MARTES SANTO
Capítulo Ocho
Sebas miró en la penumbra a
María y pensó cómo sería su vida en soledad, sobreviviendo sin la compañía de
aquel delicado cuerpo que cada mañana lo acompañaba al despertar. Sabía que en
el mundo había almas tristes, seres sin alegría ni ilusión que, de tanto
guardarse su amor, habían acabado por olvidar que ese era el bien más preciado
que podían ofrecer. También sabía que hasta hacía tan solo dos años, él había
sido una de esas almas, perdido por mundos de mentira, sin sospechar que su
actual vida no solo podía existir sino también estar a su alcance.
Recién salido de la ducha y
con su cuerpo aún húmedo, se sentó en la cama y observó a su joven mujer
mientras dormía. Acarició su pelo despeinado por la almohada y como siempre
deseó poder quedarse a contemplarla, poder recorrer con la yema de sus dedos
las curvas de su rostro y acompañarla en su lento despertar, saborear cada
rasgo de su cara, cada expresión y cada mirada. Hubiese dado varios años de su
vida en aquel momento por poder seguir allí durante horas. En el fondo, por
algo tan accesible que solamente tendría que esperar a que llegase el fin de
semana para tenerlo.
Se levantó sin mover la
cama y comenzó a vestirse, a prepararse para iniciar el nuevo día, sin dejar de
escuchar el acompasado respirar de María. Luego regresó al baño. Allí se afeitó
y se peinó cuidadosamente. Cuando acabó, miró el reloj, las seis y media de la
mañana. A las siete debía abrir su empresa y no podía perder tiempo.
De nuevo en la habitación,
acercó sus labios a la suave cara de María, a modo de despedida. La besó
dulcemente y la chica abrió levemente sus ojos. Casi todos los días lo hacía en
ese momento:
—¿Ya te vas? —preguntó con
voz somnolienta.
—Sí, se me está haciendo
tarde.
—¿Has desayunado?
—No, no me da tiempo.
—Nunca desayunas. No puedes
ir a trabajar en ayunas.
—Ya como algo en la
empresa, no te preocupes. Cierra los ojos, aún puedes dormir una hora más —le
susurró al oído, mientras volvía a besarla.
—Te quiero, cariño.
—Yo también.
María dio una vuelta en la
cama y cerró los ojos bajo la enamorada mirada de su marido. En cuanto esto
sucedió, Sebas apagó la luz del baño, cogió algunas galletas en la cocina de
forma apresurada y se dirigió hacia la puerta de entrada.
Mientras esperaba el
ascensor, en el silencio que se respiraba a aquella hora en el edificio, se
metió en la boca una de las galletas, a la vez que repasaba mentalmente las
tareas que debía realizar. Le gustaba tener todo en orden a las ocho, hora en
que llegarían sus tres empleados. Todas las máquinas a punto, los encargos
preparados y el trabajo de cada uno perfectamente programado.
Entró en el ascensor y
marcó el sótano, un pequeño garaje vecinal cuya única luz no funcionaba desde
el domingo. Estaba seguro de que así seguiría. La eficiencia no era la
principal virtud del presidente de su comunidad, por eso era más que probable
que el foco permaneciese eternamente fundido hasta que él mismo se decidiera a
cambiarlo.
En cuanto llegó, dejó la
puerta del ascensor abierta, aprovechando su luz. También encendió la pantalla
de su móvil para poder iluminar levemente sus pasos hasta el coche, evitando
dirigir su vista hacia los distintos automóviles estacionados a cada lado del
pasillo central. Una vez dentro de su Opel Astra, activó de inmediato el mando
del portalón de salida. Mientras este se abría, encendió el motor y los faros
del vehículo, encaminándose hacia la salida sin perder tiempo.
Sebas intentaba mantener la
calma, demostrarse a sí mismo que era absurda su actitud, pero lo cierto era
que aquella situación le aterraba. La combinación de oscuridad y automóviles le
acercaba hasta el presente siniestros recuerdos desde lo más escondido de su
pasado. Episodios vitales superados, pero que le hacían sentir como un ser
miserable delante del espejo y, de vez en cuando, provocaban que se despertase
de noche en medio de alguna pesadilla.
En todo caso, pensó, eso
era pasado: los muertos solo regresan en sueños, y yo debo vivir mi presente,
mi extraordinaria vida actual junto a María.
Solo unas horas después, al
mediodía, ya estaría de vuelta a su lado.
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