lunes, 20 de mayo de 2013

Muerte sin resurrección (1os capítulos): Cap. TRES


DOMINGO DE RAMOS
Capítulo Tres


A las 17:55 horas, y con puntualidad exquisita, el Trenhotel partió de la estación de Vigo Guixar en dirección a Barcelona Sants. Por delante, catorce horas de largo viaje. La mayor parte de ellas coincidía con la noche, por lo que no era de extrañar que muchos de los pasajeros optasen por adquirir un pasaje en cama y solo unos pocos, los más valientes o aquellos para los cuales su trayecto acababa antes, viajaran en el vagón de butacas. Estas se distribuían en una hilera de bloques de dos asientos, a la izquierda del pasillo central y, a la derecha, en una fila de asientos individuales. Emma había elegido deliberadamente los de la izquierda, al quedar en la estación más alejados al andén. Poco después de haberse sentado, también se había ocupado el asiento contiguo, pero sin que ella llegara a prestar demasiada atención a su acompañante debido a la tensión de aquel momento.
En cuanto el tren comenzó a moverse, Emma reclinó ligeramente el asiento y, ya mucho más relajada, se fijó en el chico que viajaba a su lado. Camisa impecable, pelo engominado, facciones suaves… y una cosecha de años más bien escasa. Dada la pobre ocupación de ese vagón, sospechó que quizá su condición femenina podría haber tenido algo que ver en la decisión del muchacho. En la de sentarse a su lado y, ahora, en la de ofrecerle amablemente su ayuda:
—Perdona, ¿te ayudo a subir la maleta al portaequipajes?
Viendo a Emma, resultaba bastante evidente que si aquel equipaje seguía en el pasillo, era por la escasa corpulencia de su propietaria. Ella le dejó hacer.
—Yo soy Alberto, ¿tú? —El chico siguió con su acercamiento.
Emma dudó en la respuesta.
—Elena, me llamo Elena —dijo con una sonrisa complaciente.
Mejor así, pensó.
—¿Y vas hasta Barcelona en butaca?
—No, solo hasta Ourense —al fin y al cabo, se daría cuenta en cuanto se bajara.
—Vaya, yo también, qué casualidad. ¿Vives allí?
Ella decidió mentir de nuevo.
—No. Solo voy a pasar un día con unos familiares. Mañana ya me vuelvo a Vigo.
El chico recordó la pesada maleta que acababa de subir y se puso serio. La seriedad que se dibuja en la cara de alguien que empieza a sospechar que le están tomando el pelo de una manera gratuita. Pero Emma estuvo rápida:
—Ya sabes cómo somos las mujeres. Pensamos en meter en la maleta solo lo justo y, al final, que si ropa, que si maquillaje, regalos para los niños... Soy consciente de que la mitad de las cosas que llevo no las voy a necesitar, pero...
—¿Tú tienes hijos? —la cortó Alberto.
Esta vez la que se puso seria fue Emma:
—No.
A pesar de la reacción que acababa de provocar, el chico decidió avanzar un paso más en su acercamiento:
—Pues eres muy guapa para no tener hijos. Al menos tendrás pareja.
Demasiadas preguntas, demasiadas respuestas forzadas y mal camino el que estaba iniciando su joven acompañante. Emma decidió que era el momento de dar por terminada su charla de cortesía con aquel pretencioso aspirante a galán:
—Si no te importa, voy a descansar un poco —dijo con exquisita educación—. He dormido mal de noche.
Alberto no insistió en la conversación. Se limitó a ver como la mujer cerraba los ojos, aislándose por completo de su entorno.
Apenas hora y media más tarde, el tren redujo la marcha para parar en la estación de Ourense Empalme y las luces de la ciudad empezaron a divisarse a través de la ventanilla. Emma se apresuró a levantarse de su asiento antes que su compañero de viaje. Con cara seria, le pidió ayuda para bajar el equipaje y luego se dirigió a la salida sin permitir que pudiera seguirla. Después de la conversación que habían mantenido, no quería que comprobara que de todos aquellos familiares a los que iba a visitar, ninguno se había molestado en venir a esperarla a la estación. Creyó que podría resultarle raro. En el fondo, pretendía impedir que aquel inocente muchacho descubriera que, en realidad, había llegado sola, permanecería sola en la ciudad, y cuando se fuera, justo dentro de una semana, se iría sola.
En el momento en que el convoy se detuvo, Emma ya esperaba impaciente a que las puertas del tren se abrieran. Sin perder tiempo, bajó al andén y cruzó la pequeña estación sin mirar atrás.
Una vez en la calle, se dirigió al primer taxi que esperaba delante del edificio y le entregó un papel al conductor.
—¿Podría llevarme a esa dirección, por favor?
El taxista miró la nota con desgana y puso el coche en marcha para dirigirse hacia la zona universitaria de la ciudad, en donde numerosos pisos de todo tipo están ocupados durante el invierno por estudiantes. Paró en la dirección indicada.
Emma llamó a un viejo timbre y esperó, mientras el taxi se alejaba a su espalda. No tardó mucho en aparecer una chica de baja estatura, cara de haber bebido una cantidad inconfesable de alcohol la noche anterior y con un más que evidente nerviosismo. Quizá encontrar una compañera más de piso se hiciera del todo imprescindible para su economía. Viendo el edificio, no debía resultar una tarea fácil.
—No hay interfono ni ascensor, pero supongo que Marta ya te lo ha advertido —dijo la chica nada más abrir el portal.
—Sí, eso no me importa. Ya le dije por teléfono que este era el tipo de piso que estaba buscando.
—¿Ya tienes decidido que quieres quedarte?
—Sí, sí. Seguro.
—Entonces, ¿puedo considerarte nuestra nueva compañera a todos los efectos?
Emma asintió con la cabeza, al tiempo que las dos comenzaban a subir al segundo piso por una vieja escalera que dejaba ver con claridad que no había sido limpiada en mucho tiempo.
—¿Te llamas...? —preguntó la chica mientras abría la puerta del piso.
—Elena, Elena Monteagudo —dijo Emma—. ¿Va a ser necesario que firme algún contrato?
—No hace falta, el contrato ya lo hemos firmado nosotras a principio de curso. Solo necesitábamos a alguien para que colaborase en pagarlo. En el piso somos tres. Contigo, cuatro. Todas estudiamos y estaremos esta semana de vacaciones. Las demás ya se han ido y yo también me marcho ahora, así que hasta el domingo que viene estarás sola en casa. ¿Tú también estudias?
—No, voy a empezar a trabajar.
La chica, que se encaminaba hacia el final del pasillo, se volvió para mirar a Emma con cara de incredulidad:
—Este piso es una mierda —acabó por decir—, y difícilmente cumple los requisitos mínimos para poder vivir en él. Pero es barato, y para nosotras que somos estudiantes, ya te imaginas que todo el dinero que nos podamos ahorrar es bueno. Esa es también la razón por la que buscamos a una compañera más. Pero tú, ¿estás segura de que quieres vivir en un sitio así?
—Sí, al menos mientras no consiga un trabajo mejor. Aún no sé cuánto ganaré.
Ante la firmeza de su nueva compañera de piso, la joven decidió no insistir y abrió una vieja puerta de madera.
—Esta es tu habitación —dijo encendiendo la luz—. Y el baño está enfrente. La cocina es de uso común y cada una compra y hace su comida. Puedes subir a quien quieras y no hay vecinos a los que puedas molestar, porque los otros dos pisos están deshabitados. Eso sí, asegúrate de tener siempre cerrada la puerta del portal, para que no entren mendigos a dormir.
—De acuerdo.
—Lo que sí necesito es que me des tu parte del alquiler ahora. Aún he de pasar a pagarle esta mensualidad al dueño antes de irme.
Emma sacó cien euros y se los entregó a su ya nueva compañera de piso que, al instante, pareció tranquilizarse. Era el precio acordado.
Tan solo una hora después, Emma ya estaba sola en aquel edificio viejo  de paredes amarillentas y grandes descorchados en el portal, de escaleras mugrientas y alquileres sin contrato.
Después de ducharse, volvió a la habitación y abrió su maleta. Llenó una cajonera colocada a modo de armario con su ropa y el resto de enseres los distribuyó encima de una mesa de estudio situada al lado de la cama. Junto a ellos, colocó siete pelotas de golf perfectamente alineadas. Una vez hecho esto, buscó dentro de su cartera siete pequeños recortes de papel y colocó uno delante de cada pelota. Finalmente, sacó una vieja foto y la puso detrás de todas las cosas, apoyada en la pared. En ella se veía la imagen de un hombre apuesto, de mediana edad, y sentado sobre la hierba sosteniendo a un bebé en brazos. Emma se acostó en la cama y, desde allí, se quedó mirándola. Era un bebé precioso, con muy poco pelo, de cara redonda y mirada limpia.

Aurora vio partir el tren con Emma dentro y se quedó mirándolo durante un buen rato, incluso cuando había desaparecido por completo en el horizonte y ya nadie permanecía en el andén.
Finalmente, atravesó la estación y emprendió el camino de regreso hasta su casa sin prisa, andando tranquilamente, observando aquellas calles que siempre habían formado parte de su vida. Pensó que algún tiempo había sido feliz en ese mundo, muy feliz. Pero durante muy poco tiempo, ese era el problema. Y peor aún, sabía que esos días ya no volverían.
Cuando se sorprendió delante de su portal, subió como una autómata. Su casa tenía el aroma de siempre, se había dejado la televisión encendida y todo parecía normal. Todo, excepto que su única hija se había ido para no volver jamás. En el fondo, como el resto de las personas que habían integrado su familia.
Entró en el baño y se puso frente al espejo. La imagen que le devolvió le resultó insoportable, patética. Vio en ella a la humilde mujer que un día había logrado tener todo lo que necesitaba para ser feliz, y a la que ahora ya no le quedaba nada. Maldijo profundamente a Dios y al destino.
Se sentó en la cocina y llenó de whisky un vaso grande. Luego se lo tomó entero, de un trago. Tosió varias veces. Sintió el ardor del alcohol en la garganta y en el estómago. Llenó el mismo vaso con agua y bebió la mitad. Eso mitigó el ardor. Guardó la botella y se retiró a su habitación con parsimonia, llevándose el vaso de agua.
Allí se recostó en la cama, abrió el primer cajón de su mesilla de noche, y fue tomando cada una de las pastillas que le habrían servido para dormir durante las noches de los próximos tres meses. Las tomó sin prisa pero sin pausa. Cuando acabó, bebió el resto del agua, se tapó ligeramente y esperó. En esa espera, recordó a Manuel, su marido, a Emma, a Borja, y también a Salva... qué buen yerno. Cuando su corazón ya latía perezoso y el sueño empezaba a mecerla entre sus brazos, los situó a todos juntos, cenando en una Nochebuena cualquiera, alrededor de una gran mesa preparada con mimo. Todos hablaban y reían, bromeaban entre ellos y brindaban como una gran familia. En el apagado rostro de Aurora, se dibujó una sonrisa. Y se durmió para siempre.
El recuerdo más dulce, el final más amargo.




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2 comentarios:

Anónimo dijo...

Hola buen dia, gracias por compartir tu libro, espero que pongas mas capitulos porque si me quede intrigada con estos tres, soy de mexico y no se si por aca se pueda conseguir tu libro, ojala puedas ponerlo aqui, esta muy interesante y me encantan los libros de intrigas, policias, asesinos, etc., que tengas un buen fin de semana, saludos...vicky

Boris dijo...

Ahora que estas publicando los primeros capítulos en el blog creo que me animare a leerlo pero antes de nada por supuesto felicitarte por su éxito