DOMINGO DE RAMOS
Capítulo Dos
Madre e hija, Aurora y
Emma, comieron en silencio. Hacía tiempo que no había nada que decir en aquella
casa. Entre ellas, ya no había celebraciones, ni confidencias, ni tan siquiera
algo que reprocharse.
En cuanto acabaron, Emma se
retiró a su habitación y echó el cerrojo interior, intentando hacer el menor
ruido posible. Un viejo cerrojo, colocado en una vieja puerta de madera, de uno
de los muchos viejos y húmedos pisos de la calle Marqués de Valterra, en la
zona noroeste de Vigo. En esta parte de la ciudad la sal se filtraba por las
ranuras y lo impregnaba todo con su olor característico y su humedad
permanente.
Cuando estuvo segura de que
nadie podía entrar, sacó una gran maleta del armario y la abrió en el suelo.
Luego buscó una nota que había guardado en el primer cajón de la mesilla de
noche, y la ojeó con atención. En ella estaba anotado meticulosamente lo que debía
llevar. Hacía meses que se sabía aquella lista de memoria, pero quiso seguirla
punto por punto: ropa para una semana, un despertador, unas gafas... Una vez
que había acomodado todo dentro de la maleta, se sentó en la cama. De fondo
escuchaba a varias personas discutir acaloradamente en el mismo programa de
televisión de siempre. Miró la nota de nuevo, esta vez con desgana, y se regaló
unos minutos para recobrar fuerzas, o más bien, para adquirir valor.
No tardó en abrir con
cuidado el cerrojo y dirigirse sigilosamente al cuarto de baño. Allí aún debía
coger el resto de enseres: maquillaje, tinte para el pelo, un cepillo de
dientes, un peine, un pequeño secador, cuchillas de afeitar... La televisión
seguía encendida y, dentro de ella, la discusión había subido de tono.
Suficiente para que Aurora no reparara en las idas y venidas de su hija por el
estrecho pasillo.
Pero cuando pasadas las
cinco de la tarde volvió a salir de la habitación para marcharse, Emma se
encontró con su madre de frente en el pasillo, posiblemente alertada por el
ruido que emitían las ruedas de la maleta, o por puro instinto maternal. Los
ojos de Aurora se posaron de inmediato como losas en el equipaje:
—¿Te marchas? —preguntó.
Emma la miró un momento y
avanzó sin responder. Luego abrió la puerta y llamó al ascensor. La espera en
el rellano se le hizo eterna. Sentía los ojos de su madre clavados en la nuca,
suplicantes, pero no volvió la vista en ningún momento. Simplemente esperó. La
peor de las respuestas.
Entró en el ascensor
tirando torpemente de su maleta, al tiempo que oyó cerrar la puerta del piso.
Tras ella, y antes de que pudiera ponerse en marcha aquel aparato, también
entró Aurora. Emma hubiese preferido dejar la casa de sus padres, donde había
nacido y crecido, y en donde había vivido también durante los últimos años, en
soledad. Sin despedidas, sin hacer más difícil ese momento. Pero, en el fondo,
entendía a su madre.
La puerta se abrió y Emma
salió tirando otra vez de la maleta. Aurora se limitó a seguirla, buscando en
su cabeza alguna pregunta que no lograba encontrar.
Las dos se acercaron a la
roída orilla de la acera y esperaron.
—He pedido un taxi. No creo
que tarde —dijo Emma.
Cuando este llegó, el
taxista no tuvo dudas de que aquellas dos mujeres debían ser por fuerza las que
habían requerido sus servicios, y rápidamente se apeó y colocó la maleta en el
coche. Mientras, Emma se sentó en el asiento delantero y bajó la ventanilla.
Desde ella, miró a su madre, paralizada sobre la acera, y le hizo una seña para
que subiera. Qué problema podía haber en que la acompañara, pensó.
—A la estación de tren
—indicó al taxista.
—¿A Guixar?
—Sí.
Las obras en la estación
principal motivaban que, desde hacía meses, todos los trenes saliesen de la
vieja estación situada en la
Avenida de Guixar. Pese a ello, el taxista tenía la sana
costumbre de preguntar siempre a los clientes. Habitualmente, esa simple
cortesía era el cauce ideal para entablar una conversación, pero en este caso
no fue así.
Durante el camino, Emma
intentaba no hacer concesiones de las que se pudiera arrepentir y Aurora,
sencillamente, se sentía derrotada. Sentada en el asiento trasero, por fin
encontró una pregunta relevante a su entender:
—¿No llevas tu coche?
—No, no lo necesito
—respondió Emma con sequedad.
Tendría que seguir
pensando. El taxi bordeó la gasolinera del Berbés y luego avanzó por los
túneles de Beiramar a toda velocidad. Nadie conduce despacio en Vigo, y el
taxista no era una excepción. En algún momento, sintió deseo de hablar del
tiempo, como haría en cualquier otro servicio, pero intuyó que sería más
apropiado limitarse a conducir. Aurora, por su parte, cada vez era más
consciente de que se le estaba acabando el tiempo:
—¿Ni siquiera vas a darme
una explicación?
—No.
Aurora acusó la cortante
respuesta de su hija y no se sintió con fuerzas para insistir. Sabía que podía
buscar mil preguntas pero, en el fondo, ya sabía todas las respuestas. También
la explicación que estaba pidiendo a su hija. A decir verdad, llevaba un año
esperando este momento. Pero ahora, había descubierto que no estaba preparada
para afrontarlo con entereza.
Ya en la estación, Emma se
acercó con paso seguro hacia la taquilla y se colocó en la cola. Tres personas,
y cinco minutos más de agónico adiós. Aurora esperó a su lado. Cuando les llegó
su turno, la chica miró de reojo a su madre, y luego se dirigió a la empleada
de Renfe:
—Un billete para Barcelona
Sants.
—¿Cama?
Emma dudó.
—No, butaca.
—Ciento cinco con
cincuenta, por favor.
Sacó tres billetes de
cincuenta euros de un buen fajo y se los dio a la empleada, esperando el
cambio. Luego se volvió y miró de nuevo a su madre, pero esta vez de frente y
con aire interrogador.
—¿Qué…? —preguntó.
—No te vas a Barcelona…
—contestó Aurora, vencida.
Emma pensó que tendría que
cuidar más los detalles de sus engaños. Aunque desde luego, ya sería con otras
personas como víctimas.
Las dos mujeres se
acercaron parsimoniosas a los andenes. De alguna manera, el corto trayecto
desde las taquillas al tren sustituyó a cualquier tipo de despedida. No hubo
besos, ni abrazos, ni tan siquiera un simple adiós. Emma subió al primer vagón
y recorrió a pie todo el tren, hasta sentarse en la zona de butacas, en la fila
más alejada al andén.
Aurora la siguió por fuera
como pudo y se paró a su altura. Se quedó allí mirándola, de pie, con los ojos
humedecidos. En lo más profundo, sabía que no volvería a verla.
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