MARTES SANTO
Capítulo Once (I)
Solamente un vaso de leche
caliente a media mañana, tomado en la penumbra de la cocina, consiguió que
lograra dormirse profundamente. Eso, y volver a la cama imaginando el cariñoso
despertar con el que su joven marido Ramón la obsequiaría al regresar de
trabajar a las tres y media.
Sin embargo, su apacible
descanso se veía ahora amenazado por el estridente tono de su teléfono móvil,
sonando con insistencia encima de la mesilla de noche, pugnando por entrar en
sus sueños. Cuando por fin logró identificar aquel sonido en la realidad,
alargó el brazo con los ojos aún cerrados y llevó el aparato torpemente hasta
su oreja, pulsando el botón de contestar.
—¡Santiago! —La ronca voz
del comisario sonó dentro de la cabeza de Eva como el más cruel y eficiente de
los despertadores—. ¿Todavía está usted en la cama?
Eva apartó levemente el
teléfono de su oreja para consultar la hora: las tres y diez. Luego volvió
acercar el aparato a su cara.
—Jefe, ayer tuve turno de
noche, ¿se acuerda usted? —contestó con voz somnolienta.
—Santiago, ¿conoce usted
Reciclajes Covelo?
—¿Qué? No, creo que no. No
sé qué es eso...
—Es una empresa de
reciclaje que está en O Vinteún. Se dedica a triturar todo tipo de materiales.
—Pues creo que es la
primera vez que oigo hablar de ella. ¿Por qué me lo pregunta, debería conocerla
por algo? —Pero qué historia me está contando, pensó dentro de su cabeza a la
vez que contestaba.
—Porque hoy, hará una hora
o así, un hombre se cayó dentro de una trituradora y todo indica que fue el
dueño, Sebastián Covelo. ¿Le suena de algo ese nombre?
—¡Ay, pobre!
—Déjese de pobres y de
sentimentalismos gratuitos. La cuestión es que tenemos un cadáver presentado en
trocitos que ha aparecido después de haberlo visitado una mujer morena a
primera hora de la mañana —expuso él con energía—. Cuando uno de sus empleados
volvió de hacer su reparto, descubrió el cadáver...
—Jefe, ¿me despierta para
que cubra un accidente? —lo interrumpió Eva, todavía sin entender la situación.
—Le despierto porque al
lado del cadáver había una pelota de golf. ¿Le sigue pareciendo un accidente?
Eva dio un salto que la
sentó en la cama.
—¿Una pelota de golf?
—preguntó al instante.
—Sí, colocada cuidadosa, y
me temo que estratégicamente, en el visualizador del aparato. Por eso la he
llamado. Creo que ayer a la noche entabló usted amistad con una de esas
pelotas.
—Sí, voy ahora —contestó
atropelladamente ella, mientras salía de la cama—. Deme diez minutos. ¿Quién
está allí ahora?
—Las dos patrullas que
enviamos. Y también Miguel y Juan, que estaban aquí para iniciar su turno y
quisieron ir también. Pero todos son agentes y necesito a un inspector, ¿quiere
ir usted o envío a otro? —insistió el comisario.
—No, no, me visto y voy
—respondió saliendo ya de la cama—. Hágame un favor, llame a Antón y envíelo
para allí.
—¿Cómo? —exclamó de
inmediato el comisario—. Santiago, él también hizo ayer turno de noche. Usted
es la inspectora, ¿no es capaz de arreglárselas sola hasta que él entre a
trabajar a su hora?
—No, llámelo —contestó ella
con sequedad—. Y no se preocupe, que ya se lo explico yo.
Eva colgó el teléfono y,
sin perder tiempo, acabó de vestirse. Acto seguido, anudó su rizada melena en
una coleta, cogió su abrigo del perchero, tres rebanadas de pan de molde de la
cocina y, antes de salir, escribió en el tablón de notas de la nevera:
«Cariño, imprevistos
lo siento mucho, mucho, mucho, mucho.
y te quiero aún más
y te deseo.
Besos»
Todo, en menos de un
minuto. Acabar de arreglarse y comer, lo haría por el camino. Rara habilidad la
de maquillarse delante del retrovisor mientras se conduce un coche de policía a
toda velocidad con un bocado de pan en la boca.
Cuando estaba a punto de
llegar al lugar de los hechos, Eva apagó la sirena y bajó la empinada Rúa do
Vinteún con su C4 azul como si de un coche más del vecindario se tratara. Al
final de la calle, se acababan los edificios y comenzaba el polígono. Llegar
sin anunciarse era una vieja costumbre que ponía en práctica siempre que la
ocasión lo requería. Quizá fuese una falsa intuición, pero algo dentro de su
cabeza le indicaba que el interés de Juan y Miguel por acudir a aquel lugar era
mayor del que por lógica deberían tener en condiciones normales.
Desde la mitad de la calle,
divisó al fondo tres coches de policía y, a su lado, una cinta separando un
amplio entorno delante de una gran nave. Presidiendo la puerta de entrada, un
gran cartel blanco y verde: Reciclajes Covelo. Aparcó a la derecha, a la altura
de las últimas viviendas, y en cuya acera los vecinos se arremolinaban
intentando curiosear la escena. Se bajó con la última rebanada de pan en la
mano y se acercó hasta la fábrica comiendo con tranquilidad. Nadie de los
presentes sospechó que fuera policía.
Cuando todavía estaba a
cierta distancia, saludó con un gesto al agente que custodiaba la cinta
separadora, que le devolvió el saludo a la vez que conversaba de manera forzada
con un periodista. Luego se centró en los movimientos que se estaban
produciendo dentro de la zona reservada: tres hombres de distintas edades
esperaban al lado de la nave con gesto desencajado. Dentro de uno de los coches
de policía, un agente permanecía sentado, mientras otro, Miguel, hablaba con el
hombre de más edad que esperaba fuera. En conclusión, los otros tres agentes
tenían que estar dentro de la nave.
Al lado de la cinta, casi a
su lado, un joven fotógrafo de prensa contemplaba la escena a la espera de
poder captar alguna foto relevante, sin haberse percatado de la llegada de Eva.
Esta tragó el último bocado de pan y se acercó a él:
—¿Qué ha pasado? —preguntó
a su espalda.
—¡Inspectora! —respondió el
chico sorprendido—. ¿Me lo está preguntando usted a mí?
—Sí, me acaban de avisar
—se explicó ella—. Además, estoy segura de que sabes sonsacar información a un
testigo mejor que alguno de mis hombres —continuó.
—Eso seguro —dijo él
convencido—, no entiendo tanto afán por conseguir respuestas en un accidente
—dijo señalando a Miguel, que seguía interrogando con insistencia a aquel
hombre—. A no ser que no sea un accidente...
—Aún no lo sé —Eva no se
inmutó por la insinuación—. Seguramente sí lo es, pero antes de confirmarlo,
siempre debemos descartar todas las opciones.
El chico encajó la
respuesta con indiferencia, la de quien no espera de su interlocutor concesión
alguna. En realidad, ni siquiera entendía como una inspectora se había parado a
hablar con él antes de entrar en la escena de un crimen.
Eva avanzó hacia el
interior de la cinta y se acercó sigilosamente a donde estaban los tres hombres
en compañía de Miguel. En cuanto este se percató de su presencia, se volvió
hacia ella:
—Buenas tardes, inspectora.
—Agente, aquí los interrogatorios
a los testigos los hago yo —le susurró Eva casi al oído—. No lo olvide.
Miguel bajó la cabeza. Su
cara reflejaba el semblante de un niño al que su profesora acaba de sorprender
copiando. Luego dijo, excusándose:
—Solo le estaba preguntando.
Si la ha visto, tiene que recordar algo de esa mujer.
—Y yo espero que usted
recuerde lo que le acabo de decir.
No hizo falta que
insistiera. Miguel echó una mirada contenida a los tres hombres y después se
subió al coche patrulla, en el que le esperaba Juan, su compañero. Arrancaron
al instante. Al fin y al cabo, ellos no deberían estar allí.
En cuanto el coche patrulla
se fue, Eva se dirigió hacia el interior de la nave. Allí, el tradicional aroma
a metal triturado no lograba disimular el frío y a la vez penetrante olor de la
sangre tibia. Apenas había avanzado unos pasos, divisó a su izquierda lo que
indudablemente era la oficina. De frente, la trituradora, delante de la cual
uno de los agentes tomaba notas sin cesar. A la izquierda de esta, y bordeando
la oficina, el resto de la nave: un espacio alargado y perpendicular a donde
ella estaba. Dedujo que los camiones con el material triturado saldrían por la
entrada principal y entrarían con el material sin triturar por el otro extremo,
aunque seguramente ese era un detalle intrascendente para la investigación, por
lo que prefirió centrar su atención en la trituradora y en las más que
evidentes secuelas de aquella mañana sangrienta. El agente que tomaba notas no
tardó en acercarse a ella:
—Buenas tardes, inspectora.
¿Lleva usted el caso? —quiso confirmar.
—Sí, me ha llamado Míguez
—No necesitaba dar más explicaciones—. ¿Qué se sabe?
—Pues que este desgraciado
ha tenido una muerte brutal —un tono de compasión y fatalismo marcaba su voz—.
Y sus tres empleados han tenido que ver lo que un ser humano nunca querría ver.
Imagínese el panorama, uno de ellos llegó y se encontró con la trituradora
funcionando a tope y una masa roja y humeante debajo de la boca de salida. No
creo que hiciese ni diez minutos que había pasado. Después llegaron los otros
dos y entonces ya dedujeron que tenía que ser su jefe el que había caído
dentro. Estaba solo, y no esperaba a nadie.
—¿Y la pelota? —preguntó
Eva mirando al display, en donde aún seguía colocada en perfecto equilibrio.
—La descubrió el primero,
en cuanto fue a apagar la máquina. Se la encontró encima de los mandos. Por lo
que me han dicho, no solo les llama la atención la pelota sino también que él
no tenía razón alguna para encender la trituradora y el hecho de que, a primera
hora de la mañana, lo había visitado una mujer muy bien vestida y a la que
nunca antes habían visto.
Eva no perdía detalle de lo
que el agente le decía.
—Ya les tomará usted
declaración formal —continuó él—, pero ya le digo desde ahora que dan todo lujo
de detalles, y sin necesidad de preguntarles mucho. Supongo que es por la
impresión. Yo avisé a la central de que algo me olía mal aquí y el jefe me dijo
que iba a mandar a un inspector de inmediato. Mientras llegaba usted, me he tomado
la libertad de ir recogiendo datos, y la otra patrulla está tomando fotos de
todo —explicó buscando la aprobación de su superiora—. Pero no hemos tocado
nada.
—Le agradezco su trabajo,
agente. Dígame, ¿le explicaron por qué estaba él solo en la empresa?
—Sí.
El policía consultó las
primeras hojas de su bloc antes de continuar, pasando incluso el dedo por el
papel. Todo lo tenía allí apuntado.
—Al parecer como es Semana
Santa —dijo—, solo trabajaban de mañana. Por eso salieron todos a la vez a
repartir a última hora, para acabar pronto. Según ellos, no es algo habitual,
pero lo decidió él —señaló a los restos de Sebas con una expresión de fatalismo
terrible.
—¿Por casualidad, o porque
tenía interés en encontrarse a solas con la mujer que lo había visitado a la
mañana? —apuntó de un modo casi instintivo Eva.
El agente se encogió de
hombros, frunció el ceño y movió la cabeza adelante y atrás. Las tres cosas al
mismo tiempo. Quizá asumió que todavía le quedaba mucho que aprender para
llegar a ser inspector.
—Buena pregunta —razonó
luego pensativo—. Lo siento, pero esa posibilidad creo que no se nos ha pasado
por la cabeza ni a mí ni a ellos —dijo señalando a los empleados con un leve
gesto.
—No se preocupe —pasó
página Eva sonriendo—. ¿Sabe si tenía familia?
—Sí, esposa. Otra patrulla
ha ido a darle la noticia, me imagino que viene para aquí.
—No, no —reaccionó ella—.
Avíseles por radio, que la lleven a la comisaría. No quiero que llegue y vea a
su marido así.
El agente se retiró a
hablar por radio, entregándole todas las notas que había ido tomando a Eva. En
ese momento, ya entraba por la puerta Antón.
—Eva. Me ha llamado el
jefe. Dice que la asesina de ayer a la noche ha vuelto a actuar —dijo mientras
se acercaba a buen paso—. ¿A qué huele aquí?
Pregunta fuera de lugar, y
con una respuesta que serviría para centrarlo. Pero ni Eva pensaba responder,
ni él lo necesitó. Justo en el momento en que había acabado la frase, sus ojos
se posaron en la boca de la trituradora:
—¡Ostia!
Eva pasó delante de la petrificada
figura de su ayudante sin concederle importancia a su impresión:
—Llama a Vigo y pregunta si
ya han encontrado a Aurora, la dueña del teléfono de ayer. Yo, mientras, voy a
echar un vistazo a la oficina.
Él pareció no haberla
escuchado.
—¡Muévete! —le chilló.
—Sí.
Antón marcó los dígitos sin
poder dejar de mirar los restos de Sebas hasta que entabló conversación con su
interlocutor. Apenas llevaba un minuto hablando cuando fue hasta la puerta de
la oficina, separó el auricular del oído y se lo ofreció a Eva con cara de
pocos amigos. Esta lo cogió y volvió a entrar, mientras él esperaba fuera.
Cuando Eva alzó su tono de voz dentro de la oficina, pudo escucharse en toda la
nave:
—No, quien no lo entiende
es usted. Aquí tenemos a una desalmada que se ha cargado a dos personas en un
plazo de doce horas, y que seguramente no se detendrá ahí. La única pista que
tenemos es esa mujer, así que encuéntrenla como sea.
Ese fue el final de la
conversación. Luego le devolvió el teléfono a Antón, que aprovechó para
preguntar, ya recuperado del susto anterior:
—¿Quién es la víctima?
—El jefe, Sebastián Covelo.
—¿Y cómo puedes estar tan
segura?
—Porque lo vieron hablar
con nuestra asesina esta misma mañana. El dueño de la empresa era su objetivo,
sin duda alguna. Si no fuese él, no lo habría matado aquí.
Antón intentó asimilar
aquella deducción. Eva siguió hablando y le despejó las dudas:
—Esta mujer entra en sus
vidas, se gana su confianza y ataca por sorpresa. Como una sicario profesional,
pero no es una sicario. De serlo, no mataría a dos objetivos diferentes en tan
pocas horas, necesitaría más tiempo. Pero intuyo que ella tiene a sus víctimas
estudiadas con anterioridad. No sé a cuántas, ni quiénes son, pero ya están
decididas, y preparada la estrategia para atacarlas. Tampoco sé el porqué,
aunque tiene que haber una razón que la lleve a actuar de esta manera. Y eso es
lo primero que debemos averiguar.
Cerró la puerta de la
oficina por fuera, dando por terminado su registro, y se dirigió a la salida:
—Quédate a esperar al juez,
y a la policía científica —le dijo a Antón antes de marchar—. Que busquen
huellas en la pelota, a ver si hay suerte y ha cometido un error. Yo voy a
comisaría a hablar con la viuda. Espero que pueda darnos algunas explicaciones
para empezar a encauzar el caso. Te espero allí, no tardes.
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