MARTES SANTO
Capítulo Once (y II)
Nada más pisar Eva la comisaría, Míguez salió de su despacho de inmediato y le gritó desde el fondo del pasillo:
—¡Santiago!
Luego, esperó en su puerta, mientras ella se acercaba. Eva entró en el despacho del comisario y se sentó frente a la mesa, sin decir nada.
—Dígame, ¿qué ha averiguado? —le preguntó él mientras cerraba la puerta—. ¿Cree que es la misma persona que lo de ayer?
—Sí, estoy casi segura de que sí.
—¿Pistas?
—La del móvil de Vigo —contestó Eva, negando con la cabeza—. Por lo demás, es exquisita actuando. No deja cabos sueltos. Llega a sus vidas por sorpresa, se gana su confianza en muy poco tiempo y cuando están a solas y nadie la ve, actúa con precisión. Fría, cerebral y muy inteligente.
—Bien —Era la confirmación que necesitaba—. Pues entonces, quiero que se dedique las veinticuatro horas del día a este caso —sentenció el comisario—. Con este infeliz, ya tenemos dos cadáveres y mucho me temo que esa loca no se va a detener ahí. Si por alguna razón no se ve capacitada, dígamelo ahora y llamo a Madrid para que nos manden a alguien experto en este tipo de casos. No quiero correr riesgos.
Los ojos de Eva se encendieron ante tal insinuación.
—No, yo me encargo —dijo—. Veinticuatro horas solo con esto, no hay problema. La cogeré —aseguró con decisión—. Solo necesito que me ayude Antón, estoy acostumbrada a trabajar con él.
—De acuerdo —Esa era una condición muy fácil de conceder—. Una última cosa: procure que, al menos de momento, no transcienda el detalle de la pelota. Ourense es una ciudad muy pequeña. Si se corriera la noticia de que hay una loca suelta que se dedica a matar hombres, cundiría el pánico y toda la población se nos echaría encima. La presión sería insoportable y nos dificultaría mucho el trabajo.
—No se preocupe —lo tranquilizó Eva—, ya sabe que no damos información a la prensa por nuestra cuenta. De momento, para todos, lo de ayer a la noche, ha sido un crimen pasional y esto, un desgraciado accidente —La cara del comisario reflejaba la satisfacción de una decisión bien tomada—. Al menos, hasta que vuelva a actuar...
—Esperemos que no. En cualquier caso, manténgame informado de todo —la despidió.
Dos salas más adelante esperaba María, la viuda.
—Buenas tardes. Soy la inspectora Eva Santiago.
La mujer devolvió el saludo con un tímido gesto. Era evidente que, en aquel momento, no estaba para grandes presentaciones.
—Como creo ya le han informado, está usted aquí porque su marido ha sufrido un desgraciado accidente en la empresa.
—Sí, me han dicho que ha fallecido, pero que no podía ir allí porque estaba bajo investigación policial —la interrumpió María—. No entiendo nada de lo que está pasando y, si he de serle sincera, no sé qué hago aquí —el tono de aquella mujer se apagaba a medida que hablaba—. Por favor, me gustaría poder ver a mi marido cuanto antes.
—No se preocupe, la llevaremos dentro de un momento, pero antes necesito que me conteste a unas preguntas.
—¿Creen que lo han podido matar? —preguntó María con desconfianza.
—Eso no lo sabemos. Pero entenderá que, ante un suceso así, queramos descartar esa opción. Aún debemos confirmar en qué circunstancias acabó dentro de la trituradora.
—Sebas no tenía enemigos —se arrancó a hablar entre sollozos, quizá harta de esperar, de estar viviendo una situación que le resultaba increíble pero, sobre todo, de comprobar que todo indicaba que su marido acababa de morir triturado como un vulgar desecho—. Su vida era su empresa y yo. Es más, creo que tampoco tenía amigos, simplemente conocidos. Y por lo general, de su trabajo. Pero nadie le quería mal, ni siquiera sus empleados.
—¿Y sabe si entre esos conocidos —preguntó Eva con evidente intención—, había una mujer morena, de unos treinta años, más o menos metro sesenta de estatura y complexión delgada?
María la miró en un tono interrogante: no sabía qué pretendía insinuar, ni qué papel podía jugar esa mujer a la que se estaba refiriendo aquella policía en el accidente de su marido.
—No, no conozco a nadie de esas características —dijo—. ¿Quién es?
—No lo sé —Eva no estaba dispuesta a darle más detalles—. Perdone la pregunta, ¿su marido le era infiel?
—Apostaría mi vida a que no.
—Dígame, ¿hace mucho que se conocían?
—En realidad, poco más de dos años. Nos conocimos una Nochevieja y, a los cinco meses, ya estábamos casados. Lo nuestro fue un flechazo, un amor a primera vista, intenso y sincero, muy sincero. Puede hacerme las preguntas que quiera, pero no tengo la más mínima duda sobre la lealtad de mi marido hacia mí, ni sobre su honestidad —quiso cerrar definitivamente aquel debate.
—¿Y qué sabe de la época anterior a conocerla a usted?
—Poco, muy poco, créame —María se paró un momento—. Sí sé que su pasado no había sido del todo ideal, pero tampoco conozco muchos detalles. Ya sabe, él no contaba y yo tampoco preguntaba. Desde el primer día, formamos una pareja ideal, y a nosotros nos bastaba con eso. La noche que nos conocimos, vi como encendía un porro y le dije que eso no me gustaba, que eso no lo quería en mi vida. En aquel momento nos hicimos una promesa: Sebas, de encauzar su vida y yo, de creer en él sobre todas las cosas. Nunca nos faltamos a esa promesa.
A pesar de los sollozos, María hablaba con serenidad, la que solo tiene aquella persona que es consciente que estar relatando la mejor y más rica porción de ese gran pastel que es la propia vida.
—¿Está segura de que es él? —preguntó luego.
—Me temo que sí.
María inclinó la cabeza, mientras Eva se alejó unos metros convencida de que aquella mujer no disponía de las claves que iba a necesitar para resolver el caso.
En el fondo, María también era una víctima, su compañero ideal se había ido y ahora empezaría una nueva vida para ella. Sin duda, peor. Eva observó como sollozaba mientras hablaba, quizá porque todavía mantuviese la esperanza de que su marido hubiera tenido que salir a algún recado y, cuando a la noche ella regresara a casa, se lo encontraría sentado en el sofá, esperándola como cualquier otro día normal. El ser humano suele aferrarse a estos pensamientos en situaciones así. De otro modo, lloraría abiertamente. Eso pensó Eva, con sus ojos clavados en la nuca de aquella mujer.
Pero antes de alejarse definitivamente, la inspectora miró un momento a los lados. Después se dirigió a María:
—Una última cosa —dijo desde la puerta—: estoy segura de que a lo largo del día de hoy ha visto a muchos policías por aquí, ¿conoce usted a alguno de antes?
—No, no conozco a nadie que sea policía. ¿Debería?
—¿Y su marido?
María echó un vistazo hacia el exterior, intentando recordar alguna cara o cualquier situación que se le estuviese escapando. Luego miró a Eva.
—No. Que yo tenga constancia, no.
—Gracias, y lamento mucho lo sucedido.
Eva se encaminó a su despacho y María se quedó allí sentada, con la cabeza entre las manos. Ahora ya lloraba abiertamente.
Antón entró en la comisaría poco después y fue directamente al despacho de Eva, no sin antes fijarse en la sala ocupada por María.
—¿Es la viuda? —preguntó al llegar junto a la inspectora.
Esta afirmó con la cabeza, sin dejar de redactar el informe pertinente sobre la actuación en la empresa de reciclaje.
—Una chica guapa —comentó él mientras se sentaba.
—¿Alguna novedad que no tenga relación con el físico de las víctimas?
—Sí —le entregó las declaraciones a Eva—. He interrogado a los empleados y pienso que ya podemos confirmar que nuestra sospechosa es la misma persona que la chica de ayer. Los tres coinciden en que era morena, 1,60 o 1,65, delgada, facciones suaves, pelo liso. La descripción encaja. Eso sí, nadie la vio lo suficientemente bien como para atreverse a reconocerla por fotos. Del resto, lo que ya sabíamos cuando te fuiste.
Eva firmó el informe y miró por encima la documentación de Antón. Después dejó encima de la mesa todos los papeles para centrarse en su ayudante.
—He estado hablando hoy con el jefe, quiere que me encargue intensivamente del caso. Yo le he dicho que sí, pero también que quería que tú me acompañaras. Te lo digo por si no puedes o no te apetece, lo entenderé.
—Sí, por mí perfecto —la cortó él—. Ya sabes que me gustan los casos difíciles.
—Te necesito porque creo que todo esto no ha hecho más que empezar —siguió con la explicación ella—. Intuyo que esa mujer va a seguir matando, y más o menos al mismo ritmo. Esto es como una carrera: ella escapa, se esconde, actúa, y a nosotros nos toca perseguirla y cazarla. El problema es que nos lleva ventaja, mucha, así que tenemos que recuperar terreno. Y cuanto antes, mejor. No nos queda otra opción.
—Pienso exactamente lo mismo.
—Bien —dijo satisfecha Eva—. Pues entonces lo primero es avisar a Sara, a ver si conseguimos hacer un retrato robot de nuestra asesina. Por el momento, creo que va a ser la mejor pista de la que dispongamos.
—Ya me encargo yo de eso —contestó solícito Antón—. ¿Nadie más en el pub se acordaba ayer de su cara cuando les tomaste declaración? Recuerdo que había un chico que, cuando yo llegué, decía que se había fijado en ella —sugirió haciendo memoria.
Eva se recostó en el sillón.
—Sí, había uno. Pero lo que no me quedó claro es si se había fijado en ella él o el alcohol que llevaba encima.
Antón esperó a que continuase.
—Qué versión suya prefieres, la de qué cabrona, con lo buena que estaba... o la de no estoy del todo seguro si era morena o castaña—dijo Eva, no sin una buen dosis de ironía—. Como para que nos fiemos de su testimonio...
Él pareció darle la razón sin necesidad de hablar.
—A tus años —continuó ella ante el silencio de Antón—, ya deberías saber que los hombres cuando tenéis que hacerle sitio al alcohol en el cerebro, toda vuestra materia gris huye despavorida y en estampida a refugiarse en la entrepierna. Lo malo de esto es que los penes no piensan.
Después se incorporó y le pasó el informe a su compañero, para que lo revisara.
—Voy a ir a casa a ducharme y comer algo porque he venido directamente desde la cama —Antón hizo gesto de haber entendido, sin parar de leer el informe—. Y también a darle un beso a Ramón, que lo he dejado abandonado y creo que me va a ver poco los próximos días. Antes de una hora estaré de vuelta. Si quieres incorporar algo al informe, hazlo. Luego, pásaselo a Míguez.
Contenido del informe:
—Hechos: asesinato en la empresa Reciclajes Covelo.
—Víctima: Sebastián Covelo García, 28 años, empresario (en espera de confirmación).
—Procedimiento: caída dentro de una trituradora. Se encontró una pelota de golf colocada en el visualizador de la máquina (relacionar con el caso del Corregidor Cuatro.
—Sospechosa: Identidad desconocida.
—Descripción aproximada: mujer blanca, 25-30 años, 1,65, 50-55 kilos, facciones redondeadas. Interrogar.
—Relación entre ellos: indeterminada (los vieron conversar con anterioridad).
—Testigos: no.
—Móvil: desconocido.
—Pistas: ninguna.
—Acciones inmediatas: centrarse en el caso Corregidor Cuatro.
—Pendiente informes de autopsia y huellas.
Cuando Eva ya salía por la puerta, Antón la reclamó, ofreciéndole el teléfono.
—El inspector Lago, de Vigo —le susurró.
Ella se volvió de inmediato. Cogió el teléfono de pie y luego se sentó. Siguió escuchando con atención, y también con cierto aire de impotencia. Al poco rato, colgó y se quedó pensando. Después levantó la mirada hacia Antón, que estaba expectante:
—Han encontrado el cadáver de Aurora en su domicilio —dijo—. Piensan que ha podido ser un suicidio. Mañana por la mañana nos pasarán un informe con lo que puedan averiguar.
Antón no dijo nada. Sabía el significado de aquella noticia.
Cuando Eva ya se había ido, buscó el informe de la noche anterior, cogió su bolígrafo y añadió en él, justo al lado de la palabra Aurora: «Se ha encontrado en casa muerta (probable suicidio)».
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