Versión libre de
“La ratita presumida”
de Charles
Perrault
Hace unos años, cuando Pitbull todavía era el rey
del crank cantando asiduamente con su
amigo Lil´John, Timbaland el gurú de las colaboraciones y David Bisbal
comenzaba a despuntar en la música, Rihanna se separaba del prometedor rapero
Chris Brown a raíz de un violento ataque de celos de este último. Con el paso
del tiempo, la sociedad americana dictó sentencia, y mientras Chris Brown
cosecha fracaso tras fracaso desde aquel día, Rihanna siguió con su exitosa
carrera artística. Aunque yo siempre he tenido otra teoría. En realidad, creo
que lo que ocurrió fue que Chris Brown convenció a las mujeres americanas de
que era el más fiel ejemplo de marido que ninguna querría tener aunque
seguramente muchas de ellas si tienen... mientras Rihanna, merced a una
colaboración de dudoso gusto con Eminen, su promoción de múltiples juguetes
sexuales de no pocos miles de dólares y una morbosa cara de fíjate que buena soy, pero si me miras más de
diez minutos seguidos, me verás hacer cosas muy, muy malas, ha conseguido
colarse discretamente en los más prohibidos y perversos sueños de todos los
maridos de la siempre particular sociedad americana.
Dice este
cuento que había una vez una ratita muy, muy presumida, que se llamada Rihanna.
Vivía nuestra pequeña amiga en una bonita isla del Caribe, en donde era famosa
por su exótica belleza, por su gran afición a cantar… pero, sobre todo, era
archiconocida entre sus vecinos por su insoportable coquetería. Se creía
Rihanna digna de una mejor vida, en la que gozaría de la admiración de hombres
y mujeres, disfrutaría de los más grandes lujos y por qué no... también tendría
el amor de un guapo marido que la halagara a diario en la medida que ella creía
merecer. “Solo necesito salir de aquí para volar hacia las más altas metas...”,
pensaba a menudo nuestra ratita.
Así un día,
estaba cantando en su humilde casita cuando, de repente, Rihanna vio algo en el
suelo que brillaba... “¡¡¡una moneda de oro!!!”. Inmediatamente y muy
ilusionada, la recogió con cuidado y se puso a pensar en las cosas que podría
comprar con esta moneda:
—Ya sé, me
compraré caramelos —dijo en alto—. Huy no, que me quedaré sin dientes. Ummm…
mejor, mejor, me compraré unos ricos pasteles... huy no, no, que engordaré y
perderé mi fina silueta. Ummm… ya lo tengo, me compraré un billete de avión…
quizá sea suficiente para irme a vivir a un país grande y famoso desde donde todo
el mundo pueda admirar mi linda voz y mi inigualable belleza…
Sin perder
tiempo, la ratita se guardó su moneda en el bolsillo, y muy decidida, se fue al
cercano aeropuerto de su pequeña isla. Confiando en su buena suerte, pidió que
le vendieran un billete de avión con destino al más grande y más rico de los
países que hubiera en el mundo. Preocupada como siempre estuvo por cuidar su
imagen y por sus ansias de gloria, no sabía Rihanna que ese país estaba casi al
lado de su pequeña isla, la cual ahora ya empezaba a ver hasta fea y vulgar.
Una vez que
tuvo el ansiado billete en sus manos, volvió a su casita, pues el avión no
salía hasta el día siguiente. Esa noche apenas pudo dormir un par de horas con
la emoción, pero en ese tiempo, soñó que se convertía en una famosa cantante,
que todo el mundo admiraba su belleza cada vez que salía a un escenario y, por
descontado, que era la envidiada esposa del mejor y más dulce marido que
cualquier mujer pudiera desear. Sí, definitivamente, su suerte había cambiado, pensó
aquella noche.
Al día
siguiente, nada más amanecer, nuestra presumida ratita se levantó muy temprano,
eligió su mejor vestido y, sin perder tiempo, se fue al aeropuerto con su
flamante billete en la mano. Efectivamente, el viaje era corto por lo que, al poco
tiempo de despegar, ya estaba aterrizando en su nuevo país.
Allí se sentía
feliz, todo eran posibilidades y enseguida sus canciones comenzaron a sonar con
fuerza en las principales radios. La gente las bailaba en todo el mundo, los
críticos musicales la incluían entre las más grandes artistas del
momento y, paralelamente a ello, Rihanna se fue convirtiendo en la soltera
más deseada del panorama musical. Muchos cantantes famosos querían casarse con
ella y algunos hasta se atrevían a pedirle solemnemente matrimonio, pero
nuestra ratita, como era muy presumida y pensaba que se merecía a alguien muy
especial, al mejor marido que pudiera existir en el mundo, no dudaba en poner
déspotamente a prueba a cuanto pretendiente llamaba a su puerta.
Por eso,
cuando llegó para cortejarla un gallo llamado Bisbal, se acercó hasta ella
y le dijo muy ilusionado:
—Ratita,
ratita... tú que eres tan bonita y cantas tan bien, ¿te quieres casar conmigo?
—No sé, no sé,
no sé —le respondió ella con cierta indiferencia—. ¿Tú en nuestras noches de
amor, cómo me cantarías?
Y el gallo,
sin pensárselo dos veces, tomó aire y se arrancó a cantar con todas sus
fuerzas:
—Bulería, bulería...
Rápido lo
cortó la ratita:
—Ay no, no,
cállate... contigo no me casaré, me asustas... y cómo gritas... no te soporto.
Según se fue
el gallo triste y cabizbajo, apareció raudo y veloz el perro Pitbull para
intentar aprovechar su oportunidad:
—Ratita,
ratita... tú que eres tan bonita y presumida, ¿querrás casarte conmigo?
Pero la ratita
no se impresionó por el ímpetu de su nuevo pretendiente y le dijo:
—No sé, no sé,
¿tú en nuestras noches románticas, cómo me cantarías?
No se hizo
esperar el perro:
—Culo... ella tiene un tremendo culo...!!!
La ratita al
oírlo, y casi ofendida, respondió:
—Ay no,
contigo no me casaré... no me gusta la letra de tus canciones. Y además, no las
has escrito para mí, porque todo el mundo sabe que mi culo no es grande sino
fino y sensual... ¡¡¡Márchate!!!
Se fue Pitbull
con cara de no entender nada pero, al instante, ya apareció el cerdo Timbaland
todo decidido:
—Ratita,
ratita, tú que cantas tan bien y eres tan presumida, ¿te quieres casar
conmigo... yo soy el animal más admirado del mundo?
Pero la ratita
lo miró de la cabeza a los pies y le dijo:
—No sé, no sé,
¿y tú por las noches cómo me cantarías?
—Eink, eink... eink, eink…
Se arrancó
Timbaland para crear ambiente pero, cuando iba a comenzar a rapear, ya la
ratita lo había cortado:
—Ay no,
cállate, cállate… contigo no me casaré, que ese ruido es muy simple… y además
no me gustas.
Desapareció el
cerdo Timbaland por donde vino y llegó sigilosamente el gato Chris Brown, que
viendo cómo se comportaba Rihanna con todos sus pretendientes, se acercó
lentamente a nuestra presumida ratita y le dijo con voz aduladora:
—Ratita,
ratita, tú que eres tan bonita, tan sensual y cantas mejor que nadie, ¿querrás
casarte conmigo?
—No sé, no sé,
¿tú cómo me cantarás en nuestras noches de amor?
Y el gato con
su voz más suave y dulce le cantó, casi susurró, al oído:
—Ay sí,
contigo sí me casaré... que tu voz es muy dulce y tu cara muy bonita.
Temiendo los
peligros que le acecharían en el bosque de noche, decidió que tenía que tomar
unas raras hierbas con las que estaría a salvo. Ya las había tomado otras veces
y sabía que, con ellas, conseguiría que se agudizaran enormemente todos los
instintos y sentidos que tienen los gatos... porque, al fin y al cabo, él era
un gato —no nos olvidemos—, y un gato no teme ni a la noche, ni a los bosques
oscuros. Efectivamente, Chris tomó muchas, muchas hierbas y consiguió
alcanzar la casa sano y salvo, siendo el gato más gato de todos los gatos:
—Mi vida vale
más que nada y nadie en el mundo, no puedo arriesgarme a ser vulnerable en un
bosque lleno de tinieblas y peligros —se había dicho en el bosque.
Así fue como
la presumida ratita Rihanna, en una noche que estaba guapa y radiante
esperando a su amado, cruelmente descubrió el fatal error que había cometido en
su elección. Porque cuando Chris entró en casa, después de haber sorteado
con destreza los grandes peligros del bosque, no pudo reprimir su
agudizado instinto y se lanzó a la cruel caza de nuestra presumida ratita
Rihanna. Afortunadamente, y después de una dura lucha, pudo esconderse y
ponerse a salvo, y hasta escapar poco después a su preciosa isla natal durante
una temporada para recuperarse del susto. Pero, sin duda, había descubierto de
la peor manera posible que, cegada por su soberbia, había elegido como marido
ideal al mayor enemigo que siempre puede tener todo roedor… un gato.