lunes, 13 de mayo de 2013

Muerte sin resurrección (1os capítulos): Cap. DOS


DOMINGO DE RAMOS
Capítulo Dos


Madre e hija, Aurora y Emma, comieron en silencio. Hacía tiempo que no había nada que decir en aquella casa. Entre ellas, ya no había celebraciones, ni confidencias, ni tan siquiera algo que reprocharse.
En cuanto acabaron, Emma se retiró a su habitación y echó el cerrojo interior, intentando hacer el menor ruido posible. Un viejo cerrojo, colocado en una vieja puerta de madera, de uno de los muchos viejos y húmedos pisos de la calle Marqués de Valterra, en la zona noroeste de Vigo. En esta parte de la ciudad la sal se filtraba por las ranuras y lo impregnaba todo con su olor característico y su humedad permanente.
Cuando estuvo segura de que nadie podía entrar, sacó una gran maleta del armario y la abrió en el suelo. Luego buscó una nota que había guardado en el primer cajón de la mesilla de noche, y la ojeó con atención. En ella estaba anotado meticulosamente lo que debía llevar. Hacía meses que se sabía aquella lista de memoria, pero quiso seguirla punto por punto: ropa para una semana, un despertador, unas gafas... Una vez que había acomodado todo dentro de la maleta, se sentó en la cama. De fondo escuchaba a varias personas discutir acaloradamente en el mismo programa de televisión de siempre. Miró la nota de nuevo, esta vez con desgana, y se regaló unos minutos para recobrar fuerzas, o más bien, para adquirir valor.
No tardó en abrir con cuidado el cerrojo y dirigirse sigilosamente al cuarto de baño. Allí aún debía coger el resto de enseres: maquillaje, tinte para el pelo, un cepillo de dientes, un peine, un pequeño secador, cuchillas de afeitar... La televisión seguía encendida y, dentro de ella, la discusión había subido de tono. Suficiente para que Aurora no reparara en las idas y venidas de su hija por el estrecho pasillo.
Pero cuando pasadas las cinco de la tarde volvió a salir de la habitación para marcharse, Emma se encontró con su madre de frente en el pasillo, posiblemente alertada por el ruido que emitían las ruedas de la maleta, o por puro instinto maternal. Los ojos de Aurora se posaron de inmediato como losas en el equipaje:
—¿Te marchas? —preguntó.
Emma la miró un momento y avanzó sin responder. Luego abrió la puerta y llamó al ascensor. La espera en el rellano se le hizo eterna. Sentía los ojos de su madre clavados en la nuca, suplicantes, pero no volvió la vista en ningún momento. Simplemente esperó. La peor de las respuestas.
Entró en el ascensor tirando torpemente de su maleta, al tiempo que oyó cerrar la puerta del piso. Tras ella, y antes de que pudiera ponerse en marcha aquel aparato, también entró Aurora. Emma hubiese preferido dejar la casa de sus padres, donde había nacido y crecido, y en donde había vivido también durante los últimos años, en soledad. Sin despedidas, sin hacer más difícil ese momento. Pero, en el fondo, entendía a su madre.
La puerta se abrió y Emma salió tirando otra vez de la maleta. Aurora se limitó a seguirla, buscando en su cabeza alguna pregunta que no lograba encontrar.
Las dos se acercaron a la roída orilla de la acera y esperaron.
—He pedido un taxi. No creo que tarde —dijo Emma.
Cuando este llegó, el taxista no tuvo dudas de que aquellas dos mujeres debían ser por fuerza las que habían requerido sus servicios, y rápidamente se apeó y colocó la maleta en el coche. Mientras, Emma se sentó en el asiento delantero y bajó la ventanilla. Desde ella, miró a su madre, paralizada sobre la acera, y le hizo una seña para que subiera. Qué problema podía haber en que la acompañara, pensó.
—A la estación de tren —indicó al taxista.
—¿A Guixar?
—Sí.
Las obras en la estación principal motivaban que, desde hacía meses, todos los trenes saliesen de la vieja estación situada en la Avenida de Guixar. Pese a ello, el taxista tenía la sana costumbre de preguntar siempre a los clientes. Habitualmente, esa simple cortesía era el cauce ideal para entablar una conversación, pero en este caso no fue así.
Durante el camino, Emma intentaba no hacer concesiones de las que se pudiera arrepentir y Aurora, sencillamente, se sentía derrotada. Sentada en el asiento trasero, por fin encontró una pregunta relevante a su entender:
—¿No llevas tu coche?
—No, no lo necesito —respondió Emma con sequedad.
Tendría que seguir pensando. El taxi bordeó la gasolinera del Berbés y luego avanzó por los túneles de Beiramar a toda velocidad. Nadie conduce despacio en Vigo, y el taxista no era una excepción. En algún momento, sintió deseo de hablar del tiempo, como haría en cualquier otro servicio, pero intuyó que sería más apropiado limitarse a conducir. Aurora, por su parte, cada vez era más consciente de que se le estaba acabando el tiempo:
—¿Ni siquiera vas a darme una explicación?
—No.
Aurora acusó la cortante respuesta de su hija y no se sintió con fuerzas para insistir. Sabía que podía buscar mil preguntas pero, en el fondo, ya sabía todas las respuestas. También la explicación que estaba pidiendo a su hija. A decir verdad, llevaba un año esperando este momento. Pero ahora, había descubierto que no estaba preparada para afrontarlo con entereza.
Ya en la estación, Emma se acercó con paso seguro hacia la taquilla y se colocó en la cola. Tres personas, y cinco minutos más de agónico adiós. Aurora esperó a su lado. Cuando les llegó su turno, la chica miró de reojo a su madre, y luego se dirigió a la empleada de Renfe:
—Un billete para Barcelona Sants.
—¿Cama?
Emma dudó.
—No, butaca.
—Ciento cinco con cincuenta, por favor.
Sacó tres billetes de cincuenta euros de un buen fajo y se los dio a la empleada, esperando el cambio. Luego se volvió y miró de nuevo a su madre, pero esta vez de frente y con aire interrogador.
—¿Qué…? —preguntó.
—No te vas a Barcelona… —contestó Aurora, vencida.
Emma pensó que tendría que cuidar más los detalles de sus engaños. Aunque desde luego, ya sería con otras personas como víctimas.
Las dos mujeres se acercaron parsimoniosas a los andenes. De alguna manera, el corto trayecto desde las taquillas al tren sustituyó a cualquier tipo de despedida. No hubo besos, ni abrazos, ni tan siquiera un simple adiós. Emma subió al primer vagón y recorrió a pie todo el tren, hasta sentarse en la zona de butacas, en la fila más alejada al andén.
Aurora la siguió por fuera como pudo y se paró a su altura. Se quedó allí mirándola, de pie, con los ojos humedecidos. En lo más profundo, sabía que no volvería a verla.



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