A las 17:55 horas, y con
puntualidad exquisita, el Trenhotel partió de la estación de Vigo Guixar en
dirección a Barcelona Sants. Por delante, catorce horas de largo viaje. La
mayor parte de ellas coincidía con la noche, por lo que no era de extrañar que
muchos de los pasajeros optasen por adquirir un pasaje en cama y solo unos pocos, los más valientes o aquellos
para los cuales su trayecto acababa antes, viajaran en el vagón de butacas. Estas se distribuían en una hilera de
bloques de dos asientos, a la izquierda del pasillo central y, a la derecha, en
una fila de asientos individuales. Emma había elegido deliberadamente los de la
izquierda, al quedar en la estación más alejados al andén. Poco después de
haberse sentado, también se había ocupado el asiento contiguo, pero sin que
ella llegara a prestar demasiada atención a su acompañante debido a la tensión
de aquel momento.
En cuanto el tren comenzó a
moverse, Emma reclinó ligeramente el asiento y, ya mucho más relajada, se fijó
en el chico que viajaba a su lado. Camisa impecable, pelo engominado, facciones
suaves… y una cosecha de años más bien escasa. Dada la pobre ocupación de ese
vagón, sospechó que quizá su condición femenina podría haber tenido algo que
ver en la decisión del muchacho. En la de sentarse a su lado y, ahora, en la de
ofrecerle amablemente su ayuda:
—Perdona, ¿te ayudo a subir
la maleta al portaequipajes?
Viendo a Emma, resultaba
bastante evidente que si aquel equipaje seguía en el pasillo, era por la escasa
corpulencia de su propietaria. Ella le dejó hacer.
—Yo soy Alberto, ¿tú? —El
chico siguió con su acercamiento.
Emma dudó en la respuesta.
—Elena, me llamo Elena
—dijo con una sonrisa complaciente.
Mejor así, pensó.
—¿Y vas hasta Barcelona en
butaca?
—No, solo hasta Ourense —al
fin y al cabo, se daría cuenta en cuanto se bajara.
—Vaya, yo también, qué
casualidad. ¿Vives allí?
Ella decidió mentir de
nuevo.
—No. Solo voy a pasar un
día con unos familiares. Mañana ya me vuelvo a Vigo.
El chico recordó la pesada
maleta que acababa de subir y se puso serio. La seriedad que se dibuja en la
cara de alguien que empieza a sospechar que le están tomando el pelo de una
manera gratuita. Pero Emma estuvo rápida:
—Ya sabes cómo somos las
mujeres. Pensamos en meter en la maleta solo lo justo y, al final, que si ropa,
que si maquillaje, regalos para los niños... Soy consciente de que la mitad de
las cosas que llevo no las voy a necesitar, pero...
—¿Tú tienes hijos? —la
cortó Alberto.
Esta vez la que se puso
seria fue Emma:
—No.
A pesar de la reacción que
acababa de provocar, el chico decidió avanzar un paso más en su acercamiento:
—Pues eres muy guapa para
no tener hijos. Al menos tendrás pareja.
Demasiadas preguntas,
demasiadas respuestas forzadas y mal camino el que estaba iniciando su joven
acompañante. Emma decidió que era el momento de dar por terminada su charla de
cortesía con aquel pretencioso aspirante a galán:
—Si no te importa, voy a
descansar un poco —dijo con exquisita educación—. He dormido mal de noche.
Alberto no insistió en la
conversación. Se limitó a ver como la mujer cerraba los ojos, aislándose por
completo de su entorno.
Apenas hora y media más
tarde, el tren redujo la marcha para parar en la estación de Ourense Empalme y
las luces de la ciudad empezaron a divisarse a través de la ventanilla. Emma se
apresuró a levantarse de su asiento antes que su compañero de viaje. Con cara
seria, le pidió ayuda para bajar el equipaje y luego se dirigió a la salida sin
permitir que pudiera seguirla. Después de la conversación que habían mantenido,
no quería que comprobara que de todos aquellos familiares a los que iba a
visitar, ninguno se había molestado en venir a esperarla a la estación. Creyó
que podría resultarle raro. En el fondo, pretendía impedir que aquel inocente
muchacho descubriera que, en realidad, había llegado sola, permanecería sola en
la ciudad, y cuando se fuera, justo dentro de una semana, se iría sola.
En el momento en que el
convoy se detuvo, Emma ya esperaba impaciente a que las puertas del tren se
abrieran. Sin perder tiempo, bajó al andén y cruzó la pequeña estación sin
mirar atrás.
Una vez en la calle, se
dirigió al primer taxi que esperaba delante del edificio y le entregó un papel
al conductor.
—¿Podría llevarme a esa
dirección, por favor?
El taxista miró la nota con
desgana y puso el coche en marcha para dirigirse hacia la zona universitaria de
la ciudad, en donde numerosos pisos de todo tipo están ocupados durante el
invierno por estudiantes. Paró en la dirección indicada.
Emma llamó a un viejo
timbre y esperó, mientras el taxi se alejaba a su espalda. No tardó mucho en
aparecer una chica de baja estatura, cara de haber bebido una cantidad inconfesable
de alcohol la noche anterior y con un más que evidente nerviosismo. Quizá
encontrar una compañera más de piso se hiciera del todo imprescindible para su
economía. Viendo el edificio, no debía resultar una tarea fácil.
—No hay interfono ni
ascensor, pero supongo que Marta ya te lo ha advertido —dijo la chica nada más
abrir el portal.
—Sí, eso no me importa. Ya
le dije por teléfono que este era el tipo de piso que estaba buscando.
—¿Ya tienes decidido que
quieres quedarte?
—Sí, sí. Seguro.
—Entonces, ¿puedo
considerarte nuestra nueva compañera a todos los efectos?
Emma asintió con la cabeza,
al tiempo que las dos comenzaban a subir al segundo piso por una vieja escalera
que dejaba ver con claridad que no había sido limpiada en mucho tiempo.
—¿Te llamas...? —preguntó
la chica mientras abría la puerta del piso.
—Elena, Elena Monteagudo
—dijo Emma—. ¿Va a ser necesario que firme algún contrato?
—No hace falta, el contrato
ya lo hemos firmado nosotras a principio de curso. Solo necesitábamos a alguien
para que colaborase en pagarlo. En el piso somos tres. Contigo, cuatro. Todas
estudiamos y estaremos esta semana de vacaciones. Las demás ya se han ido y yo
también me marcho ahora, así que hasta el domingo que viene estarás sola en
casa. ¿Tú también estudias?
—No, voy a empezar a
trabajar.
La chica, que se encaminaba
hacia el final del pasillo, se volvió para mirar a Emma con cara de
incredulidad:
—Este piso es una mierda
—acabó por decir—, y difícilmente cumple los requisitos mínimos para poder
vivir en él. Pero es barato, y para nosotras que somos estudiantes, ya te
imaginas que todo el dinero que nos podamos ahorrar es bueno. Esa es también la
razón por la que buscamos a una compañera más. Pero tú, ¿estás segura de que
quieres vivir en un sitio así?
—Sí, al menos mientras no
consiga un trabajo mejor. Aún no sé cuánto ganaré.
Ante la firmeza de su nueva
compañera de piso, la joven decidió no insistir y abrió una vieja puerta de
madera.
—Esta es tu habitación
—dijo encendiendo la luz—. Y el baño está enfrente. La cocina es de uso común y
cada una compra y hace su comida. Puedes subir a quien quieras y no hay vecinos
a los que puedas molestar, porque los otros dos pisos están deshabitados. Eso
sí, asegúrate de tener siempre cerrada la puerta del portal, para que no entren
mendigos a dormir.
—De acuerdo.
—Lo que sí necesito es que
me des tu parte del alquiler ahora. Aún he de pasar a pagarle esta mensualidad
al dueño antes de irme.
Emma sacó cien euros y se
los entregó a su ya nueva compañera de piso que, al instante, pareció
tranquilizarse. Era el precio acordado.
Tan solo una hora después,
Emma ya estaba sola en aquel edificio viejo
de paredes amarillentas y grandes descorchados en el portal, de
escaleras mugrientas y alquileres sin contrato.
Después de ducharse, volvió
a la habitación y abrió su maleta. Llenó una cajonera colocada a modo de
armario con su ropa y el resto de enseres los distribuyó encima de una mesa de
estudio situada al lado de la cama. Junto a ellos, colocó siete pelotas de golf
perfectamente alineadas. Una vez hecho esto, buscó dentro de su cartera siete
pequeños recortes de papel y colocó uno delante de cada pelota. Finalmente,
sacó una vieja foto y la puso detrás de todas las cosas, apoyada en la pared.
En ella se veía la imagen de un hombre apuesto, de mediana edad, y sentado
sobre la hierba sosteniendo a un bebé en brazos. Emma se acostó en la cama y,
desde allí, se quedó mirándola. Era un bebé precioso, con muy poco pelo, de
cara redonda y mirada limpia.
Aurora vio partir el tren con
Emma dentro y se quedó mirándolo durante un buen rato, incluso cuando había
desaparecido por completo en el horizonte y ya nadie permanecía en el andén.
Finalmente, atravesó la
estación y emprendió el camino de regreso hasta su casa sin prisa, andando tranquilamente,
observando aquellas calles que siempre habían formado parte de su vida. Pensó
que algún tiempo había sido feliz en ese mundo, muy feliz. Pero durante muy
poco tiempo, ese era el problema. Y peor aún, sabía que esos días ya no
volverían.
Cuando se sorprendió
delante de su portal, subió como una autómata. Su casa tenía el aroma de
siempre, se había dejado la televisión encendida y todo parecía normal. Todo,
excepto que su única hija se había ido para no volver jamás. En el fondo, como
el resto de las personas que habían integrado su familia.
Entró en el baño y se puso
frente al espejo. La imagen que le devolvió le resultó insoportable, patética.
Vio en ella a la humilde mujer que un día había logrado tener todo lo que
necesitaba para ser feliz, y a la que ahora ya no le quedaba nada. Maldijo
profundamente a Dios y al destino.
Se sentó en la cocina y
llenó de whisky un vaso grande. Luego se lo tomó entero, de un trago. Tosió
varias veces. Sintió el ardor del alcohol en la garganta y en el estómago.
Llenó el mismo vaso con agua y bebió la mitad. Eso mitigó el ardor. Guardó la
botella y se retiró a su habitación con parsimonia, llevándose el vaso de agua.
Allí se recostó en la cama,
abrió el primer cajón de su mesilla de noche, y fue tomando cada una de las
pastillas que le habrían servido para dormir durante las noches de los próximos
tres meses. Las tomó sin prisa pero sin pausa. Cuando acabó, bebió el resto del
agua, se tapó ligeramente y esperó. En esa espera, recordó a Manuel, su marido,
a Emma, a Borja, y también a Salva... qué buen yerno. Cuando su corazón ya
latía perezoso y el sueño empezaba a mecerla entre sus brazos, los situó a
todos juntos, cenando en una Nochebuena cualquiera, alrededor de una gran mesa
preparada con mimo. Todos hablaban y reían, bromeaban entre ellos y brindaban
como una gran familia. En el apagado rostro de Aurora, se dibujó una sonrisa. Y
se durmió para siempre.
El recuerdo más dulce, el
final más amargo.