de la vida real.
Delfín no
parecía convencido. Ella insistió:
—¿Sabe
cuántas personas han muerto en Ourense en los últimos cincuenta años por un
ataque aéreo? Cero, y dudo que usted vaya a tener el honor de ser el primero.
Después
debió pensar que aquella posibilidad no merecía ni un minuto más de su tiempo y
decidió dar por finalizada la conversación, antes de que el propio miedo del
hombre le pudiera llevar a aferrarse a ella.
—Voy a
familiarizarme con la casa.
Sábado, 15:00 horas
—No me ha respondido a lo que le he
preguntado antes —rompió Eva con inusual énfasis el espeso silencio que
presidía la espera justo antes de que el reloj de la sala marcase las tres.
Y si con ello pretendía captar la
atención del hombre, lo consiguió de lleno.
—¿Le gusta la comida china? —desveló al
instante.
Pero Delfín no respondió, ni siquiera
hizo ademán de ello.
Ante su atenta mirada, Eva abrió los
paquetes de comida que había traído, la extendió sobre la pequeña mesa de salón
y puso un par de bebidas a su lado. A continuación, se acercó a la cocina, tomó
varios cubiertos, dos servilletas y el mismo número de vasos.
Cuando regresó a la sala, Delfín
permanecía sentado, inmóvil.
—Tiene que comer algo —dijo ella en un
tono casi maternal—. Puede fiarse, no está envenenada, la he comprado yo misma.
Pero antes de que alguno de los dos
hubiera metido el primer bocado en la boca, el móvil de Eva vibró sobre la
mesa, abortando aquel forzado intento de almuerzo.
—Eva, hay una chica dentro de una
furgoneta que ha parado frente a vuestra casa. No es alguien que conozcamos
pero todo apunta a que va para ahí.
La voz de Antón se oyó más allá del
propio teléfono. Los dos se levantaron como un resorte. La inspectora le hizo
un breve gesto con la mano a Delfín para que esperase. A continuación, se
dirigió a la puerta de la entrada. Por la mirilla, observó una furgoneta
blanca, con los portones traseros abiertos. Detrás de ellos, pronto apareció
una chica rellenita, vestida con una bata de trabajo gris y portando una gran
corona de flores. Eva llamó con una seña a Delfín, indicando a la vez por donde
debía acercarse, fuera del alcance de la puerta.
—¿Cuántas coronas ha recibido? —le
susurró cuando este llegó a su altura.
—Ocho, el viernes. Y ayer… tres.
La inspectora se tomó un instante para
pensar.
—Antón dijo doce. ¿Por qué una hoy?
El hombre se encogió de hombros, justo
en el momento que sonó el timbre por primera vez. Eva volvió a mirar por la
mirilla. La chica había dejado la pesada corona en el suelo y permanecía a la
espera frente a la puerta, inmóvil. La inspectora se apartó hacia atrás y
volvió a tomarse un instante para pensar, hasta que el timbre sonó por segunda
vez. Luego movió a Delfín hasta el lugar donde ella había estado inicialmente.
—Cuando yo le indique —le dijo al oído—,
abra desde esta posición, sin moverse, y deje la puerta franca, para que yo
pueda ver a la chica en todo momento.
A continuación, desenfundó su pistola y
se retiró a la sala, colocándose detrás del sofá y asentando contra él su arma,
que quedó lista para disparar sin posibilidad de error. En ese momento, el
timbre sonó por tercera vez. Delfín buscó con la mirada a la inspectora y, tras
la seña de esta, de un impulso franqueó la puerta de par en par.
—Traigo una corona para Delfín Sánchez
—anunció la recién llegada con cierta desgana.
—De acuerdo.
La chica dudó qué hacer ante la
pasividad del hombre.
—¿Se la coloco en algún sitio?
Delfín señaló al lado de la puerta, sin
mover más que un brazo y lo imprescindible.
—¿No quiere que se la arregle en donde
vaya a quedar? En el velatorio, me refiero.
—No, no es necesario. Gracias.
La chica hizo gesto de no entender nada,
dejó las flores en el lugar indicado y, al acabar, le ofreció el albarán de
entrega junto a un bolígrafo.
—¿Me firma?
En cuanto tuvo la rúbrica necesaria,
hecha sin apenas mirar el papel, se dio media vuelta y se despidió con un
escueto gracias. Debió pensar que
aquel era uno de los clientes más raros con los que se había topado. Quizá
coleccionara coronas fúnebres o quizá, quién sabe, acabase de ver al propio
cadáver puesto en pie.
Por su parte, en cuanto la chica se dio
la vuelta, Delfín cerró la puerta sin acompañarla, inmóvil como había
permanecido todo el tiempo, y buscó a Eva con la mirada. Esta ya se acercaba
con la pistola en una mano y el teléfono en la otra. Volvió a mirar por la mirilla,
a la vez que subía el aparato a su boca.
—Antón, todo normal. Se va.
—Sí, lo estoy viendo. El coche es de la
floristería y el encargo estaba pendiente de entregar desde ayer, pero no les
quedó tiempo. Acabo de llamar al establecimiento ahora. También me han descrito
a la chica con exactitud. De todos modos, la pararemos por el camino.
—Perfecto.
Eva colocó la pistola en el cinturón y
el teléfono en el bolsillo y fue a por un cuchillo a la sala. Con él en la
mano, se agachó junto a la corona y olió las flores, revolvió los tallos y
hasta rajó la base, comprobando el relleno minuciosamente en busca de algo
sospechoso.
—Nada —dijo ante la atenta mirada del
hombre—. Pero vamos a ponerla con las demás. Será una cosa menos de la que
preocuparnos.
—Deje, ya voy yo.
Delfín unió la corona recién llegada con
las otras en el garaje mientras Eva regresaba a la sala.
—Vamos a comer algo con calma, la mesa
sigue puesta —dijo cuando él volvió.
El hombre se dejó caer en su sofá y tomó
aire intentando tranquilizarse. Durante un tiempo centró su atención en los
recipientes que ella le estaba colocando delante, aunque su pensamiento parecía
cada vez más alejado de aquella mesa.
—Mi última comida —razonó—. ¿Se da
cuenta de que esta puede ser la última vez que coma en este mundo? En una
ridícula mesa de salón, en compañía de una desconocida… y esperando mi muerte.
Una muerte que nadie sabe muy bien de dónde va a venir, ni cómo se va a
producir, ni tan siquiera si será o no dolorosa. Bonita comida de despedida a
cincuenta años de triste existencia.
—Doctor Sánchez, su vida no es triste.
Luego interrumpió por un momento lo que
estaba haciendo.
—Delfín, he estado en su consulta, todo
el mundo le aprecia. Estos días nos hemos fijado en dos pacientes descontentos,
pero apostaría a que hay cientos, miles que le estarán eternamente agradecidos.
Su propia enfermera lleva años con usted, le adora y respeta. He hablado con
ella y puedo asegurarle que no ha salido una sola palabra de su boca que no
destilara respeto, cariño y admiración hacia usted. Y esas son tres cosas que
no se compran, esas se ganan a lo largo de los años, día a día.
—Pues está claro que hay alguien con
quien no me lo he ganado.
—Siempre hay personas impermeables a sus
semejantes. La envidia y el odio ajeno son filtros que transforman en algo malo
todo lo bueno que nosotros podamos o queramos ofrecerles, pero no debemos
permitir que ellos gobiernen nuestra existencia, y mucho menos, que decidan
sobre nuestra vida. Por eso estoy yo aquí y por eso están mis compañeros ahí
fuera.
—De todos modos, no tengo hambre —dijo
el hombre, impermeable a las palabras que acababa de oír—. Voy a por café
—añadió luego.
Eva no tardó ni un segundo en levantarse
de su asiento por puro instinto.
—No tema, si estuviese envenenado ya estaría
muerto. Está hecho desde primera hora de la mañana y ya he tomado más de una
taza antes de que usted llegase—comentó camino de la cocina—. Digamos que los
últimos días bien podría parecer que estoy llevando un régimen a base de café,
y lo estoy cumpliendo a rajatabla. ¿Quiere uno?
—No.
Delfín regresó con un gran tazón de café
humeante entre las manos, que colocó sobre la mesa a la vez que encendía un
cigarrillo.
—No sé si le molesta, pero creo que es
un privilegio que puedo tomarme teniendo en cuenta las circunstancias.
Considérelo como el último deseo que se concede a todo condenado a muerte.
—No me molesta.
Sábado, 15:30 horas
De nuevo, el teléfono de Eva vibró en
medio de los dos.
—Dime.
—Hemos parado a la chica y la hemos
identificado a conciencia.
—¿Y?
—Es una repartidora, una vulgar
repartidora. Además, lleva tiempo en la empresa. Creo que se ha llevado el
susto de su vida.
—Mejor. Aquí seguimos esperando.
—Cualquier novedad, te aviso —se
despidió Antón.
—¿Por qué no le pregunta por el chico de
Sevilla? —comentó Delfín nada más dejar Eva el teléfono sobre el cristal—.
¿Sigue en paradero desconocido, como si se lo hubiera tragado la tierra?
La inspectora asintió con la cabeza.
—Quizá mi verdugo haya entrenado con él,
¿no ha pensado en esa posibilidad?
Ella no respondió esta vez.
—Tengo oído que es difícil matar por
primera vez. De este modo, yo sería el segundo.
—Vamos a pensar que no es así, y también
que pronto lo encontrarán.
—Bueno, esto abre una nueva posibilidad
—continuó Delfín con su monólogo—, que después de haberlo hecho una vez, le
haya resultado tan horrible que no quiera repetirlo.
—Doctor, me gustaría que se concentrara
en cosas reales.
—Se da cuenta, mi vida en manos de las
sensaciones de un loco.
Eva tomó aire, una bocanada enorme,
quizá por agotamiento o para buscar la paciencia necesaria ante aquella
situación. Una dosis extra de oxígeno que pareció darle fuerzas de inmediato
para tomar el mando de la conversación:
—Olvídese del chico de Sevilla. Si
aparece es posible que nos solucione muchas cosas pero eso no está en nuestras
manos, como no lo está el saber si es una broma o no. Así que debemos descartar
esas opciones y concentrarnos en lo que tenemos aquí. Y aquí, la realidad es
que estamos esperando que alguien llegue por esa puerta. Por eso, me gustaría
que intente olvidar durante unas horas todos esos pensamientos negativos. Fume
todo lo que quiera, tome el café que desee, pero le necesito alerta y centrado.
Y no me creo que una persona como usted se dé por vencido sin luchar hasta el
final. He visto como se ha ido derrumbando estos dos últimos días,
progresivamente, y no digo que no lo comprenda, pero si quiere permanecer con
vida no es un lujo que ahora mismo pueda permitirse.
Delfín miró hacia Eva durante un
segundo. Luego se concentró en el suelo, pensativo, y permaneció así durante un
buen rato. Quizá la mujer tuviese razón.
Sábado, 17:00 horas
Toda espera tiene el curioso don de
volverse insoportable con el paso del tiempo y, la que se mantenía en casa de
Delfín a medida que avanzaba la tarde, comenzaba a adquirir un marcado tono
dramático. Aquellas llamadas, esperanzadoras al inicio de la tarde, ahora
suponían un sobresalto mayor cada vez que se producían. Cuando faltaban poco
más de dos horas para cumplirse el fatídico instante vaticinado en las
amenazas, de nuevo la misma vibración sobre la acristalada mesa decidió el
final de una conversación, en este caso intranscendente, y atrajo la atención
de los dos al momento.
Eva descolgó sin dejar de mirar a
Delfín.
—Dime —dijo al aparato.
Luego transcurrieron unos segundos, en
los que la cara de la inspectora cambió de manera ostensible dejando entrever
que nada seguía como hasta entonces. La llamada acabó con un seco entiendo y los segundos posteriores
comenzaron con un temeroso e impaciente qué
pasa pronunciado por Delfín.
—Yolanda viene en esta dirección. Está
en la carretera y es de suponer que se dirige hacia aquí.
Los dos se quedaron parados.
—Es imposible —se anticipó Delfín, como
si eso le confiriese un mando en la situación que hacía mucho tiempo ya que no
tenía.
Luego preguntó temeroso:
—¿Va a detenerla?
La inspectora se tomó un momento para
pensar.
—No, por desgracia, primero necesitamos
que se descubra. En el fondo no tenemos nada con que incriminarla.
—No puede ser ella…
—Escuche, va a actuar igual que ha hecho
antes con la repartidora, solo que esta vez yo le estaré cubriendo desde la
cocina. Déjela entrar, pero reténgala en el salón, manténgase a cierta
distancia y nunca se coloque usted entre ella y la cocina, ¿de acuerdo?
Él no respondió.
—¡Despierte! —lo arengó la inspectora
con un grito contenido—. Puede abrir esa puerta y descerrajarle un tiro, puede
sacar un cuchillo y rajarle el cuello o puede usar cualquier veneno, y entonces
nada importará lo que usted crea o desee. Así que despierte de una vez y luche
por su vida.
El timbre sonó atronador por primera vez
en el aire.
Delfín dudó. Ella lo agarró por los
hombros y lo sacudió con fuerza, a la vez que volvió a chillarle con el sonido
de un susurro:
—¡Póngase en guardia!
En cuanto lo soltó, el hombre se dirigió
con pesadez hacia la puerta y se colocó en la misma baldosa que había estado
hacía poco más de una hora. A su espalda, Eva se dirigió a la cocina y buscó
una ubicación discreta, arrimó la puerta sin cerrarla y colocó una silla
detrás. Un chasquido de dedos marcó el momento de abrir, justo cuando el timbre
retumbaba por segunda vez en toda la casa.
Cuando la puerta de entrada se abrió de
par en par, la recién llegada avanzó hacia el interior de la vivienda
desgranando frases que no diferirían de cualquier saludo rutinario, incluso
amistoso. Delfín seguía en su posición, rígido, con la puerta abierta y la
respiración contenida.
—Feliz cumpleaños, cariño —dijo al final
la mujer.
Luego se quedó mirando la petrificada
figura de su exmarido.
—¿Qué te ocurre?
—Nada.
Ahora sí, el hombre cerró la puerta,
esquivó sin disimulo la figura de Yolanda y se dirigió a la sala, mirando de
reojo un par de veces a la mujer.
—Estaba tomando café —dijo a modo de
excusa.
Yolanda lo siguió con cara de no
entender muy bien qué estaba pasando. Sobre la mesa, permanecía la comida
servida y sin empezar.
—Bueno, también iba a comer —añadió en
un pobre intento de perfeccionar la primera excusa.
La mujer se fijó en la mesa, en la comida,
en los tenedores y es posible que también en los dos vasos y otras tantas
servilletas.
—Creo que he llegado en mal momento
—dijo—. Lo siento, no era mi intención interrumpir —añadió luego.
Después se tomó un tiempo para pensar,
unos pensamientos que fueron ensombreciendo poco a poco su semblante.
—Veo que no has empezado la comida, y
que has puesto dos servilletas y dos vasos, pero no recuerdo haber visto ningún
coche afuera cuando llegué —razonó—. Apostaría a que has quedado con alguien
para comer y que finalmente no ha venido.
Luego hizo un alto y respiró con fuerza
antes de continuar:
—También veo que con el plantón se te
han quitado las ganas de comer y has decidido pasar directamente al café.
Porque tazas, solo has puesto una.
El hombre hizo intención de volver a
explicar desde el principio la situación, pero no debió encontrar las palabras
adecuadas.
—Solo venía a traerte un regalo de
cumpleaños. No se cumplen cincuenta años todos los días, el niño tiene
campamento este fin de semana y pensé que podía ser una buena idea… En fin,
déjalo.
Cuando acabó de hablar, Delfín había
abandonado cualquier intento de explicación y permanecía inmóvil al lado de la
mesa. Delante de él, Yolanda extrajo un alargado paquete del bolso, envuelto en
papel de regalo, lo colocó sobre el cristal con cuidado y se dio la vuelta en
dirección a la puerta de entrada, aunque sin avanzar, quizá esperando esa
explicación que todavía no había escuchado.
Él miró el paquete fijamente, con una
intensidad que bien pudiera deducirse que intentaba atravesar el envoltorio con
la mirada. Luego se produjo un largo vacío entre los dos, uno de esos silencios
de atmósfera espesa que solo pueden surgir entre dos personas que han
compartido muchas cosas cuando una no sabe qué decir y la otra si va a escuchar
algo.
—¿Por qué? —se lamentó él—. ¿Por qué
quieres matarme? Yo no te molesto, nunca te he molestado.
—¿Qué dices?
Delfín pareció no haber escuchado. Se
sentó, se derrumbó en el sofá antes ocupado por Eva como solo un hombre vencido
por completo puede hacer, y abrazó su cabeza con ambas manos, mientras Yolanda
permanecía de pie ante él.
—¿Vas a negarme lo que es del todo
evidente, vas a negar que solo has venido hasta aquí para matarme, que me has
estado enviando una carta cada mes con tus amenazas?
—No sé de qué me hablas.
—Pero lo que más me duele es tu
crueldad. ¿Por qué has querido torturarme anunciándolo durante todo un año? Eso
no lo entiendo.
—Delfín, ¿te están amenazando? —preguntó
ahora Yolanda, con evidente cara de incredulidad.
—Siempre te he querido y no te has dado
cuenta, yo siempre he pensado que algún día podíamos volver a intentarlo, que
podíamos estar bien los tres juntos cuando estuviésemos los tres solos, que
solo era cuestión de que los dos quisiéramos...
—No entiendo nada de lo que estás
diciendo, ¿qué te pasa?
—Ya no hace falta que disimules. Lo sé
todo, todo… —gritó el hombre hasta que un ahogado sollozo acabó por cortar su
voz, como si con aquel grito se hubiese agotado.
—De verdad, no sé de qué me estás
hablando.
—¿Por qué no me matas ya? —dijo
intentando sobreponerse a sus lágrimas—. ¿Tienes que esperar necesariamente a
que sean las siete de la tarde?
—¿Esperar a las siete, para qué? Me
puedes explicar de una vez qué te pasa, ¿te están amenazando? ¿Es eso lo que ocurre?
Pasaron tres minutos largos, agónicos,
en los que Yolanda tenía demasiadas preguntas y Delfín ya ninguna respuesta.
Tres minutos que finalizaron de manera brusca cuando Eva irrumpió en la sala
sin haber enfundado todavía su arma y ante la atónita mirada de la pareja.
—Señora, lo que ha dicho su exmarido, es
verdad —dijo con una serenidad abrumadora—. Alguien se ha tomado la molestia de
enviarle innumerables anónimos durante el último año, anónimos anunciando su
muerte, y también de preparar un funeral para hoy y a su nombre.
—¿A mi nombre?
—Sí, señora, a su nombre.
El semblante de la mujer, que antes
había pasado de la decepción al desconcierto, ahora tan solo dejaba entrever
temor, un temor que parecía no haber alcanzado su techo. La inspectora no se
dejó impresionar y continuó:
—No sabemos si es una broma o si las
amenazas se ejecutarán. Pero hay indicios claros de que será la segunda opción
y he de decirle que, si hace una hora usted estaba en nuestra lista de
sospechosos, viniendo aquí en estos momentos, se ha colocado la primera
destacada.
—¿Es usted policía?
—Sí, señora, soy inspectora de policía.
Yolanda se sentó en el sofá más cercano,
pensativa, para acabar abriendo los dos brazos a la vez en señal de improbable
descargo, mientras Eva parecía querer procesar cada uno de sus gestos.
—¿Y qué puedo hacer yo para demostrar
que nada de eso va conmigo —dijo Yolanda—, que no tengo nada que ver en ello,
que me acabo de enterar de todo esto? Puede registrarme, vaciar mi bolso,
incluso desnudarme si quiere, pero no encontrará nada que sirva para matar a
alguien.
Luego señaló el paquete.
—Es una tablet, nada especial. Pensé que
le haría ilusión. Ábralo, desármela si quiere, pero no encontrará nada dentro.
Es una simple tablet, como hay miles.
Después dirigió sus ojos hacia Eva:
—¿Ustedes no tienen manera de comprobar
cuándo una persona es inocente?
La inspectora no contestó, se limitó a
abrir el paquete y examinar cada elemento que había dentro. En efecto, era una
tablet, con su caja, su libro de instrucciones, su cargador, también un
adaptador, pero solo una tablet. Después cogió el bolso de la mujer y repitió
la operación, vaciándolo sobre la mesa. Finalmente, se dirigió a Yolanda:
—Levántese y venga conmigo.
Las dos entraron en la cocina. Allí la cacheó
de un modo minucioso, más incluso de lo que antes había hecho con sus
pertenencias. Cuando salieron, ambas parecían algo más relajadas. Yolanda,
delante; Eva, a su espalda.
—Creo que será mejor que se vaya —dijo
la inspectora al llegar a la sala—. Permanecer en esta casa puede ser peligroso
y mis compañeros necesitarán hacerle unas preguntas. En cuanto salga ya la
abordan.
La mujer no se inmutó:
—No voy a irme. Mi sitio está aquí,
entiéndalo —balbuceó con timidez.
Luego se movió hasta situarse frente a
Eva.
—Inspectora, comprendo el peligro que
corro —dijo con decisión—, pero no voy a marcharme. Ya me ha registrado, puede
volver a hacerlo, más a fondo si lo desea, las veces que necesite, pero se lo
ruego, permítame que me quede.
Sus palabras sonaban a petición sincera,
casi a súplica, a pesar de la firmeza que intentaba imprimir a su tono.
—He compartido con él la mayor parte de
los años de mi existencia, es el padre de mi hijo y él está presente en los
mejores momentos de mi vida. Si alguien quiere matarlo aquí y ahora, tendrá que
pasar por encima de tres personas. Además recuerde que soy médico.
Luego se produjo un instante de duda, de
decisiones necesarias entre opciones equilibradas, de valoraciones rápidas y
evidentes apuestas arriesgadas. Un instante tan solo interrumpido por la
vibración del teléfono en el bolsillo de Eva.
—Espera un minuto —dijo sin escuchar.
A continuación, miró a Yolanda, de arriba
abajo, varias veces; de manera fugaz a Delfín, sentado, abatido en el sofá; y
de nuevo a la mujer. Esta vez a los ojos:
—Está bien, puede quedarse.
Yolanda hizo además de sentarse al lado
de su exmarido, pero no llegó a materializar su intento.
—A partir de ahora —dijo Eva
anticipándose—, Delfín estará aquí. Usted y yo —señalando a la mujer—, esperaremos
en la cocina.
Yolanda se encaminó hacia allí, cogió su
teléfono de entre los objetos que había esparcido la inspectora sobre la mesa y
se fue sin poner objeciones. Eva se dirigió a Delfín:
—Encienda la televisión y baje el
volumen. Es necesario dar sensación de normalidad y estar más atentos que
nunca. Del resto, me ocupo yo.
El hombre obedeció con esfuerzo. Cogió
el mando y eligió un canal al azar, programó un volumen apenas perceptible y
escondió de nuevo su cabeza entre los brazos, como quien tiene su propia
calavera en las manos y no sabe qué hacer con ella.
Cuando Eva llegó a la cocina, Yolanda la
esperaba impaciente.
—¿No puede ser una broma?
—Es una posibilidad.
La inspectora marcó el teléfono de
Antón, sin dar más explicación.
—¿Qué ha pasado? —respondió este sin
esperar ni un solo tono.
—Aquí, todo bien, bajo control. Delfín
está en el salón viendo la tele y he decidido que Yolanda se quede. Estaremos
en la habitación de al lado, en la cocina.
—¿Estás segura?
—Sí, todo lo segura que puedo estar.
¿Alguna novedad por ahí?
—Una importante —anunció eufórico desde el otro lado—, hemos localizado a Teresa.
Sí, los compañeros de Madrid, ha vuelto a su casa. En efecto, estaba de
vacaciones, pero en París, nada cercano a Sevilla. La abordaron en la calle y
todavía traía el equipaje con el franqueo del aeropuerto.
—De todos modos, hay que seguir
controlándola.
—Sí, pero creo que podemos ir
tachándola.
—¿Algo más?
—No, los demás no se han movido.
—Estate atento a todo.
Luego dejó el teléfono sobre la mesa.
—Gracias por permitir que me quede —dijo
Yolanda desde el otro lado de la mesa.
—No me las dé. Si no se ha ido todavía
es porque prefiero tenerla controlada yo de primera mano.
La mujer pareció acusar el golpe. Eva la
miró fijamente.
—Dígame, ¿tiene idea de quién puede
querer matar a Delfín?
—No, no salgo de mi asombro. Delfín es
un buen hombre, no me imagino que alguien desee hacerle daño. Es una de estas
personas con las que puedes enfadarte, tener diferencias, incluso no entenderte
en algún momento, pero es imposible que llegues a odiarle. Tan fuerte a la hora
de tratar a un enfermo como débil cuando se trata de sí mismo, no hace falta
más que verlo —dijo mirando de reojo hacia la sala.
Luego se atrevió a preguntar:
—¿Aparte de mí, sospechan de más gente?
—Sí —contestó estoicamente la
inspectora, sin dejar de mirarla a los ojos—, pero acaba de caerse la última
opción.
—¿Eso me convierte otra vez en
sospechosa?
—No, yo no he dicho eso.
Yolanda no pareció convencida con la
respuesta, pero quizá pensó que intentar un nuevo descargo podría resultar
inútil y quizá hasta sospechoso. Eva comprobó la hora en su móvil, las 17:40.
Después razonó en alto:
—Puede ser que una de las personas a
quien controlamos nos haya descubierto y haber desistido por el momento; o bien
puede venir alguien en quien no hayamos pensado; y claro, también puede ser una
broma, una broma tan cara como macabra. Pero los anónimos eran metódicos, nada
improvisado, y dejaban clara la intención de que fuese hoy y a las siete de la
tarde, justo cuando Delfín cumpla cincuenta años.
Yolanda permanecía atenta a la
inspectora.
—¿Su padre está en Nueva York? —preguntó
esta.
—Sí… claro. —A continuación, hizo
memoria, con evidente cara de sorpresa—. Me llamó a mediodía desde allí
—añadió—, desde una cabina, nunca lleva móvil cuando va de vacaciones porque lo
siguen llamando constantemente, por su trabajo. Tengo la llamada registrada en
mi teléfono, mire.
La mujer desbloqueó su teléfono, pulsó
llamadas recibidas y se lo colocó delante a Eva.
—La última —dijo.
La inspectora comprobó por encima el
aparato y dejó escapar un gesto contrariado. Acto seguido, cogió el suyo y
marcó:
—Antón, ¿sabemos algo del chico de
Sevilla?
—No, ayer no fue a trabajar donde suele
ponerse, no está en su vivienda y nadie lo ha visto desde hace dos o tres días.
Me han dicho los compañeros de allí que ya no saben dónde buscar. Es más,
empiezan a temerse lo peor.
—Mierda, teníamos que haberles pedido
una foto —exclamó con fastidio.
—Sí, deberíamos, pero ahora ya es tarde
para eso.
—Porque digo yo, ¿este cabrón no estará
de visita turística en Ourense?
Antón se tomó un breve tiempo al otro
lado.
—¿Que le hubieran contratado un pack
completo? —preguntó luego.
—Exacto.
—Bueno, es una posibilidad. Habrá que
estar atentos.
—Sí, una más.
Eva colgó y volvió a centrar su mirada
en Yolanda, a medio camino entre el análisis y la búsqueda de inspiración. Esta
aguantó durante unos segundos y luego preguntó con timidez, como si la ciudad
que acababa de oír en la conversación le resultase del todo extraña:
—¿Qué pasa en Sevilla?
La inspectora no tuvo problema en
aclararlo. Quizá buscando la clave que todavía no había encontrado.
—Las últimas llamadas y movimientos se
han hecho desde allí, por un chico a quien sospechamos que le pagaron. Ya sabe,
un chapero fácil de comprar. Lo están buscando.
Yolanda se quedó pensando,
profundamente, como si esa ubicación ya no le resultase tan extraña.
—Cuénteme algo que no sepa —inquirió
Eva, atenta al cambio.
Pero no dijo nada. En cambio, dejó
perder la mirada en el suelo mientras su cara se fue cubriendo de un terror
imposible de describir.
—Dios mío —balbuceó de manera
instintiva.
Luego se puso en pie y recorrió toda la
cocina con una nerviosa mirada en círculo. Desde la distancia, se centró
durante un breve momento en Delfín, aunque su atención parecía seguir lejos de
allí:
—Dios mío, no puede ser —repitió sin
dejar de estar ausente.
Cuando sus ojos se encontraron con los
de Eva, ya de pie frente a ella, su recorrido se detuvo por un momento.
—No puede ser.
—¿Qué es lo que no puede ser…? —insistió
la inspectora.
Luego siguió observando a la mujer, más
aun si cabe. Esta volvió a sentarse, dubitativa, horrorizada.
—Es terrible —dijo para sí—. Dios mío,
tenemos que irnos.
Después, miró su reloj, a continuación
de nuevo a Eva, y repitió, esta vez convencida y de un modo desesperado:
—Tenemos que irnos. Tenemos que irnos
ya.
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