MARTES SANTO
Capítulo Diez
Emma entró en la empresa
cuando apenas había transcurrido una hora desde el momento en que Sebas colgó
el teléfono. Llegó con dos agendas en la mano y una gran sonrisa en la cara.
Exquisitamente perfumada y elegantemente vestida. El discreto tacón de sus zapatos
se combinaba a la perfección con una elegante gabardina negra que, a su vez,
hacía presuponer que la falda que cubría no podía ser demasiado larga.
Resultaría imposible no fijarse en ella.
Se dirigió directamente al
despacho en donde estaba Sebas. No le dio tiempo a llamar a la puerta, él la
vio desde el otro lado del cristal y le hizo una seña para que entrara.
—Buenos días, señorita...
—Pérez, Emma Pérez. ¿No le
ha hablado Jaime de mí?
—Pues no. Pero también he
de reconocer que hace meses que no lo veo, prácticamente desde el día en que
firmamos el seguro de la empresa.
—Sí, he estado revisando su
seguro en la oficina pero, como le dije por teléfono, quiero comprobar si todos
los datos son correctos para poder hacerle una buena oferta. ¿Me puede enseñar
la maquinaria de valor que tiene en la empresa? —preguntó Emma al tiempo que se
desprendía de la gabardina, dejando a la vista un ceñido y corto vestido que
resaltaba de manera especial su menuda figura.
Sebas afirmó con la cabeza,
echó un vistazo nervioso a su mesa, luego otro a la mujer y finalmente dijo
intentando aparentar seguridad:
—Vamos.
En menos de un minuto, los
dos estaban recorriendo las instalaciones. Emma apuntando en una de las agendas
medidas, potencias, etc., y Sebas intentando ejercer de perfecto anfitrión:
—El reciclaje es el futuro.
Entre todos, nos estamos cargando el planeta —dijo en un tono transcendental,
casi pedante.
Ella lo seguía, asentía con
la cabeza y dejaba entrever un gran interés en lo que el hombre le explicaba.
De vez en cuando, preguntaba algo.
—¿Y su empresa solo se
dedica a reciclar?
—Sí. Aunque, en realidad,
no llegamos a completar el proceso. Nosotros solo trituramos materiales como
paso previo al reciclaje, porque después cada material requiere un tratamiento
distinto.
—Me parece un trabajo
apasionante —exclamó Emma—. Me imagino que una persona se puede sentir
completamente realizada desarrollando un trabajo así, sabiendo que aporta un
granito de arena en la conservación del medio ambiente —concluyó mirando al
hombre con ojos de admiración.
Sebas no quiso decir nada,
pero en su cara se dibujó una expresión de satisfacción. En el fondo, hasta
aquel momento nunca se le había ocurrido pensar que su trabajo pudiera ser tan
interesante. Pensó que, para él, siempre había sido una actividad vulgar:
triturar materiales de desecho porque las demás empresas no contaban con la
maquinaria necesaria. Pero, en todo caso, si aquella mujer se empeñaba en decir
que su trabajo era apasionante, no sería él quien le contradijera.
—¿Tiene usted hijos?
—preguntó Emma luego.
—No. Mi mujer y yo solo
llevamos dos años casados y... digamos que, por el momento, nos gusta disfrutar
de la vida.
—Sí. Se le nota enamorado.
La satisfecha cara de Sebas
cambió durante un instante, rompiéndose la animada conversación que estaban
manteniendo hasta ese momento. No es que tuviera interés en Emma, y mucho menos
que alguna vez se le hubiese pasado por la cabeza serle infiel a María, pero
aquel comentario no era exactamente el que más le habría gustado escuchar de su
boca. De manera inconsciente, se quedó pensativo: ¿llevaría una especie de cartel
imaginario colgado de su cuello que pusiera estoy enamorado así que, aunque te
guste, yo no seré capaz de fijarme en ti?
—¿Exactamente cuántos
empleados tiene? —le devolvió a la realidad de repente Emma.
—Tres —respondió de forma
automática—. Aquí recibimos todo tipo de materiales y, como le he dicho, los
trituramos como preparación previa a su reciclaje. Esa es la trituradora
—señaló hacia una gran máquina que presidía todo el recinto—, y esta es la nave
de preparación —indicó hacia el lado contrario—, porque si los materiales nos
llegan en piezas muy grandes, antes los acondicionamos. En resumen, nosotros
vamos a recogerlos a domicilio, los trituramos y luego los entregamos donde nos
encarguen, tenemos camiones para ello. Prestamos lo que se podría definir como
un servicio integral —concluyó parándose delante de la nave de preparación, en
donde estaban sus tres empleados en ese momento.
Emma echó un vistazo en
círculo a la estancia desde la puerta, convirtiéndose en ese momento en el
centro de las indiscretas miradas de los otros hombres. Sebas la rodeó con su
brazo por los hombros y se la llevó de vuelta al centro de la fábrica, sin que
llegasen a entrar en la nave.
—Y somos la única empresa
de Ourense que se dedica a esto —siguió hablando él, intentando disimular la
situación—. Por eso tenemos siempre tanto trabajo.
La mujer parecía no perder
detalle de lo que estaba viendo, intentando captar todos los datos que fuera
capaz, aunque en realidad ya hacía un rato que había dejado de escribir en su
agenda.
—¿Solo tienen una
trituradora? —preguntó.
—Sí —Sebas pareció
ofenderse—. Es la más cara del mercado. Hace un año que abrimos y necesitamos
solicitar dos créditos, uno de ellos solo para poder comprar la trituradora.
Suerte que mis suegros nos avalaron. De otro modo, esta empresa nunca se
hubiera podido poner en marcha.
Se dirigió hacia la máquina
con un orgullo que pretendía hacer contagioso, para que su invitada entendiera
la valía de aquel aparato.
—Venga, se la enseñaré.
Ella lo siguió. Subieron por
la endeble escalera hacia una especie de andamio situado a la altura de la
tolva de la trituradora.
—Desde aquí podemos
controlar que todo el proceso es correcto. ¿Ve esas cuchillas? Cuando se ponen
en marcha no hay material que se les resista.
Emma se inclinó para
mirarlas. Luego comentó:
—Pero parece un aparato
peligroso.
—Sí, bueno, hay que tener
algo de cuidado. Sobre todo cuando se tratan determinados materiales puede
saltar algún trozo. Pero si no se acerca al borde de la tolva, no hay peligro.
—¿Cree usted que una
persona salvaría su vida si cayese dentro?
Sebas dejó escapar una gran
carcajada. Se sorprendió de la ingenuidad de su acompañante. A decir verdad, él
nunca se había llegado a plantear esa posibilidad.
—Si una persona se cayese
dentro estando en funcionamiento —empezó a razonar—, y no hubiese nadie cerca
de los mandos para activar la parada de emergencia, sin duda, tendría unas
consecuencias fatales. Y aun deteniéndola con rapidez —se quedó pensando—, no
me gustaría estar en esa situación. Pero, precisamente por eso, nunca la
conectamos cuando está una persona sola en la empresa.
—Dios mío, no me atrevo ni
a pensarlo —observó Emma compungida, al tiempo que comenzó a bajar por la
escalera.
—No, no. El peligro, si lo
hay, es que salte alguna muesca desde dentro —razonó con gran seguridad detrás
de la mujer—. Caerse dentro es imposible. Habría que subir hasta aquí y tirarse
en la tolva adrede. Imposible del todo —concluyó.
Antes de llegar al fondo,
Emma se paró y echó una última mirada al andamio. Sebas también se detuvo y
respondió con una sonrisa a la curiosidad de la mujer, aunque no llegaron a
cruzarse las miradas. Luego, Emma se volvió y los dos siguieron bajando,
dirigiéndose a la oficina. Una vez dentro, ella insistió:
—¿Se necesita tener un
carnet especial para manipularla?
—¿La trituradora? —preguntó
Sebas sorprendido de la insistencia de Emma—. No. Aquí la usamos todos, es muy
fácil. Y le digo más, de haber venido un poco más tarde, nos hubiese encontrado
trabajando con ella. Es una pena porque, de ese modo, podría comprobar que no
es peligrosa en absoluto. Estoy seguro que se quedaría usted mucho más
tranquila.
En realidad, no entendía
como una máquina tan sofisticada pero en el fondo tan sencilla de manejar podía
causar una impresión tan grande a aquella mujer.
—¿Tienen horarios fijos
para cada trabajo? —preguntó ella, pensando en lo que Sebas acababa de decir.
—No, qué va —Esta mujer no
tiene ni idea de lo que es una empresa, pensó—. Pero hoy es diferente, solo
trabajamos por la mañana, por ser Semana Santa. En principio, hasta las tres.
Pero si no hay imprevistos, sobre las doce, o quizá algo antes, la
conectaremos. Trituramos, cargamos y a la una ya podrán salir a repartir los
chicos mientras yo me quedo aquí acabando el trabajo de oficina. De este modo,
calculo que a las dos y media ya habrán llegado de vuelta y podremos irnos
todos a casa.
—Se ve que es usted muy
organizado —dijo la mujer más relajada, esgrimiendo una amplia sonrisa—. Con
una persona como usted al frente, no debe de ser difícil conseguir que sea
rentable un negocio.
El ego de Sebas se vio
altamente alimentado por aquel comentario, aunque pensó que no era un buen
momento para exteriorizarlo.
—Imagino que sus empleados
estarán encantados —siguió la mujer que, ahora sí, ya parecía totalmente
repuesta de su impresión.
—Bueno, yo solo intento que
las cosas sean más fáciles en la empresa. ¿Ya tiene todos los datos que
necesita?
—Sí, creo que sí —su
satisfacción era más que evidente—. Entre los que he tomado y los que ya
constan en la oficina, pienso que podré presentarle una gran oferta el día que
vuelva.
—Eso sería una buena
noticia, sin duda —Sebas también se notaba satisfecho.
—Sí, confíe en mí. Pero le
llamaré antes de volver a visitarlo, para no romperle la programación de ese
día —dijo sonriendo, mientras se vestía su gabardina.
Sebas también sonrió a modo
de despedida. Le acompañó hasta la salida de la empresa y la siguió con la
mirada durante un buen rato. Luego volvió a la oficina. Sus empleados estaban a
punto de acabar y, en cuanto lo hicieran, empezarían a triturar entre todos.
Por su parte, Emma se
alejaba lentamente. Concentrada, con cara seria, y tan solo una agenda en la
mano.
Cuatro horas más tarde,
Sebas miró de reojo el reloj de su despacho. Marcaba casi las dos. Sus
empleados no tardarían en regresar y él, por su parte, ya había acabado el
trabajo de administrativo. Incluso había programado el del día siguiente.
En cuanto llegaran todos
con las entregas completadas, darían por finalizada la jornada. Mientras
esperaba, decidió que sería una buena idea escribirle un SMS a María. Un
detalle romántico siempre favorece una convivencia cariñosa, pensó.
Probablemente ella ya hubiese llegado a casa, y él esperaba no tardar en
hacerlo también.
Abrió el cristal del
despacho, se sirvió el último café de la mañana y, recostándose en la silla,
comenzó a escribir con una sonrisa en la cara: «Hola
cariño. ¿Cómo está mi niña? ¿Ya has llegado? Yo seguramente hoy salgo pronto,
así que he pensado que, si preparas la bañera, antes de comer podríam...». No
acabó de escribir la palabra. Al otro lado del cristal, una sombra se movió por
delante de sus ojos e, instintivamente, él levantó la mirada.
—¡Hola, Emma! —exclamó.
—Hola, ¿está solo?
—preguntó ella—. Qué silencio.
—Sí. Aunque no creo que
tarden en volver los chicos. Pero bueno, me temo que he cometido un error muy
tonto: cuando se fueron no les advertí de que en cuanto llegasen los tres, ya
nos iríamos para casa. Así que no me extrañaría que alguno decida hacer tiempo
para no llegar de vuelta mucho antes de las tres y así ahorrarse el tener que
empezar con otro encargo —explicó riéndose—. Pero dígame, ¿qué le trae por
aquí?
—Verá, he llegado a la
oficina y me he dado cuenta de que no tenía una de las agendas que siempre
llevo conmigo. Como es vital para mi trabajo, intenté recordar todos mis pasos
de esta mañana y estoy completamente segura de que solo me la he podido dejar
olvidada aquí.
—Pues yo no he encontrado
nada —pareció excusarse él, mientras miraba sobre su mesa—. Pero bueno, podemos
buscarla, tengo tiempo —propuso.
Una tímida sonrisa de Emma
bastó para hacerle entender que esa era justo la invitación que estaba
esperando oír. Sebas tampoco se hizo de rogar. Dejó el móvil en la mesa, se
levantó de la silla y salió de la oficina. Fuera, pudo comprobar que la falda
de Emma se había acortado aún más y los pequeños tacones de primera hora de la
mañana ahora habían dejado paso a unas cómodas zapatillas de deporte.
—Recordé que me había dicho
que no saldrían hasta las tres y no dudé en venir de nuevo hasta aquí —apuntó
la mujer cuando se acercaba él.
—Buena memoria. Y usted,
¿aún está trabajando a esta hora?
—No —contestó Emma con cara
maliciosa—. Esta visita es personal.
Sebas no supo cómo entender
aquella frase pero, en el fondo, no le desagradaba el tono que acababa de
emplear la chica. Pensó que siempre resultaba estimulante sentirse halagado por
una mujer así. Y mucho más, durante una visita sorpresa.
—Y dígame, ¿tiene usted
alguna idea de en qué momento se le pudo quedar olvidada?
—No, la verdad.
—Recuerdo que no llegamos a
entrar en la sala de preparación —intentó ayudar Sebas.
—Sí, de eso sí me acuerdo.
Pero en donde estuvimos fue ahí arriba —dijo ella señalando el andamio.
—¿Cree que se le pudo
quedar ahí?
—Es posible —contestó,
encogiéndose de hombros—. Pero no se preocupe, ya subo yo.
La mujer no esperó
respuesta y se dirigió hacia las escaleras, bajo la mirada atenta de Sebas. En
el primer peldaño, se volvió y dijo:
—¿Por qué no conecta la
trituradora un momento, mientras miro allí arriba? Así, de paso, podré ver cómo
funciona.
—¿No se suponía que le
parecía peligrosa? —replicó sorprendido, aunque en el fondo le encantaba la
curiosidad que demostraba aquella mujer.
—Sí, pero usted dijo que si
la viese funcionando, me convencería de que no lo era.
No hizo falta que ella
insistiese. Él se dio la vuelta y, en un momento, los rodillos de la máquina
comenzaron a desperezarse delante de la mirada de Emma, que ya había llegado
arriba. Se apoyó con aparente entusiasmo en el borde y contempló el interior de
la tolva durante unos instantes. Luego miró a Sebas, que permanecía junto a los
mandos, expectante. En apenas un segundo, volvió a dirigir su mirada al interior
de la máquina, pero esta vez el entusiasmo se transformó en sorpresa, en mucha
sorpresa.
Llamó la atención de Sebas
desde arriba y le hizo una seña para que subiera. Él obedeció. Cuando llegó
junto a ella, Emma le señaló el fondo de la tolva.
—¿Qué es eso que está ahí?
—preguntó.
El hombre miró hacia el
centro, sin entender qué estaba pasando.
—No veo nada anormal —dijo.
—Sí, debajo de los
rodillos.
Sebas se acercó hacia
delante y trató de localizar aquello que tanto sorprendía a Emma.
—No veo nada. Está todo
normal —insistió él.
—Sí, ahí—también insistió
ella—. Eso negro. Dios mío, parece... —dijo refugiándose detrás del hombre.
Ante la insistencia de la
mujer, Sebas decidió inclinarse sobre la tolva, que le llegaba un poco más
abajo de la cintura, apoyándose con una mano en el borde. Estando él en esa
posición, en menos de un segundo, Emma se agachó a su espalda, le agarró con
decisión los pies y lo empujó hacia delante. Lo hizo con todas sus fuerzas,
como si en ello le fuera su propia vida.
—Hasta nunca.
Sebas gritó, miró hacia
Emma aturdido, alzó su mano como un náufrago desde el fondo de la tolva,
notando como cada una de las cuchillas se clavaba en su carne engulléndolo poco
a poco y sin remedio. Entonces, por un momento, el sonido de la máquina se hizo
más opaco, apenas durante un leve instante. Unos segundos después, la
trituradora recuperó su sonido habitual, sin mayor esfuerzo.
En cuanto esto pasó y ya
nada se veía en la tolva, Emma bajó por la escalera y se paró frente al
visualizador de la máquina, cuidando de evitar el charco de sangre que empezaba
a extenderse por el suelo con rapidez. Allí colocó cuidadosamente una pelota de
golf, perfectamente en equilibrio. Luego se encaminó lentamente hacia la
salida, sin mirar atrás.
Antes de abandonar aquel
lugar, entró una última vez al despacho de Sebas y alzó ligeramente un lateral
del sillón de invitados, el mismo sobre el que horas antes había dejado su
gabardina. Alargó su mano hacia abajo y recogió su agenda perdida. Nadie la
hubiera visto en muchos días.
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