«Ángel lleno de gozo, ¿sabes lo que es la angustia,
La culpa, la vergüenza, el hastío, los sollozos
Y los vagos terrores de esas horribles noches
Que
al corazón oprimen cual papel aplastado?»
(CHARLES BAUDELAIRE)
Viernes, 2:00 horas
Faltaban pocos minutos para las dos de
la madrugada del viernes día diecinueve cuando un coche se detuvo al lado de la
comisaría de Ourense. Para ser exactos, el automóvil entró por el desvío que da
a la fachada principal, dio la vuelta al toparse con la barrera que delimita la
zona de seguridad, se reincorporó a la vía principal y, por último, acabó por
tomar la calle lateral. Allí se acercó a la acera, incluso subió las dos ruedas
del lado derecho encima de ella, en una zona de aparcamiento prohibido. Un
detalle que a su ocupante no pareció importarle. Posiblemente, a aquella hora
de la noche, tampoco le importase al resto de la ciudad. Nada más cesar el
ruido del motor, un punto rojo con forma de colilla salió del interior del
vehículo por la ventanilla del conductor. Tras esto, el lugar quedó en completo
silencio durante unos segundos.
Al poco rato se bajó un hombre de
mediana edad, de pelo negro y andar erguido. Vestía camisa elegante y pantalón
a juego, combinados con unos discretos mocasines de marca. Muchos euros
invertidos en un atuendo que pretendía ser informal. Dentro de su impoluta
imagen, tan solo parecía desentonar una visible barba de dos días, aunque sin
conseguir borrar un aspecto distinguido.
El hombre descendió las breves escaleras
que dan a la puerta de guardia y se paró frente a ella. Allí encendió otro
cigarrillo, con mano temblorosa. Expulsó la primera bocanada de humo y echó una
ojeada hacia el interior. Un vistazo fugaz, sin pretensiones, sin definir
ningún foco de atención. Su siguiente mirada fue hacia una pequeña carpeta con
folios que portaba en su mano derecha, justo antes de acercar la izquierda
hacia la boca para aspirar la segunda calada. Tras esta, vinieron la tercera,
la cuarta y la quinta, seguidas, mientras arrimaba su hombro derecho contra la
pared. Apoyado, dio varias más a aquel cigarrillo que, al poco rato, se
convirtió en un segundo punto rojo que volaba por el aire. Su aterrizaje en el
suelo marcó el momento de pulsar el timbre.
En el interior de la cercana garita, el
agente de guardia se levantó al instante y colocó su cara junto al interfono,
al tiempo que inspeccionaba al visitante a través de los cristales.
—Quiero, necesito hablar con un
inspector —dijo este.
—¿Motivo?
Inmóvil frente a la puerta, el hombre
dudó un segundo. Bajó la cabeza, buscando un rayo de inspiración en la acera, y
luego la levantó con decisión, casi con orgullo, como quien pretende tomar
plena consciencia de las palabras que va a pronunciar.
—Algún loco me va a matar —dijo.
Una frase que ejerció de perfecto
salvoconducto para franquear la entrada. Una vez dentro, el agente lo recibió
con otra pregunta.
—¿Por qué cree que lo quieren matar? ¿Ha
recibido amenazas? —preguntó con tono rutinario.
—Algo más que amenazas…
Tras dedicarle un par de segundos a
observar la cara del recién llegado, el policía debió pensar que él no era quién
para indagar en ese algo más y cogió el teléfono sin mediar palabra. Cuando lo
colgó, salió de la garita y se hizo acompañar por el recién llegado. Unos pocos
pasos después, le señaló un despacho a la izquierda con la puerta abierta, sin
acabar de acompañarlo. El hombre se detuvo en la entrada.
—Pase —le indicó una voz femenina desde
dentro.
El hombre entró como quien entra en una
casa a estrenar, echando un rápido vistazo en círculo a medida que avanzaba, y
tomó asiento frente a la mujer.
—Soy Eva Santiago, la inspectora de
guardia. Dígame qué ocurre.
—Van a pensar que estoy loco, pero llevo
varios días que no duermo —balbuceó nervioso mientras reparaba en otro policía
sentado en una mesa cercana.
—¿Su nombre? —lo interrumpió ella
recostándose hacia atrás sobre el respaldo de su sillón.
—Me llamo Delfín Sánchez, soy
traumatólogo en el Complejo Hospitalario.
—Y bien, doctor Sánchez, ¿puede saberse
qué es eso que hace que no duerma por las
noches?
—Me quedan dos días de vida. He recibido
cartas, cartas anunciándolo —el hombre levantó la carpeta, hasta ese momento
refugiada en su regazo, y la colocó encima de la mesa—. Dos días, o uno, si
tiene en cuenta que ya es viernes.
—Vamos a pensar que aún es jueves por la
noche —intentó centrar la conversación la inspectora—. Pero vaya, entiendo que
lo que está intentando decirnos es que ha recibido amenazas de muerte…
—Sí, amenazas muy serias.
—Y quiere presentar una denuncia…
—No, no, no quiero denunciarlo, no se
trata de eso. Estoy convencido de que me van a matar, quiero que lo evite.
Un instante de silencio se hizo entre
los dos.
—Doctor Sánchez, mucha gente recibe
amenazas y, si como dice, es usted médico, no creo que sea algo tan
excepcional. La mayoría de ellas no pasan de ser fruto de un arrebato momentáneo.
Un paciente disconforme, puede ser una opción…
—Sí, eso pensaba yo hasta esta semana,
que eran fruto de un loco o de un paciente incapaz de aceptar que su
recuperación no puede ser todo lo buena que desearíamos, incluso pensé que
sería alguien con ganas de gastarme una broma. Pero verá, llevo recibiendo
estas cartas desde hace un año, una cada mes.
Antes de seguir con su explicación, el
hombre abrió la carpeta y se la ofreció a la inspectora. La primera hoja era un
folio con signos de haber sido doblado más de una vez, con una fecha como encabezamiento, texto escueto y un espacio en
blanco como firma. Debajo de este primer folio, se adivinaban varios más.
Eva comenzó a leer el primero, sin
tocarlo, bajo la atenta mirada del hombre, que se había inclinado hacia delante
como si quisiera asegurarse de que la inspectora entendía la importancia de
aquellos papeles:
—He recibido una carta cada día veinte
de cada uno de los meses del último año —dijo—. Durante este mes de julio, una
cada día. Todas anuncian mi muerte para este sábado.
—Este sábado que es… veinte de julio
—comprobó ella en un pequeño calendario de oficina—. ¿Qué tiene de particular
ese día?
—Cumplo cincuenta años.
Eva dejó escapar un gesto de
escepticismo.
—Es más, anuncian mi muerte para este
sábado a las siete de la tarde —añadió él.
En su silla, la policía se recostó de
nuevo hacia atrás, como si pretendiese tomar distancia con aquel hombre.
—Supuestamente, esa es la hora a la que
nací.
La cara de la inspectora semejaba la de
alguien a quien le están gastando una broma macabra, incapaz de articular una
palabra.
—Ya sé que resulta increíble —dijo el
hombre revolviéndose en su silla—, y no sé por qué alguien tiene interés en
matarme el día de mi cumpleaños, ni a la hora en que nací. Pero lo cierto es
que todas lo indican con claridad, todas señalan ese día como el último de mi
vida.
—¿Y no cabe la posibilidad de que solo
sea alguien que quiere gastarle una broma?
Delfín lanzó un suspiro antes de retomar
su explicación. Luego, su cara adquirió un tono más transcendental si cabe.
—Verá, al
principio, no les di importancia, incluso pensé eso, que se trataba de una
broma. Deduje que, de ir en serio, no me mandarían un anónimo fijando una fecha
y hora concreta, y menos todavía anunciándolo con tanta antelación. Confiaba en
que la cosa parase en cualquier momento, pero no fue así. Cada mes, cada día
veinte, veintiuno a lo sumo, allí estaba la carta en mi buzón. Te quedan ocho
meses de vida, siete, seis, cuatro… Siempre el mismo sobre, el mismo tono, la
misma amenaza…
Desde la mesa contigua, el otro policía,
Antón, desplazó su silla hasta situarla al lado de la inspectora. El hombre
continuó tras hacer una breve pausa:
—Cuando recibí la carta este último día
veinte, entonces sí me empecé a preocupar. Era evidente que no se habían
terminado. Pero mucho más aún cuando al comenzar este mes, los anónimos se
convirtieron en diarios. Uno cada día, descontando mi tiempo. Hoy ha sido el
peor día de mi vida y la prueba evidente de que debía hacer algo, de que esto
iba en serio de verdad. A lo largo de la tarde no dejaron de llegar flores a mi
domicilio: de mis compañeros, de mis amigos, del colegio médico…, coronas y
coronas de flores fúnebres para mi entierro.
Al acabar, la sala se quedó en silencio
durante un rato que pareció eterno. Eva
observando al hombre, que ahora tenía la cabeza gacha, y Antón mirando a su
superiora.
—No creo que sea difícil saber quién ha
encargado las flores —dijo este en dirección a Eva, que pareció no oírle—. Voy
a ver si consigo algo por teléfono —añadió a la vez que se ponía en pie—. Si
no, habrá que ir allí.
El hombre reaccionó:
—Si quiere, puede ahorrarse el trabajo
—dijo—. Todas fueron contratadas en Sevilla, a través de Interflora, por un
hombre joven, alto, pago en efectivo, buena propina, sin señas.
Los dos policías parecieron
sorprendidos.
—Supongo que la telefonista notó la
desesperación en mi voz —se excusó.
—De todos modos, tendremos que
comprobarlo —le indicó Eva a su compañero—. Vamos a ver si esa propina compraba
anonimato o solo discreción a la hora de revelar datos.
—Entonces, ¿también creen que va en
serio? ¿Van a hacer algo? —El hombre miraba de manera alternativa a los dos
policías, en busca de alguna respuesta.
Eva captó su atención.
—Lo que creo es que si finalmente
alguien le está gastando una broma, se está tomando demasiadas molestias
—dijo—. Muchas molestias y mucho dinero —recalcó—, las flores no son baratas.
¿Cuántas coronas ha recibido?
—Siete. No, ocho.
La inspectora miró a su compañero en
busca de una opinión, más bien una confirmación.
—Voy a ver qué averiguo por teléfono
—dijo este a la vez que se encaminaba hacia la sala de al lado.
A su espalda, Eva abrió el primer cajón
de su mesa y buscó unos guantes. Luego se dispuso a estudiar los folios de la
carpeta que había colocado Delfín ante sus ojos.
—Todos tenemos fantasmas en nuestro
pasado, doctor Sánchez, aunque por suerte, la mayoría solo cobran vida cuando
nos acordamos de ellos. En su caso, se ve que uno desea hacerse notar por
iniciativa propia.
El hombre hizo un gesto de resignación.
—¿Ha comprobado los matasellos?
—preguntó la inspectora tras examinar el primer anónimo.
—Los sobres están a continuación de las
cartas, por orden. Están franqueados en ciudades distintas, todas de España,
pero no veo relación entre ellas. Las de esta semana son casi todas de ciudades
andaluzas. Llegaron una por día, de lunes a viernes.
—¿Conoce a alguien en el sur?
—No.
—¿A alguien que pueda estar estos días
en el sur?
—No, pero supongo que cualquiera puede
estar en un lugar determinado si se desplaza hasta él.
Eva seguía comprobando las cartas,
parándose a leer el texto de alguna de vez en cuando, al tiempo que iba
anotando en un bloc por orden el lugar desde dónde había sido franqueada cada
una de ellas. Sin levantar la vista, también seguía desgranando preguntas con
un tono rutinario.
—¿Alguien que pueda o quiera gastarle
una broma pesada?
—No soy hombre de muchas bromas.
—¿Sus compañeros…?
—Sí, ellos son más bromistas, pero nunca
harían algo como esto. Ya no son unos críos.
—¿Alguna persona interesada en darle un
buen susto?
—¿Con qué intención?
—Buena pregunta —masculló ella.
Luego dejó las cartas por un momento,
sin duda intentando captar aún más la atención de su interlocutor, y se centró
en este.
—Doctor Sánchez, hay muchas razones por
las cuales una persona puede querer asesinar a otra, pero en el fondo, todas se
pueden agrupar en tres básicas: por amor, por odio o por interés. Y las
amenazas de muerte, sin consumarlas, no son más que un peldaño previo generado
por esas mismas razones. No sé si quien le ha enviado todo esto quiere matarle
o solo pretende asustarle, eso no lo sé, pero en cualquier caso, quiero coger a
esa persona. Nosotros podemos protegerle durante el sábado, no lo dude, pero lo
ideal sería que nos anticipáramos y lográsemos desenmascarar a ese o esa
anónima que se ha tomado tantas molestias. Y para ello, no tenemos mucho
tiempo. Así que ahora quiero que respire hondo, se tranquilice todo lo que
pueda y después piense quién puede quererle tanto como para llegar a matarle,
quién le odia y quién puede desear algo que usted tiene.
Delfín se quedó pensativo durante un
rato, el mismo que necesitó Eva para acabar de comprobar los últimos anónimos y
el que tardó Antón en volver a entrar en la sala.
—Dos novedades —dijo con buena voz
apenas había cerrado la puerta—. Una —señalando a Delfín—, ha recibido usted
ocho coronas. He de decirle que todavía restan por llegar otras cuatro. La
segunda es que no solo corrió el dinero para omitir datos en el pedido sino que
casi seguro que también para encargar el trabajo a otra persona. Según la chica
que me ha atendido, lo realizó un hombre alto y de unos veinticinco años que
llevaba todo apuntado en un folio y que apenas sabía pronunciar algunos
nombres, como si no conociera ni al destinatario ni nada de lo que tenía que
poner en las cintas. También me he puesto en contacto con la policía de Sevilla
para que mañana revisen las grabaciones de las cámaras de un banco cercano, a
ver si localizan al chico en cuestión. Con un poco de suerte, puede ser alguien
fichado.
Eva le ofreció la hoja de bloc con las
ciudades desde donde se habían enviado los anónimos.
—¿Ves algún punto de relación entre
ellas? —dijo.
Antón se quedó mirando el papel con el
semblante de quien debe descifrar un jeroglífico y no sabe por dónde empezar.
La inspectora se dirigió ahora a Delfín, a la vez que cogía otra hoja:
—Doctor Sánchez, la cuestión es: ¿quién
puede estar interesado en verle muerto?
—Nadie —contestó con decisión—. Lo he
repasado cada noche, año a año, toda mi vida. Primero empecé por la actualidad,
luego he ido retrocediendo año por año, mes por mes. Y se lo aseguro, no sé
quién puede querer matarme. Sí, claro que piensas en gente, comienzas a darle
vueltas a la cabeza y todo el mundo te parece sospechoso, pero al final nadie
en concreto, nadie que digas este es.
—Pues está claro que, o se le ha
escapado alguien en esas noches o ha menospreciado las habilidades de algún
conocido.
Delfín no supo contestar, quizá porque
él pensaba lo mismo.
—Es mejor que haga de nuevo con nosotros
ese repaso partiendo desde cero —añadió Eva—, es posible que si miramos su vida
con un poco de distancia veamos la posición y las posibilidades de cada persona
con más exactitud.
El hombre hizo un gesto de conformidad.
—Vamos a ver, punto primero: ¿mañana
puede facilitarnos un listado con los pacientes que usted ha atendido en los
últimos años?
—Sí, está todo informatizado.
—Me gustaría ver en especial los que
hayan presentado alguna reclamación, o una demanda. Estoy segura de que alguno
de ellos es digno de ser investigado.
Él asintió, al mismo tiempo que Eva
trazaba con energía una raya horizontal en su bloc. Al acabar, la inspectora
pasó a la siguiente pregunta:
—¿Su relación con sus vecinos,
familiares y compañeros es buena?
—Sí, muy buena. En Traumatología todos
nos llevamos bien, no tengo familia cercana y vivo en una casa a las afueras
—explicó de un tirón—. Además, créame, no soy una persona biliosa.
Eva dirigió una mirada comprobatoria a
su interlocutor, instintiva, sin mover la cabeza, durante un par de segundos.
—¿No tiene ambiciones profesionales que
puedan chocar con las de algún compañero o superior?
—No, mi máxima aspiración siempre ha
sido el trato con los enfermos. Quizá pueda parecerle raro, pero todavía hay
médicos vocacionales, de los que se sienten realizados solo con ver la cara de
un paciente satisfecho. No, nunca he tenido aspiraciones directivas ni las
tendré. Eso se lo dejo a otros.
La inspectora lo escuchó en aquella
misma posición, sin perder detalle. Cuando el hombre acabó su breve
explicación, trazó una segunda línea en su bloc y siguió con su interrogatorio,
casi con el mismo tono que usaría con un detenido:
—Sr. Sánchez, ¿está usted casado,
divorciado?
—Divorciado. Y llámeme Delfín, por
favor. Con sinceridad, no creo que mi exmujer tenga interés en matarme,
nuestras relaciones son cordiales. Tenemos un hijo en común y nunca hemos
tenido problemas a la hora de entendernos. Para nosotros, él está por encima de
todo.
—¿No han tenido desencuentros sobre su
manutención, o con la custodia?
—No, hace casi cinco años que nos
separamos, la custodia la tiene ella, de común acuerdo, y yo cumplo con la
manutención y las visitas con regularidad. Sé que no es muy habitual, pero en
nuestro caso siempre ha sido así.
—¿Su exmujer tiene nueva pareja?
—No, ni tengo constancia de que haya
tenido en estos años.
—¿Y usted… tiene alguna relación estable
en la actualidad?
—Ahora, no. Hace algún tiempo tuve una
especie de noviazgo que no resultó muy edificante. Se llamaba Teresa. Me
molestó en el trabajo, en mi casa y hasta llegó a buscar a mi exmujer con la
intención de alejarla de mí. Puros celos, ya se hace una idea. El caso es que
cuando decidí poner punto y final, no se lo tomó muy bien. En mi quiniela, la
había puesto como principal candidata, pero lo cierto es que esto sucedió hace
unos dos años y, conociéndola, no tengo claro que sea una persona capaz de
mantener durante tanto tiempo un plan tan elaborado.
—Necesitaremos sus datos completos y
cómo localizarla.
Él volvió a asentir con la cabeza.
—Delfín, ¿ha hecho usted testamento?
—Sí, pero mi único heredero es mi hijo y
tiene ocho años. No creo que busque matarme...
Una sonrisa salió de su rostro. La
primera de la noche, quizá la primera en mucho tiempo. Aún con ella en la boca,
continuó con su relato:
—Verá, hace año y medio sufrí un infarto
y ya sabe, uno se asusta en estos casos. No tengo grandes propiedades: mi casa,
el coche y algún dinero ahorrado, pero nada especial. También tengo una pequeña
participación en la clínica de mi exmujer. Digamos que cuando nos separamos,
quise conservar en mi poder la parte que me correspondía. Mi exmujer es Yolanda
Frontela, es cardióloga en el Complejo Hospitalario. La clínica es privada y la
abrieron ella y su padre, el doctor Evaristo Frontela, pero como era un bien
ganancial, en el acuerdo de divorcio yo tenía derecho a la mitad de la participación
de mi mujer. A pesar de que durante todas las negociaciones su abogado lo pidió
con insistencia, yo no acepté renunciar a mi parte. Pero no se equivoque, no lo
hice por avaricia. No me meto en nada, ni siquiera reclamo los derechos
económicos que me corresponden. Lo hice porque era una manera de estar más
vinculado con Yolanda.
La mirada de Eva, y un pequeño gesto,
semejó reclamar una explicación.
—La separación fue más cosa suya que
mía.
—¿Le había dejado de querer?
—No, no creo que fuese eso —confesó—.
Seguramente había terceras personas con más influencia de la que deberían
—explicó luego con un tono enigmático—. A ella no le gustaba mi madre, y a mí
tampoco me gustaba demasiado la suya —acabó por aclarar.
Eva se quedó mirándolo con atención durante
unos segundos, antes de caer la tercera raya en su bloc. Después pareció querer
conceder un minuto de protagonismo a su curiosidad.
—¿No es raro que un médico sufra un
infarto con 48 años?
—No cuando se fuman tres paquetes al
día. Después de mi ataque dejé el tabaco, pero esto me puede y he vuelto a
fumar. Ya ve qué ironía, si mi asesino no me mata, me matará el tabaco.
—Él, o ella.
—Sí, o ella...
—¿Dónde está su exmujer ahora? Entenderá
que es una opción que en ningún caso podemos descartar.
—De vacaciones con el niño, en la playa.
Por supuesto, no le he dicho nada. Pero sinceramente, no puedo creerme que sea
una candidata. Inspectora, somos personas civilizadas y el trato es correcto.
De hecho cuando sufrí el infarto fue a visitarme todos los días. Me hicieron
una angioplastia y, a los cinco meses, entre el daño en el corazón y la
medicación que tomo, se me redujo tanto el ritmo cardíaco que necesité que me
implantaran un marcapasos. Se lo digo porque fue su padre quien me realizó la
intervención. Era una operación sencilla, él es una eminencia en la materia y
en Ourense la única persona que se encargaba de ello. Como le digo, a pesar de
la separación, las relaciones siempre han sido cordiales.
—De todos modos, necesitaremos un modo
para localizar a los dos.
—Ya se lo he dicho, Yolanda está en la
playa con el niño, en Bueu, y su padre creo que de viaje en Nueva York. Hace
casi un año que se ha jubilado, algo más de tres que se quedó viudo, y ahora se
dedica a hacer todo lo que no podía mientras estaba en activo. Todavía lo
reclaman para dar alguna conferencia o para desarrollar algún modelo de
marcapasos, pero no deja de ser alguna colaboración ocasional. Cuando le
apetece, coge un avión y nadie sabe de él hasta que vuelve.
—¿Usted trabaja mañana?
—Sí.
—Bien, pues quiero que vaya a descansar
un poco y mañana nos veremos en su consulta a lo largo de la mañana. Y como
deduzco que no va a dormir mucho, aproveche para pensar también si se nos ha
quedado algún candidato olvidado.
Luego se dirigió a Antón.
—Tenemos trabajo para dos días. Mañana
localizaremos a la exmujer, a su padre y a la exnovia. Quiero que tengamos sus
pasos controlados. Coge todos los datos, envía agentes y contacta con las otras
comisarías si hace falta, para los que están fuera de la ciudad. E insiste con
la policía de Sevilla. Cuando acabes, intenta dormir un poco porque quizá no
puedas volver a hacerlo en un par de días. Mañana por la mañana, vete a su
vecindario a ver qué te cuentan sus vecinos. Yo estaré en el Complejo Hospitalario,
filtrando pacientes. Seguro que antes de mediodía tenemos algún nombre más.
Esta noche me quedo yo de guardia y así también aprovecho para analizar con
calma estos anónimos.
Cuando ya se habían levantado todos,
dedicó una última frase a Delfín:
—Doctor Sánchez, no se preocupe,
conseguiremos saber de qué va todo esto.
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