sábado, 28 de mayo de 2016

CAFÉ Y CIGARRILLOS PARA UN FUNERAL: III. La espera


«Descansa bajo un arco el moribundo sol
Y, tal enorme sudario rezagado, hacia Oriente,
Oye, querida, oye cómo avanza la Noche.
Antes de que el crepúsculo en noche se convierta,
y se duerma la calle y se entorne la puerta
a solas con mi pobre madurez inexperta,
quiero que mi demanda se encuentre con tu oferta.»
(MARIO BENEDETTI)


Sábado, 8:00 horas
La irreverente luz del sol de julio, disparando sus rayos desde el albor, marcó el inicio del día tantas veces anunciado en aquellos anónimos. Eva, después de pasar por la comisaría, se citó con Delfín a las ocho para desayunar en la cafetería Titanic. Mientras, tres policías, disfrazados de improvisados electricistas, inspeccionarían a fondo su vivienda.
En la terraza de la cafetería, Eva colocó su cara intentando recibir en ella los primeros rayos de sol del día. Delfín, en cambio, se sentó de espaldas, quizá porque a él aquella mañana le parecía un atardecer. Un ocaso prolongado, macabro y que estaba poniendo a prueba su resistencia. Pese a no haber podido conciliar el sueño en toda la noche, se presentó a la cita con la inspectora perfectamente afeitado e impecablemente vestido. El café, solo y cargado, lo despejó aún más:
—Como se imagina no he podido dormir —dijo nada más sentarse—. Pero no me importa, prefiero estar despierto. Pueden ser mis últimas horas en este mundo y quiero vivirlas conscientemente.
Su discurso sonaba tranquilo, sosegado, impregnado de un aplomo sorprendente.
—No se imagina la de cosas que es capaz de pensar una persona en su última noche, la de momentos que es capaz de revivir, la de personas que te das cuenta que te han sobrado en la vida, y la de ellas que te faltan…
Eva escuchaba con empatía, quizá por ello supo mantenerse en silencio cuando el hombre necesitó hacer un alto para buscar nuevas palabras.
—Sabe, en esta vida los sentimientos más fuertes siempre se nombran con palabras cortas y se firman con actos grandes. Esta noche, pensando, me he dado cuenta de que los mayores errores de mi vida siempre han sido motivados por hablar mucho y actuar poco. Y ahora que me gustaría cambiarlo, creo que ya es tarde.
—No, quizá no lo sea.
—Inspectora, la vida es como un sueño. Nadie te pregunta si quieres tenerlo, ni si es ese el que quieres tener, pero después deseas que nunca suene el despertador. El problema es que en mi caso, creo que alguien me ha retrasado el reloj con toda la mala leche del mundo y todavía nadie ha encontrado la manera de desconectarlo.
—Debemos ser optimistas —apuntó la inspectora.
—No soy optimista ni pesimista, solo realista. Y aunque puede intentar convencerme de lo contrario, no me negará que la cosa está difícil. Si hubiesen detenido a mi asesino, me habrían llamado de noche. He estado esperando esa llamada, pegado al teléfono toda la noche.
Delfín revolvía el café con desgana mientras hablaba. Cuando acabó la última frase, le dio un pequeño sorbo a la taza y sacó un cigarrillo.
—¿Sigue fumando?
—¿Por qué no? —se defendió él a medio camino entre la suficiencia y la ironía—. ¿Acaso teme que me dé otro infarto en las próximas once horas?
Eva pensó que había llegado el momento de exponer con claridad la situación, sin falsas expectativas ni tampoco dramatismos absurdos. Quizá eso le ayudase a ver la realidad desde un punto de vista un poco más objetivo.
—Teresa y Jaime siguen perdidos, y no quiero engañarle, creo que va a ser difícil que consigamos situarlos a lo largo del día de hoy. De todos modos, si llegan hasta aquí, los estaremos esperando. A Yolanda, a Fernando y a su madre, los tenemos bajo control. En cuanto al doctor Frontela, hemos comprobado que a esta hora está a miles de kilómetros de distancia. Pero como con el resto de sospechosos, hemos montado guardia en su casa por si regresa antes de lo previsto. Cualquier otra posibilidad que pudiese existir, al igual que la opción de que hayan contratado a un sicario, no hemos podido cubrirlas previamente, por lo que deberemos estar alerta. De todos modos, de producirse alguna de ellas, sería una sorpresa para todos.
—¿Teresa o Jaime? No sabría elegir. Se me hace difícil imaginar a cualquiera de los dos como mi asesino.
—Hay otra cosa, un rayo de esperanza —anunció ella como colofón—. Hace un día que identificamos al chico de Sevilla, el que encargó las flores en la floristería y que todo nos indica que también ha sido quien contactó por teléfono con el dueño de la funeraria. Es una persona muy conocida entre la policía de allí, pero todavía no han conseguido localizarlo. Deberían haberlo hecho ya, pero parece que se lo haya tragado la tierra.
—Sevilla es grande.
—No se crea, para él quizá no lo sea tanto.


Sábado, 14:00 horas
La casa de Delfín es una coqueta construcción de planta baja situada en Cudeiro, localidad anexa a la ciudad regada por cientos de viviendas unifamiliares edificadas en la falda del monte del mismo nombre y que están unidas por una estrecha carretera a lo largo de varios kilómetros de curvas imposibles. A su lado, un pequeño alpendre colocado a la derecha de la vivienda hace las funciones de garaje. Delante, diez metros de improvisado aparcamiento de tierra la separan de la carretera.
Antón tomó posición a las doce en una zona elevada de la montaña, por encima de todas las viviendas. Desde su ubicación no solo se divisaba la casa de Delfín sino también los alrededores y varios kilómetros de aquella carretera. Una carretera poco utilizada durante la semana pero que ahora el carácter ocioso de cualquier sábado había hecho incrementar su tránsito de manera considerable. Sin duda, ello dificultaba el control de acceso a la casa.
Eva, por su parte, llegó a la vivienda un par de horas más tarde. Llamó al timbre, esperó con aire impaciente y, cuando el hombre abrió la puerta, lo saludó de manera amistosa. Apenas unos minutos antes, se habían retirado los electricistas.
—¿Le gusta la comida china? —preguntó luciendo una enorme sonrisa en su cara.
Delfín hizo un gesto ambiguo. Ante él, la inspectora avanzó hasta el interior de la vivienda a la vez que la puerta de entrada se cerraba a su espalda. Luego esperó en el salón y acabó por sentarse en el sofá principal cuando el hombre llegó a su altura.
—Quiero que cierre de manera hermética todas las ventanas de las habitaciones —dijo—, hasta el fondo. En las de la cocina y en las de esta sala, deje las ranuras abiertas para que entre alguna luz. Asegúrese de que podemos ver aquí pero sin que desde afuera se nos vea a nosotros.
Delfín obedeció. Mientras escuchaba cómo el hombre recorría una a una todas las estancias, Eva marcó el número de Antón.
—Ya estoy dentro. Todo en orden —dijo por el micrófono.
—Espera un minuto.
A través del teléfono, se oyó otra conversación, casi imperceptible. Al poco rato, Antón regresó con la inspectora.
—Eva, te cuento, dos novedades. Una buena y una mala.
—Primero la buena, por favor. Vamos a empezar con una alegría.
—La buena, han localizado a Jaime. Y creo que podemos descartarlo. En efecto, está en Barcelona de vacaciones con unos primos. Consiguieron averiguar la dirección y, al ir a buscarlo, acabaron por encontrárselo en la calle. Cuando llegaron al sitio, vieron salir a un hombre que cojeaba, le pidieron que se identificara y… ¡bingo! Se han quedado de guardia, a controlarlo, pero dudo que pueda estar aquí a las siete de la tarde.
—¿La mala?
—Hemos perdido a Yolanda. Al menos, de momento.
—¿Cómo?
—Salió con el niño y no ha regresado. Al parecer, el chico estaba apuntado para un campamento y fue a dejarlo, pero eso lo supieron después. Es una zona de bosque y no quisieron seguirla dentro del recinto para no descubrirse. Resultó que había dos salidas y se fue por la otra. Se han montado controles en la carretera, y siguen haciendo guardia en su casa, pero por el momento está perdida.
—Fantástico…
Delfín había acabado el encargo y se había sentado en el sofá situado frente la inspectora.
—Todo cerrado como me indicó —dijo cuando vio que esta había terminado la llamada.
Eva asintió con la cabeza, sin palabras. Luego se recogió el pelo en una especie de moño mal perfilado, se tomó un instante para pensar y comenzó a hablar en un tono que más parecía que estuviese dirigiéndose a alguno de sus subordinados que a una víctima inocente.
—La situación a esta hora es la siguiente —dijo—. Jaime, Fernando y su madre, están localizados. Sí, Jaime, también, y casi descartado. Por el contrario, a Teresa y a Yolanda, las tenemos perdidas. Siguen buscando al chico de Sevilla, y el doctor Frontela, no nos consta que haya regresado de Nueva York.
El hombre hizo un gesto de extrañeza.
—¿Yolanda no está en Bueu de vacaciones, no la estaban vigilando?
—Sí, pero esta mañana se ha zafado de los agentes.
—No me puedo creer que sea ella quien quiere matarme —dijo después de manera lastimosa.
—Doctor Sánchez, ya se ha acabado el tiempo de hacer suposiciones, de pensar quién puede ser o no. En su momento hemos seleccionado unos nombres y son con los que tenemos que trabajar, todos por igual. Y ahora mismo, la realidad es que a su exmujer le han perdido la pista en circunstancias bastante extrañas. Por lo tanto, debemos considerarla como una candidata porque, si nuestros cálculos no fallan, es muy posible que una de las dos se presente a lo largo de la tarde en esta casa con las peores intenciones.
Delfín bajó la cabeza y se tomó un tiempo para asimilar aquella información. Cuando pareció haberlo hecho, razonó:
—Una de las dos… muerto probablemente a manos de una mujer. ¿Es cierto que una mujer es mucho más cerebral que un hombre a la hora de matar? —Ella hizo un gesto de tímida aprobación—. Bueno, supongo que eso complica el asunto —acabó por mascullar para sí.
Después de escucharlo, Eva se recolocó en su asiento y, al acabar, su cara había adquirido una seriedad todavía mayor que hasta entonces.
—Doctor Sánchez, atiéndame —dijo golpeando el cristal de la mesa con la punta de uno de sus dedos a fin de reclamar toda la atención posible a su interlocutor—. Durante toda la mañana mis compañeros han comprobado de manera minuciosa su vivienda y los alrededores. Puedo asegurarle, sin temor a equivocarme, que no hay bombas, ni micrófonos, ni cámaras. Han tomado muestras de agua, de comida y hasta de aire. También han comprobado las flores y las bases de las coronas en busca de productos químicos o incluso de algún artefacto, y no han encontrado nada. A pesar de todo, las han puesto en el alpendre anexo a esta casa —dijo señalando la puerta que daba al garaje—. Eso supone que todo peligro, por fuerza, debe de venir desde afuera. Antón, mi compañero al cual ya conoce, está en la cima de la montaña, desde una posición en la que se divisa la carretera, esta casa y todos los alrededores. Otros dos compañeros, vestidos de paisano, se han situado uno a un kilómetro siguiendo la carretera hacia arriba y otro, un kilómetro en dirección a Ourense. ¿De verdad cree que el asunto, como usted le llama, está complicado? ¿Complicado para quién, para nosotros o para la asesina? Piense que cualquier persona que quiera acercarse a usted, incluido un asesino profesional, debe pasar necesariamente ante nuestros ojos, aunque ella no se dé cuenta. Como mucho podrá camuflarse dentro del tráfico hasta la puerta, pero cuando pretenda entrar en la casa, ya la estaremos esperando. También hemos tenido cuidado de que quien le ha enviado esos anónimos, no sospeche que estamos aquí. De lo contrario, podría abandonar la idea de matarle hoy a las siete de la tarde e intentarlo cualquier otro día, a cualquier otra hora, y entonces nosotros no podríamos protegerle. En estos momentos, creo que esa sería su mejor baza y no estamos dispuestos a concedérsela.
Delfín la escuchaba impasible.
—Hoy es el día, el que ha elegido su enemigo y en el que nosotros queremos que se desarme —sentenció ella al final.
—¿Y por aire?
Eva le dirigió una mirada sorprendida, y a continuación cambió el rictus de seriedad que había mantenido los últimos minutos.
—No hay misiles en Ourense, doctor Sánchez, por lo que la posibilidad de un ataque aéreo se me antoja más propia de una película de ficción que de la vida real.
Delfín no parecía convencido. Ella insistió:
—¿Sabe cuántas personas han muerto en Ourense en los últimos cincuenta años por un ataque aéreo? Cero, y dudo que usted vaya a tener el honor de ser el primero.
Después debió pensar que aquella posibilidad no merecía ni un minuto más de su tiempo y decidió dar por finalizada la conversación, antes de que el propio miedo del hombre le pudiera llevar a aferrarse a ella.
—Voy a familiarizarme con la casa.


Sábado, 15:00 horas
—No me ha respondido a lo que le he preguntado antes —rompió Eva con inusual énfasis el espeso silencio que presidía la espera justo antes de que el reloj de la sala marcase las tres.
Y si con ello pretendía captar la atención del hombre, lo consiguió de lleno.
—¿Le gusta la comida china? —desveló al instante.
Pero Delfín no respondió, ni siquiera hizo ademán de ello.
Ante su atenta mirada, Eva abrió los paquetes de comida que había traído, la extendió sobre la pequeña mesa de salón y puso un par de bebidas a su lado. A continuación, se acercó a la cocina, tomó varios cubiertos, dos servilletas y el mismo número de vasos.
Cuando regresó a la sala, Delfín permanecía sentado, inmóvil.
—Tiene que comer algo —dijo ella en un tono casi maternal—. Puede fiarse, no está envenenada, la he comprado yo misma.
Pero antes de que alguno de los dos hubiera metido el primer bocado en la boca, el móvil de Eva vibró sobre la mesa, abortando aquel forzado intento de almuerzo.
—Eva, hay una chica dentro de una furgoneta que ha parado frente a vuestra casa. No es alguien que conozcamos pero todo apunta a que va para ahí.
La voz de Antón se oyó más allá del propio teléfono. Los dos se levantaron como un resorte. La inspectora le hizo un breve gesto con la mano a Delfín para que esperase. A continuación, se dirigió a la puerta de la entrada. Por la mirilla, observó una furgoneta blanca, con los portones traseros abiertos. Detrás de ellos, pronto apareció una chica rellenita, vestida con una bata de trabajo gris y portando una gran corona de flores. Eva llamó con una seña a Delfín, indicando a la vez por donde debía acercarse, fuera del alcance de la puerta.
—¿Cuántas coronas ha recibido? —le susurró cuando este llegó a su altura.
—Ocho, el viernes. Y ayer… tres.
La inspectora se tomó un instante para pensar.
—Antón dijo doce. ¿Por qué una hoy?
El hombre se encogió de hombros, justo en el momento que sonó el timbre por primera vez. Eva volvió a mirar por la mirilla. La chica había dejado la pesada corona en el suelo y permanecía a la espera frente a la puerta, inmóvil. La inspectora se apartó hacia atrás y volvió a tomarse un instante para pensar, hasta que el timbre sonó por segunda vez. Luego movió a Delfín hasta el lugar donde ella había estado inicialmente.
—Cuando yo le indique —le dijo al oído—, abra desde esta posición, sin moverse, y deje la puerta franca, para que yo pueda ver a la chica en todo momento.
A continuación, desenfundó su pistola y se retiró a la sala, colocándose detrás del sofá y asentando contra él su arma, que quedó lista para disparar sin posibilidad de error. En ese momento, el timbre sonó por tercera vez. Delfín buscó con la mirada a la inspectora y, tras la seña de esta, de un impulso franqueó la puerta de par en par.
—Traigo una corona para Delfín Sánchez —anunció la recién llegada con cierta desgana.
—De acuerdo.
La chica dudó qué hacer ante la pasividad del hombre.
—¿Se la coloco en algún sitio?
Delfín señaló al lado de la puerta, sin mover más que un brazo y lo imprescindible.
—¿No quiere que se la arregle en donde vaya a quedar? En el velatorio, me refiero.
—No, no es necesario. Gracias.
La chica hizo gesto de no entender nada, dejó las flores en el lugar indicado y, al acabar, le ofreció el albarán de entrega junto a un bolígrafo.
—¿Me firma?
En cuanto tuvo la rúbrica necesaria, hecha sin apenas mirar el papel, se dio media vuelta y se despidió con un escueto gracias. Debió pensar que aquel era uno de los clientes más raros con los que se había topado. Quizá coleccionara coronas fúnebres o quizá, quién sabe, acabase de ver al propio cadáver puesto en pie.
Por su parte, en cuanto la chica se dio la vuelta, Delfín cerró la puerta sin acompañarla, inmóvil como había permanecido todo el tiempo, y buscó a Eva con la mirada. Esta ya se acercaba con la pistola en una mano y el teléfono en la otra. Volvió a mirar por la mirilla, a la vez que subía el aparato a su boca.
—Antón, todo normal. Se va.
—Sí, lo estoy viendo. El coche es de la floristería y el encargo estaba pendiente de entregar desde ayer, pero no les quedó tiempo. Acabo de llamar al establecimiento ahora. También me han descrito a la chica con exactitud. De todos modos, la pararemos por el camino.
—Perfecto.
Eva colocó la pistola en el cinturón y el teléfono en el bolsillo y fue a por un cuchillo a la sala. Con él en la mano, se agachó junto a la corona y olió las flores, revolvió los tallos y hasta rajó la base, comprobando el relleno minuciosamente en busca de algo sospechoso.
—Nada —dijo ante la atenta mirada del hombre—. Pero vamos a ponerla con las demás. Será una cosa menos de la que preocuparnos.
—Deje, ya voy yo.
Delfín unió la corona recién llegada con las otras en el garaje mientras Eva regresaba a la sala.
—Vamos a comer algo con calma, la mesa sigue puesta —dijo cuando él volvió.
El hombre se dejó caer en su sofá y tomó aire intentando tranquilizarse. Durante un tiempo centró su atención en los recipientes que ella le estaba colocando delante, aunque su pensamiento parecía cada vez más alejado de aquella mesa.
—Mi última comida —razonó—. ¿Se da cuenta de que esta puede ser la última vez que coma en este mundo? En una ridícula mesa de salón, en compañía de una desconocida… y esperando mi muerte. Una muerte que nadie sabe muy bien de dónde va a venir, ni cómo se va a producir, ni tan siquiera si será o no dolorosa. Bonita comida de despedida a cincuenta años de triste existencia.
—Doctor Sánchez, su vida no es triste.
Luego interrumpió por un momento lo que estaba haciendo.
—Delfín, he estado en su consulta, todo el mundo le aprecia. Estos días nos hemos fijado en dos pacientes descontentos, pero apostaría a que hay cientos, miles que le estarán eternamente agradecidos. Su propia enfermera lleva años con usted, le adora y respeta. He hablado con ella y puedo asegurarle que no ha salido una sola palabra de su boca que no destilara respeto, cariño y admiración hacia usted. Y esas son tres cosas que no se compran, esas se ganan a lo largo de los años, día a día.
—Pues está claro que hay alguien con quien no me lo he ganado.
—Siempre hay personas impermeables a sus semejantes. La envidia y el odio ajeno son filtros que transforman en algo malo todo lo bueno que nosotros podamos o queramos ofrecerles, pero no debemos permitir que ellos gobiernen nuestra existencia, y mucho menos, que decidan sobre nuestra vida. Por eso estoy yo aquí y por eso están mis compañeros ahí fuera.
—De todos modos, no tengo hambre —dijo el hombre, impermeable a las palabras que acababa de oír—. Voy a por café —añadió luego.
Eva no tardó ni un segundo en levantarse de su asiento por puro instinto.
—No tema, si estuviese envenenado ya estaría muerto. Está hecho desde primera hora de la mañana y ya he tomado más de una taza antes de que usted llegase—comentó camino de la cocina—. Digamos que los últimos días bien podría parecer que estoy llevando un régimen a base de café, y lo estoy cumpliendo a rajatabla. ¿Quiere uno?
—No.
Delfín regresó con un gran tazón de café humeante entre las manos, que colocó sobre la mesa a la vez que encendía un cigarrillo.
—No sé si le molesta, pero creo que es un privilegio que puedo tomarme teniendo en cuenta las circunstancias. Considérelo como el último deseo que se concede a todo condenado a muerte.
—No me molesta.


Sábado, 15:30 horas
De nuevo, el teléfono de Eva vibró en medio de los dos.
—Dime.
—Hemos parado a la chica y la hemos identificado a conciencia.
—¿Y?
—Es una repartidora, una vulgar repartidora. Además, lleva tiempo en la empresa. Creo que se ha llevado el susto de su vida.
—Mejor. Aquí seguimos esperando.
—Cualquier novedad, te aviso —se despidió Antón.
—¿Por qué no le pregunta por el chico de Sevilla? —comentó Delfín nada más dejar Eva el teléfono sobre el cristal—. ¿Sigue en paradero desconocido, como si se lo hubiera tragado la tierra?
La inspectora asintió con la cabeza.
—Quizá mi verdugo haya entrenado con él, ¿no ha pensado en esa posibilidad?
Ella no respondió esta vez.
—Tengo oído que es difícil matar por primera vez. De este modo, yo sería el segundo.
—Vamos a pensar que no es así, y también que pronto lo encontrarán.
—Bueno, esto abre una nueva posibilidad —continuó Delfín con su monólogo—, que después de haberlo hecho una vez, le haya resultado tan horrible que no quiera repetirlo.
—Doctor, me gustaría que se concentrara en cosas reales.
—Se da cuenta, mi vida en manos de las sensaciones de un loco.
Eva tomó aire, una bocanada enorme, quizá por agotamiento o para buscar la paciencia necesaria ante aquella situación. Una dosis extra de oxígeno que pareció darle fuerzas de inmediato para tomar el mando de la conversación:
—Olvídese del chico de Sevilla. Si aparece es posible que nos solucione muchas cosas pero eso no está en nuestras manos, como no lo está el saber si es una broma o no. Así que debemos descartar esas opciones y concentrarnos en lo que tenemos aquí. Y aquí, la realidad es que estamos esperando que alguien llegue por esa puerta. Por eso, me gustaría que intente olvidar durante unas horas todos esos pensamientos negativos. Fume todo lo que quiera, tome el café que desee, pero le necesito alerta y centrado. Y no me creo que una persona como usted se dé por vencido sin luchar hasta el final. He visto como se ha ido derrumbando estos dos últimos días, progresivamente, y no digo que no lo comprenda, pero si quiere permanecer con vida no es un lujo que ahora mismo pueda permitirse.
Delfín miró hacia Eva durante un segundo. Luego se concentró en el suelo, pensativo, y permaneció así durante un buen rato. Quizá la mujer tuviese razón.


Sábado, 17:00 horas
Toda espera tiene el curioso don de volverse insoportable con el paso del tiempo y, la que se mantenía en casa de Delfín a medida que avanzaba la tarde, comenzaba a adquirir un marcado tono dramático. Aquellas llamadas, esperanzadoras al inicio de la tarde, ahora suponían un sobresalto mayor cada vez que se producían. Cuando faltaban poco más de dos horas para cumplirse el fatídico instante vaticinado en las amenazas, de nuevo la misma vibración sobre la acristalada mesa decidió el final de una conversación, en este caso intranscendente, y atrajo la atención de los dos al momento.
Eva descolgó sin dejar de mirar a Delfín.
—Dime —dijo al aparato.
Luego transcurrieron unos segundos, en los que la cara de la inspectora cambió de manera ostensible dejando entrever que nada seguía como hasta entonces. La llamada acabó con un seco entiendo y los segundos posteriores comenzaron con un temeroso e impaciente qué pasa pronunciado por Delfín.
—Yolanda viene en esta dirección. Está en la carretera y es de suponer que se dirige hacia aquí.
Los dos se quedaron parados.
—Es imposible —se anticipó Delfín, como si eso le confiriese un mando en la situación que hacía mucho tiempo ya que no tenía.
Luego preguntó temeroso:
—¿Va a detenerla?
La inspectora se tomó un momento para pensar.
—No, por desgracia, primero necesitamos que se descubra. En el fondo no tenemos nada con que incriminarla.
—No puede ser ella…
—Escuche, va a actuar igual que ha hecho antes con la repartidora, solo que esta vez yo le estaré cubriendo desde la cocina. Déjela entrar, pero reténgala en el salón, manténgase a cierta distancia y nunca se coloque usted entre ella y la cocina, ¿de acuerdo?
Él no respondió.
—¡Despierte! —lo arengó la inspectora con un grito contenido—. Puede abrir esa puerta y descerrajarle un tiro, puede sacar un cuchillo y rajarle el cuello o puede usar cualquier veneno, y entonces nada importará lo que usted crea o desee. Así que despierte de una vez y luche por su vida.
El timbre sonó atronador por primera vez en el aire.
Delfín dudó. Ella lo agarró por los hombros y lo sacudió con fuerza, a la vez que volvió a chillarle con el sonido de un susurro:
—¡Póngase en guardia!
En cuanto lo soltó, el hombre se dirigió con pesadez hacia la puerta y se colocó en la misma baldosa que había estado hacía poco más de una hora. A su espalda, Eva se dirigió a la cocina y buscó una ubicación discreta, arrimó la puerta sin cerrarla y colocó una silla detrás. Un chasquido de dedos marcó el momento de abrir, justo cuando el timbre retumbaba por segunda vez en toda la casa.
Cuando la puerta de entrada se abrió de par en par, la recién llegada avanzó hacia el interior de la vivienda desgranando frases que no diferirían de cualquier saludo rutinario, incluso amistoso. Delfín seguía en su posición, rígido, con la puerta abierta y la respiración contenida.
—Feliz cumpleaños, cariño —dijo al final la mujer.
Luego se quedó mirando la petrificada figura de su exmarido.
—¿Qué te ocurre?
—Nada.
Ahora sí, el hombre cerró la puerta, esquivó sin disimulo la figura de Yolanda y se dirigió a la sala, mirando de reojo un par de veces a la mujer.
—Estaba tomando café —dijo a modo de excusa.
Yolanda lo siguió con cara de no entender muy bien qué estaba pasando. Sobre la mesa, permanecía la comida servida y sin empezar.
—Bueno, también iba a comer —añadió en un pobre intento de perfeccionar la primera excusa.
La mujer se fijó en la mesa, en la comida, en los tenedores y es posible que también en los dos vasos y otras tantas servilletas.
—Creo que he llegado en mal momento —dijo—. Lo siento, no era mi intención interrumpir —añadió luego.
Después se tomó un tiempo para pensar, unos pensamientos que fueron ensombreciendo poco a poco su semblante.
—Veo que no has empezado la comida, y que has puesto dos servilletas y dos vasos, pero no recuerdo haber visto ningún coche afuera cuando llegué —razonó—. Apostaría a que has quedado con alguien para comer y que finalmente no ha venido.
Luego hizo un alto y respiró con fuerza antes de continuar:
—También veo que con el plantón se te han quitado las ganas de comer y has decidido pasar directamente al café. Porque tazas, solo has puesto una.
El hombre hizo intención de volver a explicar desde el principio la situación, pero no debió encontrar las palabras adecuadas.
—Solo venía a traerte un regalo de cumpleaños. No se cumplen cincuenta años todos los días, el niño tiene campamento este fin de semana y pensé que podía ser una buena idea… En fin, déjalo.
Cuando acabó de hablar, Delfín había abandonado cualquier intento de explicación y permanecía inmóvil al lado de la mesa. Delante de él, Yolanda extrajo un alargado paquete del bolso, envuelto en papel de regalo, lo colocó sobre el cristal con cuidado y se dio la vuelta en dirección a la puerta de entrada, aunque sin avanzar, quizá esperando esa explicación que todavía no había escuchado.
Él miró el paquete fijamente, con una intensidad que bien pudiera deducirse que intentaba atravesar el envoltorio con la mirada. Luego se produjo un largo vacío entre los dos, uno de esos silencios de atmósfera espesa que solo pueden surgir entre dos personas que han compartido muchas cosas cuando una no sabe qué decir y la otra si va a escuchar algo.
—¿Por qué? —se lamentó él—. ¿Por qué quieres matarme? Yo no te molesto, nunca te he molestado.
—¿Qué dices?
Delfín pareció no haber escuchado. Se sentó, se derrumbó en el sofá antes ocupado por Eva como solo un hombre vencido por completo puede hacer, y abrazó su cabeza con ambas manos, mientras Yolanda permanecía de pie ante él.
—¿Vas a negarme lo que es del todo evidente, vas a negar que solo has venido hasta aquí para matarme, que me has estado enviando una carta cada mes con tus amenazas?
—No sé de qué me hablas.
—Pero lo que más me duele es tu crueldad. ¿Por qué has querido torturarme anunciándolo durante todo un año? Eso no lo entiendo.
—Delfín, ¿te están amenazando? —preguntó ahora Yolanda, con evidente cara de incredulidad.
—Siempre te he querido y no te has dado cuenta, yo siempre he pensado que algún día podíamos volver a intentarlo, que podíamos estar bien los tres juntos cuando estuviésemos los tres solos, que solo era cuestión de que los dos quisiéramos...
—No entiendo nada de lo que estás diciendo, ¿qué te pasa?
—Ya no hace falta que disimules. Lo sé todo, todo… —gritó el hombre hasta que un ahogado sollozo acabó por cortar su voz, como si con aquel grito se hubiese agotado.
—De verdad, no sé de qué me estás hablando.
—¿Por qué no me matas ya? —dijo intentando sobreponerse a sus lágrimas—. ¿Tienes que esperar necesariamente a que sean las siete de la tarde?
—¿Esperar a las siete, para qué? Me puedes explicar de una vez qué te pasa, ¿te están amenazando? ¿Es eso lo que ocurre?
Pasaron tres minutos largos, agónicos, en los que Yolanda tenía demasiadas preguntas y Delfín ya ninguna respuesta. Tres minutos que finalizaron de manera brusca cuando Eva irrumpió en la sala sin haber enfundado todavía su arma y ante la atónita mirada de la pareja.
—Señora, lo que ha dicho su exmarido, es verdad —dijo con una serenidad abrumadora—. Alguien se ha tomado la molestia de enviarle innumerables anónimos durante el último año, anónimos anunciando su muerte, y también de preparar un funeral para hoy y a su nombre.
—¿A mi nombre?
—Sí, señora, a su nombre.
El semblante de la mujer, que antes había pasado de la decepción al desconcierto, ahora tan solo dejaba entrever temor, un temor que parecía no haber alcanzado su techo. La inspectora no se dejó impresionar y continuó:
—No sabemos si es una broma o si las amenazas se ejecutarán. Pero hay indicios claros de que será la segunda opción y he de decirle que, si hace una hora usted estaba en nuestra lista de sospechosos, viniendo aquí en estos momentos, se ha colocado la primera destacada.
—¿Es usted policía?
—Sí, señora, soy inspectora de policía.
Yolanda se sentó en el sofá más cercano, pensativa, para acabar abriendo los dos brazos a la vez en señal de improbable descargo, mientras Eva parecía querer procesar cada uno de sus gestos.
—¿Y qué puedo hacer yo para demostrar que nada de eso va conmigo —dijo Yolanda—, que no tengo nada que ver en ello, que me acabo de enterar de todo esto? Puede registrarme, vaciar mi bolso, incluso desnudarme si quiere, pero no encontrará nada que sirva para matar a alguien.
Luego señaló el paquete.
—Es una tablet, nada especial. Pensé que le haría ilusión. Ábralo, desármela si quiere, pero no encontrará nada dentro. Es una simple tablet, como hay miles.
Después dirigió sus ojos hacia Eva:
—¿Ustedes no tienen manera de comprobar cuándo una persona es inocente?
La inspectora no contestó, se limitó a abrir el paquete y examinar cada elemento que había dentro. En efecto, era una tablet, con su caja, su libro de instrucciones, su cargador, también un adaptador, pero solo una tablet. Después cogió el bolso de la mujer y repitió la operación, vaciándolo sobre la mesa. Finalmente, se dirigió a Yolanda:
—Levántese y venga conmigo.
Las dos entraron en la cocina. Allí la cacheó de un modo minucioso, más incluso de lo que antes había hecho con sus pertenencias. Cuando salieron, ambas parecían algo más relajadas. Yolanda, delante; Eva, a su espalda.
—Creo que será mejor que se vaya —dijo la inspectora al llegar a la sala—. Permanecer en esta casa puede ser peligroso y mis compañeros necesitarán hacerle unas preguntas. En cuanto salga ya la abordan.
La mujer no se inmutó:
—No voy a irme. Mi sitio está aquí, entiéndalo —balbuceó con timidez.
Luego se movió hasta situarse frente a Eva.
—Inspectora, comprendo el peligro que corro —dijo con decisión—, pero no voy a marcharme. Ya me ha registrado, puede volver a hacerlo, más a fondo si lo desea, las veces que necesite, pero se lo ruego, permítame que me quede.
Sus palabras sonaban a petición sincera, casi a súplica, a pesar de la firmeza que intentaba imprimir a su tono.
—He compartido con él la mayor parte de los años de mi existencia, es el padre de mi hijo y él está presente en los mejores momentos de mi vida. Si alguien quiere matarlo aquí y ahora, tendrá que pasar por encima de tres personas. Además recuerde que soy médico.
Luego se produjo un instante de duda, de decisiones necesarias entre opciones equilibradas, de valoraciones rápidas y evidentes apuestas arriesgadas. Un instante tan solo interrumpido por la vibración del teléfono en el bolsillo de Eva.
—Espera un minuto —dijo sin escuchar.
A continuación, miró a Yolanda, de arriba abajo, varias veces; de manera fugaz a Delfín, sentado, abatido en el sofá; y de nuevo a la mujer. Esta vez a los ojos:
—Está bien, puede quedarse.
Yolanda hizo además de sentarse al lado de su exmarido, pero no llegó a materializar su intento.
—A partir de ahora —dijo Eva anticipándose—, Delfín estará aquí. Usted y yo —señalando a la mujer—, esperaremos en la cocina.
Yolanda se encaminó hacia allí, cogió su teléfono de entre los objetos que había esparcido la inspectora sobre la mesa y se fue sin poner objeciones. Eva se dirigió a Delfín:
—Encienda la televisión y baje el volumen. Es necesario dar sensación de normalidad y estar más atentos que nunca. Del resto, me ocupo yo.
El hombre obedeció con esfuerzo. Cogió el mando y eligió un canal al azar, programó un volumen apenas perceptible y escondió de nuevo su cabeza entre los brazos, como quien tiene su propia calavera en las manos y no sabe qué hacer con ella.
Cuando Eva llegó a la cocina, Yolanda la esperaba impaciente.
—¿No puede ser una broma?
—Es una posibilidad.
La inspectora marcó el teléfono de Antón, sin dar más explicación.
—¿Qué ha pasado? —respondió este sin esperar ni un solo tono.
—Aquí, todo bien, bajo control. Delfín está en el salón viendo la tele y he decidido que Yolanda se quede. Estaremos en la habitación de al lado, en la cocina.
—¿Estás segura?
—Sí, todo lo segura que puedo estar. ¿Alguna novedad por ahí?
—Una importante —anunció eufórico desde el otro lado—, hemos localizado a Teresa. Sí, los compañeros de Madrid, ha vuelto a su casa. En efecto, estaba de vacaciones, pero en París, nada cercano a Sevilla. La abordaron en la calle y todavía traía el equipaje con el franqueo del aeropuerto.
—De todos modos, hay que seguir controlándola.
—Sí, pero creo que podemos ir tachándola.
—¿Algo más?
—No, los demás no se han movido.
—Estate atento a todo.
Luego dejó el teléfono sobre la mesa.
—Gracias por permitir que me quede —dijo Yolanda desde el otro lado de la mesa.
—No me las dé. Si no se ha ido todavía es porque prefiero tenerla controlada yo de primera mano.
La mujer pareció acusar el golpe. Eva la miró fijamente.
—Dígame, ¿tiene idea de quién puede querer matar a Delfín?
—No, no salgo de mi asombro. Delfín es un buen hombre, no me imagino que alguien desee hacerle daño. Es una de estas personas con las que puedes enfadarte, tener diferencias, incluso no entenderte en algún momento, pero es imposible que llegues a odiarle. Tan fuerte a la hora de tratar a un enfermo como débil cuando se trata de sí mismo, no hace falta más que verlo —dijo mirando de reojo hacia la sala.
Luego se atrevió a preguntar:
—¿Aparte de mí, sospechan de más gente?
—Sí —contestó estoicamente la inspectora, sin dejar de mirarla a los ojos—, pero acaba de caerse la última opción.
—¿Eso me convierte otra vez en sospechosa?
—No, yo no he dicho eso.
Yolanda no pareció convencida con la respuesta, pero quizá pensó que intentar un nuevo descargo podría resultar inútil y quizá hasta sospechoso. Eva comprobó la hora en su móvil, las 17:40. Después razonó en alto:
—Puede ser que una de las personas a quien controlamos nos haya descubierto y haber desistido por el momento; o bien puede venir alguien en quien no hayamos pensado; y claro, también puede ser una broma, una broma tan cara como macabra. Pero los anónimos eran metódicos, nada improvisado, y dejaban clara la intención de que fuese hoy y a las siete de la tarde, justo cuando Delfín cumpla cincuenta años.
Yolanda permanecía atenta a la inspectora.
—¿Su padre está en Nueva York? —preguntó esta.
—Sí… claro. —A continuación, hizo memoria, con evidente cara de sorpresa—. Me llamó a mediodía desde allí —añadió—, desde una cabina, nunca lleva móvil cuando va de vacaciones porque lo siguen llamando constantemente, por su trabajo. Tengo la llamada registrada en mi teléfono, mire.
La mujer desbloqueó su teléfono, pulsó llamadas recibidas y se lo colocó delante a Eva.
—La última —dijo.
La inspectora comprobó por encima el aparato y dejó escapar un gesto contrariado. Acto seguido, cogió el suyo y marcó:
—Antón, ¿sabemos algo del chico de Sevilla?
—No, ayer no fue a trabajar donde suele ponerse, no está en su vivienda y nadie lo ha visto desde hace dos o tres días. Me han dicho los compañeros de allí que ya no saben dónde buscar. Es más, empiezan a temerse lo peor.
—Mierda, teníamos que haberles pedido una foto —exclamó con fastidio.
—Sí, deberíamos, pero ahora ya es tarde para eso.
—Porque digo yo, ¿este cabrón no estará de visita turística en Ourense?
Antón se tomó un breve tiempo al otro lado.
—¿Que le hubieran contratado un pack completo? —preguntó luego.
—Exacto.
—Bueno, es una posibilidad. Habrá que estar atentos.
—Sí, una más.
Eva colgó y volvió a centrar su mirada en Yolanda, a medio camino entre el análisis y la búsqueda de inspiración. Esta aguantó durante unos segundos y luego preguntó con timidez, como si la ciudad que acababa de oír en la conversación le resultase del todo extraña:
—¿Qué pasa en Sevilla?
La inspectora no tuvo problema en aclararlo. Quizá buscando la clave que todavía no había encontrado.
—Las últimas llamadas y movimientos se han hecho desde allí, por un chico a quien sospechamos que le pagaron. Ya sabe, un chapero fácil de comprar. Lo están buscando.
Yolanda se quedó pensando, profundamente, como si esa ubicación ya no le resultase tan extraña.
—Cuénteme algo que no sepa —inquirió Eva, atenta al cambio.
Pero no dijo nada. En cambio, dejó perder la mirada en el suelo mientras su cara se fue cubriendo de un terror imposible de describir.
—Dios mío —balbuceó de manera instintiva.
Luego se puso en pie y recorrió toda la cocina con una nerviosa mirada en círculo. Desde la distancia, se centró durante un breve momento en Delfín, aunque su atención parecía seguir lejos de allí:
—Dios mío, no puede ser —repitió sin dejar de estar ausente.
Cuando sus ojos se encontraron con los de Eva, ya de pie frente a ella, su recorrido se detuvo por un momento.
—No puede ser.
—¿Qué es lo que no puede ser…? —insistió la inspectora.
Luego siguió observando a la mujer, más aun si cabe. Esta volvió a sentarse, dubitativa, horrorizada.
—Es terrible —dijo para sí—. Dios mío, tenemos que irnos.
Después, miró su reloj, a continuación de nuevo a Eva, y repitió, esta vez convencida y de un modo desesperado:

—Tenemos que irnos. Tenemos que irnos ya.


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