martes, 26 de mayo de 2015

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"Poco más había que decir. La mujer remató su serena exposición y permaneció en silencio, como queriendo dar tiempo a que el joven sacerdote asimilara todo cuanto acababa de oír. Para ello, fueron necesarios algunos segundos y que este se acomodara nervioso en su asiento un par de veces. Cuando por fin tomó consciencia de que aquella mujer había acabado, no supo qué decir. Cierto que se había sentido incómodo algunas veces dentro del confesionario, incluso en ocasiones había tenido que soportar proposiciones sexuales, pero lo de hoy era muy diferente. Notaba como la sangre corría helada por sus venas y el cálido aroma a incienso y laurel de la iglesia se había transformado dentro de su pequeño recinto en un macabro olor a muerte. Una sensación tan indescriptible como repulsiva.
Finalmente, balbuceó varias veces y luego solo acertó a decir tímidamente:
—No puedo darle la absolución. Al menos, no de momento.
—Lo entiendo.
Acabada la confesión, el sacerdote levantó la mirada a través de la rejilla y pudo ver como la mujer empezaba a ponerse en pie, al tiempo que formulaba una última pregunta:
—¿Puedo contar con usted?
El joven sacerdote dudó un momento. No porque quisiera pensarse la respuesta, sino más bien por el puro desconcierto en el que estaba inmerso.
—Sí, allí estaré. Exactamente dentro de una semana... —contestó finalmente, intentando buscar una confirmación.
Pero no hubo respuesta. Tampoco hubo más preguntas. La mujer acabó de levantarse y, con ello, su imagen desapareció de la rejilla.
El sacerdote abrió ligeramente la parte superior de su confesionario y, por la pequeña ranura, la siguió con la mirada. Sus rasgos eran redondeados, como creados según un modelo establecido. Su pelo, negro y recogido en una coleta. Nada la diferenciaba de las demás personas que se concentraban en aquellos momentos en la iglesia y, a pesar de las bonitas curvas que podían adivinarse debajo de su pantalón vaquero y de una discreta camiseta, nadie reparó en ella.
En pocos segundos, se deslizó por la nave lateral, dirigiéndose discretamente hacia la puerta de salida. No se paró a orar, ni a hacer penitencia, ni siquiera se quedó al final de la eucaristía. Simplemente, se fue.
El joven sacerdote ladeó de modo inconsciente la cabeza intentando seguirla más tiempo, pero acabó por resultarle imposible entre la multitud que abarrotaba el templo. Una vez que aquella mujer había desaparecido por completo de su reducido campo de visión, no pudo evitar santiguarse con rapidez, de un modo compulsivo, como si acabara de ver al mismísimo diablo. Un diablo real, de carne y hueso, y que incluso le había dicho su nombre, Emma.
Estaba seguro de que ya no se olvidaría de él."


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Gracias y un saludo.
Roberto.

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