martes, 16 de julio de 2013

Muerte sin resurrección (1os capítulos): Cap. ONCE (I)


MARTES SANTO
Capítulo Once (I)

Poco había avanzado el reloj desde las tres de la tarde cuando Eva todavía dormía plácidamente en la oscuridad de su habitación. El asesinato de Javi le había afectado de tal manera que no había sido capaz de conciliar el sueño hasta bien entrada la mañana. Lo había repasado detenidamente, valorando punto por punto todas las posibilidades, incluso aquellas que a los ojos de cualquiera podían parecer las más descabelladas, pero no lograba encontrar una explicación lógica al caso. Siempre había algo que no le encajaba, una conexión que no le convencía, y acabó por desesperarse entre las sábanas. En el fondo, la coherente idea de una asesina a sueldo le parecía del todo disparatada para una ciudad pequeña y tranquila como Ourense.

Solamente un vaso de leche caliente a media mañana, tomado en la penumbra de la cocina, consiguió que lograra dormirse profundamente. Eso, y volver a la cama imaginando el cariñoso despertar con el que su joven marido Ramón la obsequiaría al regresar de trabajar a las tres y media.

Sin embargo, su apacible descanso se veía ahora amenazado por el estridente tono de su teléfono móvil, sonando con insistencia encima de la mesilla de noche, pugnando por entrar en sus sueños. Cuando por fin logró identificar aquel sonido en la realidad, alargó el brazo con los ojos aún cerrados y llevó el aparato torpemente hasta su oreja, pulsando el botón de contestar.

—¡Santiago! —La ronca voz del comisario sonó dentro de la cabeza de Eva como el más cruel y eficiente de los despertadores—. ¿Todavía está usted en la cama?

Eva apartó levemente el teléfono de su oreja para consultar la hora: las tres y diez. Luego volvió acercar el aparato a su cara.

—Jefe, ayer tuve turno de noche, ¿se acuerda usted? —contestó con voz somnolienta.

—Santiago, ¿conoce usted Reciclajes Covelo?

—¿Qué? No, creo que no. No sé qué es eso...

—Es una empresa de reciclaje que está en O Vinteún. Se dedica a triturar todo tipo de materiales.

—Pues creo que es la primera vez que oigo hablar de ella. ¿Por qué me lo pregunta, debería conocerla por algo? —Pero qué historia me está contando, pensó dentro de su cabeza a la vez que contestaba.

—Porque hoy, hará una hora o así, un hombre se cayó dentro de una trituradora y todo indica que fue el dueño, Sebastián Covelo. ¿Le suena de algo ese nombre?

—¡Ay, pobre!

—Déjese de pobres y de sentimentalismos gratuitos. La cuestión es que tenemos un cadáver presentado en trocitos que ha aparecido después de haberlo visitado una mujer morena a primera hora de la mañana —expuso él con energía—. Cuando uno de sus empleados volvió de hacer su reparto, descubrió el cadáver...

—Jefe, ¿me despierta para que cubra un accidente? —lo interrumpió Eva, todavía sin entender la situación.

—Le despierto porque al lado del cadáver había una pelota de golf. ¿Le sigue pareciendo un accidente?

Eva dio un salto que la sentó en la cama.

—¿Una pelota de golf? —preguntó al instante.

—Sí, colocada cuidadosa, y me temo que estratégicamente, en el visualizador del aparato. Por eso la he llamado. Creo que ayer a la noche entabló usted amistad con una de esas pelotas.

—Sí, voy ahora —contestó atropelladamente ella, mientras salía de la cama—. Deme diez minutos. ¿Quién está allí ahora?

—Las dos patrullas que enviamos. Y también Miguel y Juan, que estaban aquí para iniciar su turno y quisieron ir también. Pero todos son agentes y necesito a un inspector, ¿quiere ir usted o envío a otro? —insistió el comisario.

—No, no, me visto y voy —respondió saliendo ya de la cama—. Hágame un favor, llame a Antón y envíelo para allí.

—¿Cómo? —exclamó de inmediato el comisario—. Santiago, él también hizo ayer turno de noche. Usted es la inspectora, ¿no es capaz de arreglárselas sola hasta que él entre a trabajar a su hora?

—No, llámelo —contestó ella con sequedad—. Y no se preocupe, que ya se lo explico yo.

Eva colgó el teléfono y, sin perder tiempo, acabó de vestirse. Acto seguido, anudó su rizada melena en una coleta, cogió su abrigo del perchero, tres rebanadas de pan de molde de la cocina y, antes de salir, escribió en el tablón de notas de la nevera:

«Cariño, imprevistos
lo siento mucho, mucho, mucho, mucho.
y te quiero aún más
y te deseo.
Besos»

Todo, en menos de un minuto. Acabar de arreglarse y comer, lo haría por el camino. Rara habilidad la de maquillarse delante del retrovisor mientras se conduce un coche de policía a toda velocidad con un bocado de pan en la boca.

Cuando estaba a punto de llegar al lugar de los hechos, Eva apagó la sirena y bajó la empinada Rúa do Vinteún con su C4 azul como si de un coche más del vecindario se tratara. Al final de la calle, se acababan los edificios y comenzaba el polígono. Llegar sin anunciarse era una vieja costumbre que ponía en práctica siempre que la ocasión lo requería. Quizá fuese una falsa intuición, pero algo dentro de su cabeza le indicaba que el interés de Juan y Miguel por acudir a aquel lugar era mayor del que por lógica deberían tener en condiciones normales.

Desde la mitad de la calle, divisó al fondo tres coches de policía y, a su lado, una cinta separando un amplio entorno delante de una gran nave. Presidiendo la puerta de entrada, un gran cartel blanco y verde: Reciclajes Covelo. Aparcó a la derecha, a la altura de las últimas viviendas, y en cuya acera los vecinos se arremolinaban intentando curiosear la escena. Se bajó con la última rebanada de pan en la mano y se acercó hasta la fábrica comiendo con tranquilidad. Nadie de los presentes sospechó que fuera policía.

Cuando todavía estaba a cierta distancia, saludó con un gesto al agente que custodiaba la cinta separadora, que le devolvió el saludo a la vez que conversaba de manera forzada con un periodista. Luego se centró en los movimientos que se estaban produciendo dentro de la zona reservada: tres hombres de distintas edades esperaban al lado de la nave con gesto desencajado. Dentro de uno de los coches de policía, un agente permanecía sentado, mientras otro, Miguel, hablaba con el hombre de más edad que esperaba fuera. En conclusión, los otros tres agentes tenían que estar dentro de la nave.

Al lado de la cinta, casi a su lado, un joven fotógrafo de prensa contemplaba la escena a la espera de poder captar alguna foto relevante, sin haberse percatado de la llegada de Eva. Esta tragó el último bocado de pan y se acercó a él:

—¿Qué ha pasado? —preguntó a su espalda.

—¡Inspectora! —respondió el chico sorprendido—. ¿Me lo está preguntando usted a mí?

—Sí, me acaban de avisar —se explicó ella—. Además, estoy segura de que sabes sonsacar información a un testigo mejor que alguno de mis hombres —continuó.

—Eso seguro —dijo él convencido—, no entiendo tanto afán por conseguir respuestas en un accidente —dijo señalando a Miguel, que seguía interrogando con insistencia a aquel hombre—. A no ser que no sea un accidente...

—Aún no lo sé —Eva no se inmutó por la insinuación—. Seguramente sí lo es, pero antes de confirmarlo, siempre debemos descartar todas las opciones.

El chico encajó la respuesta con indiferencia, la de quien no espera de su interlocutor concesión alguna. En realidad, ni siquiera entendía como una inspectora se había parado a hablar con él antes de entrar en la escena de un crimen.

Eva avanzó hacia el interior de la cinta y se acercó sigilosamente a donde estaban los tres hombres en compañía de Miguel. En cuanto este se percató de su presencia, se volvió hacia ella:

—Buenas tardes, inspectora.

—Agente, aquí los interrogatorios a los testigos los hago yo —le susurró Eva casi al oído—. No lo olvide.

Miguel bajó la cabeza. Su cara reflejaba el semblante de un niño al que su profesora acaba de sorprender copiando. Luego dijo, excusándose:

—Solo le estaba preguntando. Si la ha visto, tiene que recordar algo de esa mujer.

—Y yo espero que usted recuerde lo que le acabo de decir.

No hizo falta que insistiera. Miguel echó una mirada contenida a los tres hombres y después se subió al coche patrulla, en el que le esperaba Juan, su compañero. Arrancaron al instante. Al fin y al cabo, ellos no deberían estar allí.

En cuanto el coche patrulla se fue, Eva se dirigió hacia el interior de la nave. Allí, el tradicional aroma a metal triturado no lograba disimular el frío y a la vez penetrante olor de la sangre tibia. Apenas había avanzado unos pasos, divisó a su izquierda lo que indudablemente era la oficina. De frente, la trituradora, delante de la cual uno de los agentes tomaba notas sin cesar. A la izquierda de esta, y bordeando la oficina, el resto de la nave: un espacio alargado y perpendicular a donde ella estaba. Dedujo que los camiones con el material triturado saldrían por la entrada principal y entrarían con el material sin triturar por el otro extremo, aunque seguramente ese era un detalle intrascendente para la investigación, por lo que prefirió centrar su atención en la trituradora y en las más que evidentes secuelas de aquella mañana sangrienta. El agente que tomaba notas no tardó en acercarse a ella:

—Buenas tardes, inspectora. ¿Lleva usted el caso? —quiso confirmar.

—Sí, me ha llamado Míguez —No necesitaba dar más explicaciones—. ¿Qué se sabe?

—Pues que este desgraciado ha tenido una muerte brutal —un tono de compasión y fatalismo marcaba su voz—. Y sus tres empleados han tenido que ver lo que un ser humano nunca querría ver. Imagínese el panorama, uno de ellos llegó y se encontró con la trituradora funcionando a tope y una masa roja y humeante debajo de la boca de salida. No creo que hiciese ni diez minutos que había pasado. Después llegaron los otros dos y entonces ya dedujeron que tenía que ser su jefe el que había caído dentro. Estaba solo, y no esperaba a nadie.

—¿Y la pelota? —preguntó Eva mirando al display, en donde aún seguía colocada en perfecto equilibrio.

—La descubrió el primero, en cuanto fue a apagar la máquina. Se la encontró encima de los mandos. Por lo que me han dicho, no solo les llama la atención la pelota sino también que él no tenía razón alguna para encender la trituradora y el hecho de que, a primera hora de la mañana, lo había visitado una mujer muy bien vestida y a la que nunca antes habían visto.

Eva no perdía detalle de lo que el agente le decía.

—Ya les tomará usted declaración formal —continuó él—, pero ya le digo desde ahora que dan todo lujo de detalles, y sin necesidad de preguntarles mucho. Supongo que es por la impresión. Yo avisé a la central de que algo me olía mal aquí y el jefe me dijo que iba a mandar a un inspector de inmediato. Mientras llegaba usted, me he tomado la libertad de ir recogiendo datos, y la otra patrulla está tomando fotos de todo —explicó buscando la aprobación de su superiora—. Pero no hemos tocado nada.

—Le agradezco su trabajo, agente. Dígame, ¿le explicaron por qué estaba él solo en la empresa?

—Sí.

El policía consultó las primeras hojas de su bloc antes de continuar, pasando incluso el dedo por el papel. Todo lo tenía allí apuntado.

—Al parecer como es Semana Santa —dijo—, solo trabajaban de mañana. Por eso salieron todos a la vez a repartir a última hora, para acabar pronto. Según ellos, no es algo habitual, pero lo decidió él —señaló a los restos de Sebas con una expresión de fatalismo terrible.

—¿Por casualidad, o porque tenía interés en encontrarse a solas con la mujer que lo había visitado a la mañana? —apuntó de un modo casi instintivo Eva.

El agente se encogió de hombros, frunció el ceño y movió la cabeza adelante y atrás. Las tres cosas al mismo tiempo. Quizá asumió que todavía le quedaba mucho que aprender para llegar a ser inspector.

—Buena pregunta —razonó luego pensativo—. Lo siento, pero esa posibilidad creo que no se nos ha pasado por la cabeza ni a mí ni a ellos —dijo señalando a los empleados con un leve gesto.

—No se preocupe —pasó página Eva sonriendo—. ¿Sabe si tenía familia?

—Sí, esposa. Otra patrulla ha ido a darle la noticia, me imagino que viene para aquí.

—No, no —reaccionó ella—. Avíseles por radio, que la lleven a la comisaría. No quiero que llegue y vea a su marido así.

El agente se retiró a hablar por radio, entregándole todas las notas que había ido tomando a Eva. En ese momento, ya entraba por la puerta Antón.

—Eva. Me ha llamado el jefe. Dice que la asesina de ayer a la noche ha vuelto a actuar —dijo mientras se acercaba a buen paso—. ¿A qué huele aquí?

Pregunta fuera de lugar, y con una respuesta que serviría para centrarlo. Pero ni Eva pensaba responder, ni él lo necesitó. Justo en el momento en que había acabado la frase, sus ojos se posaron en la boca de la trituradora:

—¡Ostia!

Eva pasó delante de la petrificada figura de su ayudante sin concederle importancia a su impresión:

—Llama a Vigo y pregunta si ya han encontrado a Aurora, la dueña del teléfono de ayer. Yo, mientras, voy a echar un vistazo a la oficina.

Él pareció no haberla escuchado.

—¡Muévete! —le chilló.

—Sí.

Antón marcó los dígitos sin poder dejar de mirar los restos de Sebas hasta que entabló conversación con su interlocutor. Apenas llevaba un minuto hablando cuando fue hasta la puerta de la oficina, separó el auricular del oído y se lo ofreció a Eva con cara de pocos amigos. Esta lo cogió y volvió a entrar, mientras él esperaba fuera. Cuando Eva alzó su tono de voz dentro de la oficina, pudo escucharse en toda la nave:

—No, quien no lo entiende es usted. Aquí tenemos a una desalmada que se ha cargado a dos personas en un plazo de doce horas, y que seguramente no se detendrá ahí. La única pista que tenemos es esa mujer, así que encuéntrenla como sea.

Ese fue el final de la conversación. Luego le devolvió el teléfono a Antón, que aprovechó para preguntar, ya recuperado del susto anterior:

—¿Quién es la víctima?

—El jefe, Sebastián Covelo.

—¿Y cómo puedes estar tan segura?

—Porque lo vieron hablar con nuestra asesina esta misma mañana. El dueño de la empresa era su objetivo, sin duda alguna. Si no fuese él, no lo habría matado aquí.

Antón intentó asimilar aquella deducción. Eva siguió hablando y le despejó las dudas:

—Esta mujer entra en sus vidas, se gana su confianza y ataca por sorpresa. Como una sicario profesional, pero no es una sicario. De serlo, no mataría a dos objetivos diferentes en tan pocas horas, necesitaría más tiempo. Pero intuyo que ella tiene a sus víctimas estudiadas con anterioridad. No sé a cuántas, ni quiénes son, pero ya están decididas, y preparada la estrategia para atacarlas. Tampoco sé el porqué, aunque tiene que haber una razón que la lleve a actuar de esta manera. Y eso es lo primero que debemos averiguar.

Cerró la puerta de la oficina por fuera, dando por terminado su registro, y se dirigió a la salida:

—Quédate a esperar al juez, y a la policía científica —le dijo a Antón antes de marchar—. Que busquen huellas en la pelota, a ver si hay suerte y ha cometido un error. Yo voy a comisaría a hablar con la viuda. Espero que pueda darnos algunas explicaciones para empezar a encauzar el caso. Te espero allí, no tardes.



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